Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

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Con esto emprendo lo que creo que serán una serie de artículos sobre el malditismo más trágico en el mundo de la poesía. Aquí hablaremos sobre hombres o mujeres que, desdichados, decidieron poner en un momento de sus vidas punto y final a su existencia, algunos con más tino que otros. Hay mucho por donde ahondar; por ello empezaremos hablando y mostrándoos poco a poco las vidas de estos ilustres u olvidados poetas y, también, lo más representativo de sus obras.

 

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Primera parte

 

 

 

Sólo queden quizás tras nosotros los versos,
unos diez versos nuestros solamente queden,
igual que las palomas que libran al azar los náufragos,
y cuando traen el mensaje, ya es tarde.

Tal vez estos versos del poeta griego Kostas Karyotakis, sean los que mejor aventuren el desastroso clima que se había creado en aquel tiempo. La Primera Guerra Mundial estallaba en 1914; llamada antaño la Gran Guerra, pues fue el conflicto más sangriento y brutal que hasta entonces el mundo hubiera visto, y las mentes iban ensuciándose con esa decadencia triste y gris, mejor negra, que se hace dueña del que vive eternamente en conflicto, del que sabe que el peligro le espera afuera, en el mundo donde supuestamente debe tratar y vivir. La Gran Guerra dejó un aire de desencanto, de falta de perspectivas, de decadencia más que de paz (tal como debiera ser cuando acaba una contienda) en toda Grecia, así que tal apocalíptico clima, sumado también a la Catástrofe de Asía Menor, hizo que sus poetas se dedicaran a lo que mejor sabían hacer: mostrar la realidad.

Alma vana, en la quietud de una tarde primaveral,
mientras, herida, cierres tus alas de oro,
esperarás la hora en que algo te libere,
pobre corazón, mortal pero triste eternamente.

Kostas Karyotakis nace en Trípolis. Su niñez ya va marcando lo que sería su más arraigado carácter en un futuro. El «niño enfermo y envejecido», de carácter pesimista, atormentado y amargado, viaja por diversas provincias como empleado del Estado, arrastrando consigo la poca estabilidad emocional que le quedaba al refugio de una infancia, aunque triste, algo más ensoñadora. En esos años conoce a la poeta María Poliduri, quién reinará en su vida como un breve letargo de su frustrante y solitaria alma, aunque esta alegría no podría durarle mucho y acaba siendo engullido por su radical pesimismo, imbuido entonces por el terrible aura de desesperación bélica que sufría su país y, prácticamente, el mundo entero. Ella le dedica un poema en su también corta obra; sus versos soplan en el aire…

Los jóvenes que llegaron contigo a la isla desierta
una noche se contaron y encontraron que tú faltabas.
Entonces se miraron a los ojos, sin ninguna
pregunta, sólo movieron las cabezas con tristeza.

La tarde del 20 de Julio de 1928 se arroja contra las aguas del Mediterráneo. Es engullido por las corrientes durante horas, y no muere; sino que sobrevive (a su pesar) y termina llegando a tierra nuevamente. Entonces es cuando decide comprar una pistola. A los días, sentado en la terraza de un bar que se hacía llamar «El Jardín Celestial», escribe la siguiente nota: «Aconsejo a cuantos sepan nadar que no intenten jamás suicidarse tirándose al mar. Durante diez horas me estuve peleando con las olas. Tragué una enormidad de agua y, sin saber cómo, de vez en cuando subía a la superficie. Seguramente alguna vez, cuando tenga oportunidad, escribiré las impresiones de un ahogado». Qué mejor ironía, sentado en un jardín celestial… en un edén de cielo transparente.

A las horas, después de haber recorrido varios tramos de una playa, se refugia al pie de un eucalipto y hace que una bala destroce su corazón. Se suicida con treinta y un años. Y su leyenda en aquel momento crece como espuma en el agua entre la bohemia intelectual de Atenas, su capital.

Cuando llegues al horizonte, cuando la desilusión
suba como aroma de las maravillosas flores de la vida,
verás todo irse: odios, amores, penas,
pasiones, alma mía soñadora.

Y dicen los rumores que si uno se lanza a las aguas del Mediterráneo, escuchará sus últimos versos de “Muriendo”, en el fatal oleaje de la marea…:

En la última hora recordarás
con una sola sonrisa, amigos y enemigos.
Alma vana ¿Qué dirás al mar, al viento?
¿Qué dirás, angosto corazón frente a la pálida puesta de sol?

 

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Segunda parte

 

 

 

Corría un frío día de Enero cuando hace más de treinta años un hombre se arrojó desde lo alto de un puente en Minneapolis. Su nombre: John Berryman; reconocido como John Smith, estudió en Columbia y Cambridge, ejerciendo más tarde como profesor en varias universidades estadounidenses. Como sus coetáneos Sylvia Plath, Anne Sexton o Robert Lowell, su vida estuvo cargada de un profundo pesimismo vital; tristezas y ansiedades que les acompañarían a todos ellos ya desde su niñez. Describían su poesía desde el primer libro que publicó (1956), Homage to Mistress Badstreet, de la siguiente manera: “estilo tan excéntrico como inquieto, de sintaxis fracturada y ritmo irregular”. Y, claro, desembocaría toda aquella atropellada visceralidad en uno de sus libros más aclamados, 385 Dream Songs, donde recogería “canciones” escritas a lo largo de doce años, creando con todo ello una especie de correspondencia consigo mismo donde la parodia, el humor, la depresión y la descripción de lugares y gentes extrañas se acumularían para dar lugar a la eclosión de una poesía dura, hiriente, rota como él mismo, desgarrada como las cuerdas de un viejo violín. Y su música… sonaba así.

¿Qué es ahora el niño, que ha perdido su pelota,
qué, qué puede hacer? La vi irse
rebotando alegremente, calle abajo, y luego
caer alegremente… ¡ahí está, en el agua!
De nada vale decir: «Oh, hay otras pelotas»:
una definitiva estremecedora aflicción inmoviliza al niño
que permanece rígido, tembloroso, con la mirada fija
en todos sus jóvenes días en la ensenada donde
se ha ido su pelota. No me metería con él,
diez centavos, otra pelota, es inútil. Ahora
siente la primera responsabilidad
en un mundo de posesiones. La gente necesitará pelotas,
las pelotas se perderán siempre, niñito,
y nadie vuelve a comprar una pelota. El dinero es superficial.
Él está aprendiendo, bien detrás de sus ojos desesperados,
la epistemología de la pérdida, cómo ponerse de pie
sabiendo lo que todo hombre debe saber algún día
y muchos saben casi todos los días, cómo ponerse de pie.
Y gradualmente la luz vuelve a la calle,
suena un silbato, la pelota no está a la vista,
pronto una parte de mí explorará el profundo y oscuro
fondo de la ensenada… Estoy en todas partes,
sufro y me muevo, mi mente y mi corazón se mueven
con todo lo que me mueve, bajo el agua
o haciendo sonar un silbato. No soy un niño pequeño.

No sé si fue una suerte terrible, pero acabó prediciendo su futuro. Cayó al agua. Y nadie volvió a comprar aquella pelota, aquella pelota del niño pequeño que luchó y murió ahogado; con esa suerte, con tal suerte que tienen los que poco esperan de la vida, más que rodar… “calle abajo, y luego, caer alegremente… ¡ahí está, en el agua!”.

Sin duda alguna el hombre que más me fascinó con sus fatídicos versos, fue el italiano Cesare Pavese, al cual uno lee y siente todo ese existencialismo letal y desesperanzado, y ve a Unamuno rezando en su cabeza y a Schopenhauer tirándole de una oreja, o dos. Uno abre los ojos, y ve a un hombre, a un gran crítico, a una persona considerada como “de los mejores escritores del siglo XX”; y lee que tradujo a Joyce, y a Faulkner y Dickens. Y a la gran ballena literaria de Moby Dick, del genio Melville; y la venció, como el viejo de Hemingway, que soñaba con leones… Y luego ve, claro, a una persona que peleó toda su vida con su “soledad interior”, la cual acabó destrozándole, por dentro y, al fin, por fuera. Y a los cuarenta y dos años de edad, se suicida; después de haber escrito un libro (El vicio absurdo) en el que dejaría plasmado todo ese dolor existencial que lo carcomió, como a la débil madera, poco a poco. Uno de sus poemas, como no, tenía que dar título a esta serie de artículos: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, y aquí lo tenéis: dolor en vivo y directo, el poeta gritando desde las tablas del teatro a su tímido y jubiloso público, a su público inmóvil y muerto, sabiendo que, por mucho que se rompa la cuarta pared y uno grite con su febril despedida, y duela… se muere igual.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esta muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto. Tus ojos
serán una palabra inútil,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola te inclinas
ante el espejo. Oh, amada esperanza,
aquel día sabremos, también,
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
asomar un rostro muerto,
como escuchar un labio ya cerrado.
Mudos, descenderemos al abismo.

Antonia Pozzi, italiana también, nace en 1912 y se suicida en 1938, sin llegar siquiera a los treinta años de edad. Su familia rápidamente quiso cambiar ante la sociedad lo acontecido, atribuyendo su muerte a un «mal repentino» para momentos después destruir su testamento y redactar uno nuevo (lo hizo su padre). Sí, tales son las apariencias para algunos que profanan lo único que de alguien que se ama queda: la memoria. Por suerte, el que escribe tiene esa otra memoria que difícilmente el inquisidor logrará hacer perecer (o sino… miren al pobre Kafka):

Tener dos largas alas
de sombra
y plegarlas sobre este mal tuyo;
ser sombra, paz
vespertina
en torno a tu extinguida
sonrisa.

Para ella la poesía es “una catarsis del dolor, como la inmensidad de la muerte es una catarsis de la vida”. Póstumamente se publicó la primera edición (ampliada consecutivamente) de su única e inédita obra poética: Palabras.

Volviendo atrás, puedo hablar de una de las contemporáneas de John Smith, Sylvia Plath, poetisa, prosista y ensayista. Se le achacaron durante mucho tiempo sus depresiones y consiguientes intentos de suicidio a la muerte de su padre, cuando tan solo contaba con la tierna edad de nueve años; pero lo cierto es que estudios posteriores afirman que se debió a un trastorno bipolar de la conciencia. Me parece curioso resaltar su relación con Ted Hughes, el cual se convirtió en su marido y posteriormente, tras su suicidio, en viudo (acusado en muchas ocasiones de la muerte de la poetisa). Se dice que Sylvia (y ella misma reconoció en alguna ocasión, no con tanta literalidad) estuvo muy influenciada en gran parte de su poesía por Hughes; ella declaraba en sus diarios sus intentos por experimentar la animalidad y el salvajismo de la obra de su esposo. Como anécdota curiosa, el hombre, mientras estaba casado comenzó una relación extramatrimonial con Asia Wevill, la cual también acaba suicidándose… Conmovedor.

Unos versos de su poema “La luna y el tejo” dicen así:

¡He caído tanto! Las nubes están floreciendo, 
azules y místicas sobre el rostro de las estrellas. 
Dentro de la iglesia, los santos serán todos azules, 
flotando con sus pies delicados sobre los bancos fríos, 
sus cabezas y sus caras rígidas de santidad. 
La luna no ve nada de esto. Ella es calva y salvaje. 
Y el mensaje del tejo es negrura -negrura y silencio. 

Mencioné también antes a Anne Sexton, hablemos de ella. Otra estadounidense, en este caso de Massachussets. Nace en 1928 y se suicida en octubre del 74 (qué fácil se dice esto… como el que da el resultado de un partido de fútbol. ¿No somos los humanos algo frívolos y cabrones?). Digamos que no se movió mucho durante su vida, y sus derroteros fueron casi todos destinados a los alrededores de su paterno Boston. Allí estudió, se casó, y tuvo dos hijas. Se divorció (seguimos con la frivolidad… ay, sí, se habla tan fácil de las desgracias ajenas cuando uno ya está muerto…) y… más tarde se le diagnosticaría depresión postparto, sufriendo entonces su primer colapso nervioso. Ingresa en un hospital, y después del nacimiento de su segunda hija, Sexton sufre otra crisis e intenta suicidarse el día de su cumpleaños. Hasta ahí, todo normal (me estaréis mirando raro; yo también lo hago…). ¿Cuándo empieza a escribir? Cuando su doctor le alienta a unirse a un taller de literatura poco tiempo después. Y así lo hace. Más tarde accede a otros talleres, y acaba protagonizando otros propios; en uno de ellos conoce a Sylvia Plath y se relaciona con otras gentes de letras, obteniendo buen reconocimiento a raíz de publicar poesía en algunas revistas conocidas del momento. Comienza a sacarle algo más de sentido a su vida, a una vida que, ya de por sí, apenas creía que le pertenecía; y sin embargo, en 1974 se suicida inhalando monóxido de carbono. Habló, por ejemplo, del “Deseo de morir”:

Ya que preguntas, casi nunca puedo recordar.
Camino vestida, sin marcas de ese viaje.
Luego la casi innombrable lujuria retorna.
Ni siquiera entonces me siento enemiga de la vida.
Conozco bien la brizna que mencionas,
los muebles que has puesto bajo el sol.
Pero los suicidas poseen un lenguaje especial
como carpinteros, quieren saber qué herramientas
no preguntan por qué construir.
Dos veces me he expresado con tanta sencillez,
he poseído al enemigo, comido al enemigo,
he adoptado su oficio, su magia.
Así, pesada, atenta
más tibia que el aceite o el agua,
he descansado, babeando en el hueco de la boca.
No preví que punzarían mi cuerpo.
Ni siquiera la córnea y la orina estaban ya.
Los suicidas traicionan el cuerpo de antemano.

Anne Sexton habla con la vida en la boca, y nos escupe a la cara su lengua, a veces con melancolía, pero siempre con el dolor vociferando:

Temo a las agujas,
estoy cansada de sábanas de goma y tubos.
Estoy cansada de rostros que no conozco
y ahora pienso que está empezando la muerte.
La muerte empieza como un sueño,
lleno de objetos y la risa de mi hermana.
Somos jóvenes y vamos andando
y recogiendo moras silvestres
durante todo el camino hasta Damariscotta.
Oh, Susan, gritó,
te has manchado el chaleco nuevo.
Sabor dulce:
mi boca tan llena
y el dulce azul que se derrama
durante todo el camino hasta Damariscotta.
¿Qué hace? ¡Déjeme en paz!
¿Acaso no ve que estoy soñando?
En un sueño nunca se tiene ochenta años.

Alejandra Pizarnik también decidió acabar con su vida a los treinta y seis años de edad, con una sobredosis de sedantes. No voy a hablar mucho de ella; se le consideraba una poetisa argentina surrealista, y entabló amistad con gente de la talla de Julio Cortázar y Octavio Paz. Y cuando la luna le buscaba por las noches, para contarle aquellos cuentos que se negaba a oír:

 …el miedo no cuenta cuentos y poemas,
no forma figuras de terror y de gloria…

Uno supone que escribió cosas tan tristes y geniales como ésta:

 Conozco la gama de los miedos,
y ese comenzar a cantar despacito en el desfiladero que reconduce
hacia mi desconocida que soy…

 

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Tercera parte

 

  

¿Hasta qué otro paisaje he de llegar
para encontrar la tan querida muerte?
Las piedras de otros países no te responden
y el mar alza la lámpara de los pájaros grises
para decir que no.
No busques el camino más allá
de la infancia.
En tu casa hay una vieja fotografía
donde ya estás muerto,
Alfonso.

Así les sonríe a algunos la suerte. ¿A qué punto ha de llegar un hombre para escribir en vida que ya está muerto? Dejando a un lado los hermosos últimos versos “… en tu casa hay una vieja fotografía donde ya estás muerto, Alfonso”, podemos palpar esa resignada tristeza que se ha convertido por fin en anhelo de muerte. Es triste, pero esa vieja foto que ya está muerta es el símil que el poeta hace con su alma, con su estado, con su pésima voluntad de existir, y a nosotros nos llega como belleza en el medio más elemental que usamos para transmitir ideas y pensamientos, el lenguaje.

Nos hablaba en esos versos, el autor que dentro del mismo texto se mete, Alfonso Sola González, argentino desconocido en el mundo de las letras pero al que, como suele ocurrir cuando uno descubre que el mundo rico se extiende más allá de lo que nos enseñan, no le faltan méritos para ser reconocido. En 1975 muere este hombre. Corrijo: se mata.

La lista de gente que decidió suspender para siempre su existencia no es corta, y supongo que tampoco algo alegre o merecedor de elogio. Por esto mismo en los periódicos no se suelen publicar noticias de suicidas, que los hay, para no alertar a la población y animar a los que estén pensándolo en terminar por hacerlo. Pero aquí estamos para hablar de sus obras, al menos de las huellas que nos dejaron, tal vez con la pequeña pretensión de entender una parte de sus agresivas heridas. O de sus locuras.

Parte de ese intrínseco sentimiento inalterable que se esconde en un corazón golpeado hasta el límite, la encontré en el poema que ahora os transcribo de Alejandra Pizarnik. Esta autora surrealista, argentina también, destila un sinsentido que se mete en la cabeza de uno para no salir durante un buen tiempo; porque huele a cipreses y a muerte, porque huele a maravilla, a la maravilla que sólo es posible ser sacada de la cabeza de alguien ya muerto, tan frío como para poder transmitir sensaciones hermosas a la par que terribles:

La muerte y la muchacha
abrazadas en el bosque
devoran el corazón de la música
en el corazón del sinsentido
una muchacha lleva un candelabro de siete brazos
y baila detrás de los tristes músicos
que tañen en violines rotos
en torno a una mujer abrazada a un unicornio y a una mujer azul abrazada a un gallo
en lo bajo
y en lo triste
hay casitas
que nadie ve
de madera, húmedas
y hundiéndose como barcos,
¿era esto, pues, el concepto del espacio?
criaturas en dulce erección
y la mujer azul
con el ojo de la alegría enfoca directamente
la taumaturga estación de los amores muertos.

Bueno, no me gustaría hablar aquí del surrealismo ni de las vanguardias, ya que en muchos otros lados lo he hecho, pero el que me conoce sabe que es algo que me fascina. Esa manera de entrar en el inconsciente de uno y removerlo con el único mecanismo lógico que tenemos, el lenguaje, intentando desentrañar los misteriosos engranajes de nuestras almas… Intentando, como siempre, hallar respuestas a nuestras inmortales preguntas. Y como ven, la muerte nos encuentra antes. No deja de ser paradójico. Pero cada uno tiene sus maneras de afrontarla. Y esta fue la de ella, escribiendo este poema en 1970, dos años justo antes de que decidiera acabar con su vida. En especial los últimos versos me producen un escalofrío enorme: “… y la mujer azul con el ojo de la alegría enfoca directamente a la taumaturga estación de los amores muertos”. No sé vosotros, pero yo he soltado un laaaargo suspiro. Descanse en paz…

En su último año de vida, ya cercana al suicidio, escribió lo siguiente:

No lo diré. Hasta yo, o sobre todo yo, me traiciono. Como a un niño de pecho he acallado mi alma. Ya no sé hablar. Ya no puedo hablar. He desbaratado lo que no me dieron, que era todo lo que tenía. Y es otra vez la muerte. Se cierne sobre mí, es mi único horizonte. Nadie se parece a mi sueño. He sentido amor y lo maltrataron, sí, a mí, que nunca había querido. El amor más profundo desaparecerá para siempre. ¿Qué podemos amar que no sea una sombra? Murieron ya los sueños sagrados de la infancia y la naturaleza también, la que me amaba…

Y por último unos poemas que no podía dejar huir:

al viento no lo escuchéis,
al viento.
toco la noche,
a la noche no la toquéis,
al alba,
voy a partir,
al alba no partáis, al alba
voy a partir.

***

La noche soy y hemos perdido.
Así hablo yo, cobardes.
La noche ha caído y ya se ha pensado en todo.

Para acabar me gustaría hablaros de un genio. Cuando hablo de genios me refiero a genios totales, en este caso a genios malditos, comparables al prodigio Rimbaud o al célebre Baudelaire, a los que tanto admiro. Estoy hablando de Antonin Artaud (1896-1948), poeta, dramaturgo y actor francés. Creador, sobre todas las cosas, de lo que se ha llamado “el teatro de la crueldad”, un teatro que buscaba el arte por el arte en el mismo escenario, un juego instintivo de irracionalidades surrealistas, que jugaba con las luces y los focos y los sonidos de manera extraña… intentando, según sus propias palabras, impactar al espectador. Se dice que una vez en un teatro usó sonidos tan reales que hizo vomitar a gran parte de los que veían la “plaga”.

Eso era para el teatro para Artaud. Según confesaba, el teatro había sufrido mucho, tal vez demasiado, por ese mal que había sido el texto dramático que ya desde Aristóteles eclipsó la puesta en escena y la verdadera esencia del teatro vívido, en escena, para el público. Artaud fue un transgresor inconformista, y por ello se adjunta luego a las vanguardias y sobre todo al surrealismo, ya que pretendía mediante un automatismo dejar salir afuera de su alma lo inconsciente, lo no pensado, el animal que está encadenado desde que la sociedad nos lo acorrala dentro del cuerpo.

Nihilista de principios, enfermo de cáncer y con cierta “locura” diagnosticada por médicos a los que no tardó en criticar con vehemencia a lo largo de toda su vida, se dedicó a plasmar todo ese movimiento visceral que sacudía los cimientos de su cerebro desde muy temprano. Uno lee las correspondencias que mantuvo con algunos críticos de revistas, en las que finalmente accedieron a publicarle algunos de sus poemas, y siente una pena increíble para, finalmente, saberse ante un genio. Artaud escribió cosas como estas:

Hay una angustia ácida y turbia, poderosa como una navaja, cuyo descuartizamiento pesa lo que la tierra, una angustia en relámpagos, con puntuación de abismos estrujados y tupidos como chinches, como una especie de piojos duros cuyos movimientos estén cuajados, una angustia en la que la mente se ahorca y se corta a sí misma —se mata.

Esto lo escribía en Nueva carta sobre mí mismo. Y luego en un delicioso paraje de exquisitez literaria llamado Diario del infierno, en el que ya notamos similitudes con la magnífica Une saison en enfer (Una temporada en el infierno), del ya mencionado maldito Rimbaud, nos habla con esas garras atemporales que transforma con palabras:

Cierto que todavía hago (pero, ¿por cuánto tiempo?) lo que quiero con mis miembros; pero hace mucho que ya no mando a mi cerebro y que todo mi inconsciente me domina con impulsos que vienen del fondo de mis rabias nerviosas y del remolino de mi sangre. Imágenes apremiantes y rápidas, y que no le pronuncian a mi mente más que palabras coléricas o de odio ciego; pero que pasan como cuchillas o relámpagos por un cielo atascado.

 

(…)

Soy quien mejor ha sentido el desorden asombroso de su lengua en sus relaciones con el pensamiento. Yo soy quien mejor ha localizado el borrador de sus más íntimos, sus más insospechables deslices. Yo me pierdo en mi pensamiento, en verdad, así como se sueña, así como se entra súbitamente en su pensamiento. Yo soy el que conoce los recovecos de la pérdida.

Artaud daba la misma importancia al mundo de los sueños, a la imaginación desbordante, y a la propia locura que a la realidad tangible. Leerlo es una maravilla porque uno siente que se despierta algo dentro de sí que permanecía escondido. Quizá un animal que nunca fue domado, aunque nos engañaran. Aunque nos mintieran. Aunque nos dijeran que lo que lo que importa es la apariencia que al final muere. Rimbaud fue un genio que jugó a no mantenerse al margen, a dar bandazos a su entorno, a molestar con su ingenio al mundo. Y éste, tristemente, jugó con él al ahorcado.

Es el talón de Aquiles de nuestros héroes desgraciados.

 

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Patapalo
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No había tenido todavía oportunidad de leer la tercera parte, y me ha encantado cómo queda el conjunto. Muy interesante y ameno. Me han dado ganas de ir descubriendo a unos cuantos autores de los que todavía no he leído nada. Gracias, compañero.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Jecholls
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Hale, pues ya está por aquí también. Me alegra que te gustase tanto el recorrido completo. Yo lo pasé muy bien haciéndolos, ahora que recuerdo. Ojeando aquella revista que encontré en una "librería de viejo" sobre poetas suicidas... Olfateando el pasado.

www.obliviamare.es

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Jecholls
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Eh, eh, se agradece.

¡La madre es una gran furcia! Y nos alegramos de su promiscuidad.

www.obliviamare.es

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Félix Royo
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 Muy interesante; una lectura obligada para abrir la puerta a descubrimiento de estos autores.

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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