Infidelidades: Drácula ¿de Bram Stoker?

Imagen de Jack Culebra

Hablemos de los devaneos de Francis Ford Coppola con la más emblemática de las novelas de terror

 

El vampiro es una figura tan proteica que pontificar sobre ella es, en el mejor de los casos, aventurado. Ha sido tratada en tantos medios, por tantos autores y tantas tradiciones, que apenas se pueden extraer algunos rasgos comunes a todos los vampiros, por mucho que su esencia se nos aparezca diáfana. No obstante, Drácula, como personaje de terror, tiene una paternidad bastante clara —con permiso de Polidori y del propio Vlad Drăculea—: Bram Stoker.

Este grabó a fuego en el imaginario colectivo el arquetipo de lo que se conoce como el vampiro aristocrático, nada que ver con los vampiros primigenios de la Europa del Este sobre la que nos quería poner en guardia. Y lo hizo con unas herramientas bastante aparentes dentro de todas las capas de lecturas que se les puede encontrar a todas las grandes novelas —y a todas las novelas mil veces releídas—. Para empezar, quien haya leído Drácula, recordará el formato epistolar de la obra, primer recurso con el que el autor intenta hacer ese acercamiento al horror que propugnaba M.R. James con sus tres reglas para cuentos de fantasmas.

Este es el primer punto que Francis Ford Coppola acuchilla sin piedad, y no me refiero meramente al modo narrativo —que obviamente ha sido mucho más fácil de respetar en adaptaciones a cómic, como la realizada por Leah Moore, y al cual dedica algún guiño—, sino a la esencia. Si en la novela nos encontrábamos con una tramoya destinada a hacer verosímil la historia, en la película el toque onírico de los decorados, de las escenas, incluso de las actuaciones de los personajes boga en dirección opuesta. Es como si el cineasta hubiera aceptado de antemano que el realismo no tiene ninguna carta que jugar y optase por, directamente, apelar a nuestro bagaje fantástico para ubicar Drácula en un entorno sólido dentro de las brumas de la ficción.

También, en contraposición al desarrollo atmosférico e indirecto pergeñado por Stoker —a excepción del trepidante final tan propio del autor—, nos presenta una historia mucho más dinámica, salpicada de eventos crudos, literales, que interpelan al espectador sin ambages. Así, aunque el tono es ominoso, sacrifica la tensión por el efecto, relegando a pinceladas nudos argumentales tan emblemáticos como la epidemia de la Demeter o el asedio al dormitorio de Lucy. El efectismo pasa por encima de cualquier otra consideración.

Una vuelta de tuerca más: todas las lecturas sexuales subyacentes que se han achacado a la novela, y cuya intencionalidad voluntaria o subconsciente todavía se debate, pasan a mostrarse en primer plano y sin medias tintas: bestialismo, homosexualidad, poligamia, necrofilia... El erotismo de la historia ya no es discutible, ni siquiera una evidencia, sino el motor de toda la trama. Porque el Drácula de Bram Stoker de Coppola es, para más inri, una historia de amor.

Podríamos seguir así varias páginas, pero no tiene sentido. Cualquiera que haya leído la novela y visto la película en un lapso de tiempo reducido podrá sacar cuantas infidelidades desee, casi tantas como en cualquier fantasía macabra de la Hammer en sus horas bajas. Entonces, ¿por qué ese subtítulo? ¿Hay cierto recochineo en el planteamiento de Coppola, algún ardid comercial? Desde luego, si este es el Drácula de Bram Stoker, el autor no estuvo muy fino a la hora de plasmarlo...

Y, a pesar de todo, creo que sí había un intento de fidelidad en la película. Al menos, de fidelidad al Drácula que en la mente de Coppola sugirió —o pudo sugerir— la obra de Stoker. No una transcripción, sino una búsqueda de lo que palpitaba bajo las páginas, adaptado, además, para el espectador contemporáneo. Por eso, el remedo de verosimilitud se trastoca en un escenario espectral más acorde con lo esperado por el público actual; por eso el erotismo chocante y retorcido que se pudo interpretar en el siglo XIX, entrelíneas, en la novela, se trasmuta en una continuada orgía desbocada de simbolismo y efectos especiales. Por eso, en definitiva, el protagonismo en la trama bascula hacia los pastos que habían quedado en la penumbra en el original.

Coppola intenta recrear, con su infidelidad, al vampiro que vislumbró en la novela, la tragedia no mencionada en el arquetipo, y, como su protagonista reinventado, no tiene reparos en desafiar a la máxima voluntad, al creador, para llevarlo a cabo. Ahora, que cada cual juzgue lo que ha conseguido.

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