La Fábrica de Pesadillas

Imagen de Anne Bonny

Reseña de esta obra publicada por Panini basada en las historias de Thomas Ligotti y que cuenta con guiones de Stuart Moore y Joe Harris e ilustraciones de Colleen Doran, Ben Templesmith, Ted McKeever y Michael Gaydos

Más que una antología de cómics, La fábrica de pesadillas es un caleidoscopio que nos acerca cuatro visiones cardinales sobre el horror. A juzgar por lo que encontramos bajo la soberbia cubierta de Ashley Wood, lo de que Thomas Ligotti es un maestro del género es tan cierto como lo de que es relativamente desconocido. En las páginas de esta obra nos sumergimos en cuatro historias independientes caracterizadas por una magnífica tensión narrativa y unos escenarios que harán las delicias de los amantes de la literatura de terror. Muchos ecos de Lovecraft, como el propio Ligotti reconoce, pero unas vueltas de tuerca propias que añaden mucha riqueza al conjunto y le dan un estilo propio absolutamente perturbador. Sin duda, ha sido un gran acierto incluir pequeños prólogos de una página de la mano del propio Thomas Ligotti, y que resultan en sí interesantes lecciones sobre el terror y, en particular, sobre los aspectos que se abordarán en las subsiguientes historietas.

 

La primera de ellas, El último festejo de Arlequín, quizás sea la más clásica del conjunto, pero también una de las más efectivas y una clara muestra de la maestría del autor: con elementos propios de una narración de Lovecraft construye un escenario actualizado y opresivo en el que la locura trasluce en cada página dejando una sensación inquietante en el lector. El trabajo gráfico de Collen Doran, responsable del dibujo, respaldado por los colores de Lee Loughridge consigue transmitir una gran desazón que desmiente la primera impresión de cómic seriado americano de colores crudos y trazos secos: el ambiente sombrío y opresivo de la historia adaptada por Stuart Moore va pesando viñeta a viñeta, gracias principalmente al ritmo y la expresividad -o ausencia, en determinados casos- de los personajes hasta llegar al demencial clímax final.

 

Más arriesgada es la propuesta de El sueño de un maniquí, del mismo guionista, en el que la abstracción del relato hace que el lector necesite aferrarse a la guía que brinda el prólogo de Ligotti. Terror cuasi metafísico, el trabajo gráfico de Ben Templesmith en solitario lo pone de manifiesto con un deje onírico que juega al espejo encantado con lo que el propio texto de apoyo va desarrollando. Una historia más para dejarse llevar por las impresiones que causa que para entender en detalle paso a paso, y en la que los colores son narradores tan importantes -ese estilo tan característico de Templesmith- como el propio dibujo o el texto en el que se basa.

 

Como contrapunto volvemos a una historia de corte más clásico, El manicomio del Dr. Locrian, al menos en su planteamiento: una institución mental abandonada por la que pululan todavía los fantasmas espectrales de los antiguos inquilinos, y en la que no falta la sombra de su científico loco. Y digo en su planteamiento porque el guión de Joe Harris pronto nos redirige adentrándonos en un escenario tan inesperado como espeluznante. El trazo aparentemente inocuo al principio de Ted McKeever es uno de los grandes responsables, sobre todo cuando deviene furiosa pincelada impresionista que sirve de vehículo para entrar en la locura residual reinante. El color de Chris Chuckry en esta ocasión no se limita al papel de simple comparsa, y sus juegos en los que separa mundos en función del tono reinante terminan por articular la narración mejor que cualquier acotación o texto de apoyo: literalmente, tenemos la impresión de saltar de un mundo a otro -o, más bien, de ver las sombras ocultas en el escenario- tal y como les sucede a los propios personajes.

 

Y ya como cierre, Teatro Grottesco, otra historia de corte más surrealista y giros argumentales más exigentes que obligarán al lector a estar muy atento, aunque sólo sea para descubrir que la locura tiene patrones extraños. Joe Harris consigue plasmar con buen ritmo esta difícil historia y el preciosista trabajo gráfico de Michael Gaydos consigue crear el marco adecuado de una historia que habla de arte y el submundo que puede acechar tras los patrones de la creatividad más osada.

 

Sobre la edición cabe comentar que tenemos un acabado encomiable en tapa dura que realza muy bien la portada de Ashley Wood -formidable, a mi parecer; de hecho me he quedado con las ganas de que ilustrara algún relato-, y una calidad de papel e impresión sobresaliente en interiores que, a pesar de su tacto satinado, no tiene ese desagradable reflejo que encontramos en ocasiones.

 

En conjunto, tenemos una magnífica obra que hará las delicias de los amantes del terror con una propuesta que aúna un esquema a priori clásico con un desarrollo más arriesgado y, sin duda, efectivo, que se complementa con un trabajo gráfico muy de autor y en el que cumplen, cada uno con su estilo propio, todos los involucrados, desde el mismo autor versionado, a los responsables de dichas versiones. El resultado, una lectura de la que disfrutar, de noche y tranquilo, tomándose el tiempo de sumergirse en sus páginas.

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