Equinoccio Parte 2 de 2

Imagen de L. G. Morgan

Conclusión de este viaje al pasado de L.G. Morgan

 

Era entrada la noche cuando llamaron a la puerta con la señal convenida. André Bouvier y Dantés acompañaron a las dos mujeres tras los pasos de Hidalgo, que era quien había acudido a buscarles con uno de los escasos coches de alquiler que había en la capital. Cruzaron calles demasiado estrechas para cualquier vehículo hasta llegar a la de las Huertas, donde se hallaba estacionado el carricoche a la espera de los viajeros. Treparon al amplio habitáculo y el cochero azuzó a los caballos, que enseguida alcanzaron un trote ligero facilitado por la cuesta abajo. Alcanzaron el Prado de S. Gerónimo y se internaron entre fincas y huertos sombríos, por el camino de tierra que llevaba a casa de doña Mariana. Había ésta encargado a su doncella Marcela, a la cocinera y al mayordomo que pusieran la casa en orden para recibirles, de modo que esperaba que todo estuviera dispuesto para cuando llegaran. La noche era oscura y espesa como la pez, una luna raquítica y pálida se las arreglaba para disfrazar amedrentadoramente los contornos. El coche llevaba dos faroles en la parte de arriba, y el instinto de las bestias tenía que hacer el resto. No llevaban cubierta ni la mitad del camino cuando una voz bronca, salida de la oscuridad, les increpó: “¡Alto ahí!”, haciéndoles pararse tan bruscamente que los caballos protestaron entre relinchos.

Cinco individuos de mala catadura se habían plantado a todo lo ancho del camino.

—¡La bolsa o la vida! –gritó la misma voz de antes, mientras apuntaba la boca negra de un trabuco en dirección al cochero.

Otro de los bandidos, pues a buen seguro que lo eran, se acercó a una de las portezuelas del vehículo, mientras otro trataba de hacer lo propio por el lado contrario. Pero Hidalgo, tras intercambiar unas palabras apremiantes con André y hacer seña a Dantés, poniéndose de acuerdo, abrió de golpe por su lado, dándole al ladrón en la cara y tirándole al suelo. Luego desenvainó su espada con destreza y se lanzó con un grito contra el que parecía el jefe. Javier Dantés había repetido sus gestos con perfecta simetría, encargándose del tercer hombre que ya llegaba a su puerta. Pero este, que medio se esperaba el golpe, no cayó del todo, y se enfrentó al madrileño con el mismo desaforado ardor que si le fuera en ello la condenación eterna.

Casi a la vez el que encañonaba al cochero, viéndose en la mira de Hidalgo después de que este hubiera despachado a su oponente, disparó su arma, matando al hombre, y corrió en auxilio del quinto de los secuaces, que enarbolando dos largos cuchillos se echaba encima de Hidalgo desde atrás. Entre los dos le hubieran rebanado el pescuezo más temprano que tarde, de no ser porque Dantés, que había dado muerte al fin a su enemigo, corrió en su ayuda, equilibrando la balanza.

En la penumbra de los faroles todo se volvió confusión, chocar de aceros y gritos de dolor, sin dar indicio a los de adentro del coche sobre el curso de la refriega.

—¡Adelante! –gritó Bouvier, asomando una cabeza por la ventanilla, ignorando que el cochero yacía doblado sobre el asiento. Entonces lo vio–: ¡Maldición!, está muerto. Pero tenemos que continuar –dijo a las mujeres–. Ellos –señaló a sus hermanos de orden–, nos darán tiempo y nos cubrirán las espaldas. Voy a tomar las riendas –decidió.

—Espera –contestó Aslanta–. Yo lo haré. Será mejor que tú cuides de Lucie, ya que has comprometido en ello tu honor.

Sin dar tiempo a ninguna objeción salió del coche y trepó al pescante, maldiciendo para sí el engorro de aquella ropa prestada. Arrojó el cadáver sin contemplaciones y, con un alarido que hubiera hecho sonrojarse a la dama cuyo cuerpo poseía, fustigó a las bestias hasta hacerlas salir al galope. En su huida arrolló a uno de los bandidos, que quedó pisoteado en el suelo. Aslanta solo exclamó–: ¡Uno menos!, y siguió su camino como una de las furias de los infiernos.

 

Las dos mujeres se hallaban solas en el cuarto que se había dispuesto para Lucie y André Bouvier, y que comunicaba a su vez con un gabinete donde dormiría el muchacho. Para el servicio, el matrimonio compartiría los mismos aposentos, pero de puertas adentro la joven madre gozaría de la intimidad que requería su estado.

Aún no sabían nada de Dantés e Hidalgo. Solo podían confiar en que hubieran podido librarse de los bandidos y acudieran cuanto antes a la Quinta de las Palomas, que era como se llamaba la casa Robles. Aslanta se sentó al lado de la cama donde descansaba Lucie, y cogió un libro para leerle en voz alta, dispuesta a velar con ella todo lo que fuera necesario hasta el regreso de los hombres. Bouvier estaba abajo, vigilando la entrada. Había prometido avisarles en cuanto hubiera novedades.

—¿Sabes? –dijo Aslanta de pronto, clavando su mirada serena en la joven–, yo te vi morir. –Una expresión compasiva se pintó en su semblante y, con extrema dulzura, acarició la mejilla de la joven madre. Lucie se había quedado tan sorprendida por aquella inesperada declaración que no supo qué contestar. La druida continuó–: Luego vi tu alma y vi que era pura, que era blanca y clara como la luz del alba. Fue por eso, en gran medida, por lo que pude aceptar mi destino.

—¿Qué quieres decir, cómo pudiste verme morir?, ¿sucedió en Lugdunum, junto a mi hijo?

—No, tu hijo nació en Massilia, junto al mar, hallándoos de viaje. Después del parto, cuando Prisco comprobó que era un varón sano que cualquier robusta nodriza podría criar, mandó que te mataran. Tuviste una muerte espantosa, yo lo vi. Fuiste sacrificada ritualmente y tu sangre sirvió para bautizar a tu hijo, la primera sangre de las que, con el tiempo, le convertirían en lo que fue.

—Pero Aslanta, ¿cómo pudiste “verlo”? –insistió Lucie–. ¿Eres acaso una diosa?

Aslanta sonrió con dulzura, y una sombra de nostalgia pasó por su frente.

—No, amiga mía, nada de diosa –respondió con suavidad–. Solo soy una pobre mujer castigada con la maldición de las visiones. Porque eso es mi don, digan lo que digan, una diabólica maldición que me ha llevado lejos de los míos, para cumplir el mandato del destino.

—¿Pero por qué tu destino, querida, qué tiene todo esto que ver contigo y los tuyos?

—Verás, te lo contaré todo. Te revelaré mi historia y así tendrás un trocito más de este rompecabezas que, bien lo sé, ha llegado a tu vida con la fuerza destructora de una catástrofe. ¡Pobrecita mía! Arrancada también de tu hogar y arrojada a un mundo extraño, lleno de incertidumbres y peligros. Pero en tu caso y en el de tu hijo, es por vuestro bien, te lo juro.

Pues bien, esto es lo que puedo decirte. Sé que, después de mi tiempo, se dirá que mi pueblo no tenía escritura. Que nuestras creencias y certezas no se registraban por escrito. Mirarán al pasado y solo verán un puñado de restos dispersos que alguien fue transmitiendo oralmente en cada generación para conocimiento de la siguiente.

Pero todo eso no son más que falsedades, tergiversaciones que luego se han hecho, siguiendo el interés de otros poderes. Vosotros, los romanos, nos habéis sometido. Vuestros senadores y emperadores se han esforzado por derribar nuestros dioses y menguar nuestras tradiciones. Pero nuestros escritos sagrados, el Libro de Grian, el sol y el Libro de Gealach, la luna, han recogido todo lo que podía perderse, preservando la sabiduría de nuestros mayores y el poder de la Diosa. En mi futuro habrían llegado los cristianos, lo hemos visto en los trances, para acabar con todo lo que quedaba, en honor de su dios celoso e inflexible. Pero la hermandad de Hislibrix salvará nuestro espíritu. Hallarán una copia del libro de plata de la luna años después del tiempo de mis nietos, y algunos fragmentos del libro de oro del sol. Y los guardarán celosamente, lejos de los ojos del enemigo. Mas Tenebrum conseguirá robar el resto del libro de oro y lo quemará, sin dejar copia alguna. Y llegado un siglo más desde este en que nos encontramos ahora, se harán con el libro de plata y también lo quemarán. Yo he visto ese tiempo funesto. Y mi alma se ha retorcido de dolor en los caminos oscuros del trance, igual que si a mi cuerpo le hubieran clavado miles de hierros al rojo.

El dolor de Aslanta fue tan evidente que, en este punto, Lucie se incorporó y se sentó junto a ella, abrazando el cuerpo de doña Mariana hasta que dejó de temblar. Aslanta continuó con esfuerzo.

—Pero esto cambiará si cambiamos el destino de tu hijo. Él hará distinta a Tenebrum y nuestro saber se salvará. Con el tiempo resurgirá en otras creencias, en canciones y leyendas que pocos reconocerán como ciertas, pero que transformarán conciencias e inaugurarán una nueva era.

Las dos mujeres se quedaron un rato en silencio, compartiendo un sentimiento tan hondo que no requería palabras. Lucie rompió el hechizo.

—Y para eso, mi hijo deberá nacer bajo otros auspicios, ¿no es así?

—Así es. En Massilia habría visto la luz el día del Equinoccio. Aquí ha de suceder igual…

—Pero entonces –interrumpió Lucie sin poder contener su impaciencia–, ¿qué cambiará?

—Al cambiar de tiempo cambiará todo. En tu época el sol se proyectaba sobre la constelación y el signo de Aries ese día. Pero ahora, si mis cálculos no fallan, estará en Piscis. Bajo esa conjunción iniciará su vida de otro modo distinto, y habremos alterado su destino.

—¿Solo con eso? –preguntó Lucie, escéptica.

—No, no solo. Luego –sonrió la mujer celta–, tendrás que encargarte tú de darle otra vida. Tú y Bouvier, según me parece. –Ante la expresión atónita de Lucie, Aslanta prefirió cambiar de tema–: Pero eso es otra historia. La cuestión es que tú guiarás sus pasos de forma opuesta a como hubiera hecho su padre el cónsul. Pero debe ver la luz bajo el auspicio del pez, capaz de fluir como el agua y vivir en paz, en vez de luchar y enfrentarse a todo, como hace el carnero; para que su vida no sea una persecución de toda luz sino solo la protección de los secretos.

—¿Y qué nombre le pondremos, Aslanta? –añadió Lucie, cambiando de tema inopinadamente por una idea que se había cruzado de pronto en su mente. Para ella el significado y la fuerza de los nombres tenían gran poder–. Porque ya no es hijo de su padre, es hijo mío, y tuyo, y de Dantés.

—Está escrito que se llamará Alejandro –sonrió Aslanta con dulzura–. Pues es nombre de conquistador.

 

—Aquí tienes –dijo el padre Múgica, entregándole un paquete a Aslanta–. Las hierbas necesarias. Compradas en herbolarios de varios mercados distintos, tal como ordenaste.

A Aslanta no le pasó desapercibido el tono irónico con que Múgica había pronunciado “ordenaste”. Pero prefirió hacer caso omiso, no era momento para fútiles enfrentamientos de esa clase. Recogió el paquete y esperó a que el cura hablase primero.

—Ahora, el casamiento –dijo él con decisión–. ¿Está lista la mujer?

—“Lucie” –recalcó la druida– está preparada para el siguiente paso, aunque el momento del nacimiento está muy próximo y debemos zanjar rápidamente esta cuestión, para iniciar lo verdaderamente importante.

—Muy bien. Tú tráela abajo y yo avisaré a los otros.

Dantés e Hidalgo departían relajadamente con Bouvier en uno de los salones de la planta baja. Habían llegado al alba, apoyado Hidalgo en su amigo, arrastrando una de sus piernas, herida por arma blanca. Dantés había salido en cambio ileso, salvo algunas contusiones y un corte sin importancia en la mejilla. Habían puesto en fuga al único superviviente de la refriega, pero se habían visto obligados a capturarle y darle muerte, ante la consideración de que diera la alarma enseguida y les dejara sin tiempo bastante para acudir a la quinta y colaborar en su parte de la ceremonia.

—Es la hora –interrumpió su conversación un circunspecto Pedro Múgica, entrando en la sala y dirigiéndose a los tres–. Vayamos a la capilla. Lucie y doña Mariana bajarán enseguida.

Se trataba más bien de un pequeño oratorio, con un retablo alargado de pan de oro y un altar de mármol situado delante. Cada uno de ellos ocupó su posición: Bouvier delante, junto al cura. Y Dantés e Hidalgo uno a cada lado de la puerta, esperando para escoltar a las damas.

No se hicieron esperar, pocos minutos después se hallaban todos dispuestos delante del padre Pedro, que empezó la ceremonia en un latín que Lucie encontró exótico y curioso. Aslanta le había explicado por encima en qué consistiría todo, así que estaba preparada cuando llegó el “sí, quiero” y André Bouvier la miró a los ojos esperando con cierta turbación su respuesta, como si fuera un novio de verdad y ella la mujer que había ganado su corazón. Lucie sonrió sin darse cuenta. Era tan dulce su expresión, y tan galante, que le fue fácil a ella también olvidar dónde estaban y por qué hacían aquello, y fingió sin ningún esfuerzo esa escena de novela o de teatro que estaban representando sin más público que ellos mismos.

—Anotaremos la fecha exacta de un año atrás –explicó el cura una vez acabado el rito nupcial, mientras ponía manos a la obra y acababa de formalizar el documento que a los ojos de la ley convertía en esposos a Lucie y André–. Tomad –le entregó a Bouvier una copia–. Este otro papel irá a parar a los archivos de Hislibrix, para ser guardado allí por lo que pueda pasar.

—Y ahora, si todo está listo –le consultó Dantés con la mirada–, vayamos a brindar por los novios y a comer un trozo de pastel –sonrió ampliamente–. Nos lo hemos ganado. Así tomaremos fuerzas para lo que queda.

 

Dantés se paseaba nervioso, cruzando la habitación en un continuo ir y venir, tan angustiado como si ese niño que estaba a punto de nacer fuera el suyo.

Todo se había precipitado inexorablemente. Apenas una hora después del casamiento se iniciaron los dolores de parto. Aslanta tuvo el tiempo justo de disponerlo todo. La angustia reflejada en sus facciones les dejó claro a los demás, si bien logró ocultarlo con cierto éxito a la madre, que el asunto se había adelantado a sus cálculos y se planteaba con ciertas dificultades. De pronto se les presentó con gran viveza una posibilidad que no habían tenido en cuenta, seguros como estaban de las virtudes de su ciencia y la capacidad sanadora de la antigua druida. ¿Y si algo salía mal?, ¿Y si, pese a sus esfuerzos, no lograban dar con la fecha propicia o el niño resultaba ser una niña o…? ¡Quién sabía cuántas cosas más podían ir mal! Pero fue un momento de duda comprensible, pronto descartado.

—No es momento de pensar en otra cosa que no sean Lucie y el niño –dijo Dantés con firmeza, ahuyentando con un gesto las sombras convocadas sobre ellos–. ¡Fe!, queridos míos, tengamos fe ya que la razón nos asiste y nuestros fines son benéficos.

Y así habían llegado al momento decisivo. Aslanta había llenado el cuarto de Lucie de pebeteros donde ardían plantas aromáticas y depurativas. Había cocido una poción amarga que había hecho beber a la joven, y había preparado lienzos limpios y agua hervida en abundancia. Los hombres habían hecho los cálculos exactos que daban la hora en la que el pequeño habría de ver la luz; la misión de Aslanta era conducir el parto de modo que se cumpliera ese objetivo.

La joven madre gemía en voz baja, aguantando las ganas de gritar cada vez que se veía acometida por otro dolor. Tenía la frente afiebrada y el rostro pálido. Pero las contracciones se habían ralentizado en parte, debido a la poción de Aslanta, y eran más espaciadas que al principio. La druida no quería correr el riesgo de detener el parto, pero necesitaba ganar unas horas, justo hasta la medianoche, para que el nacimiento se produjera al otro día. Cuando hubiera llegado la hora, había prometido a Lucie algo potente que calmaría su dolor. Esa esperanza era lo que permitía a la joven mantener la entereza y garantizaba su paciencia.

Aslanta se detuvo en sus quehaceres bruscamente, había oído en el viento cascos de caballos al galope. Lucie se percató enseguida de que algo ocurría. Un par de minutos después se produjo el ataque.

Dantés y los otros no tuvieron tiempo de apuntalar los postigos o tomar cualquier otra precaución. Al amparo de la noche el enemigo cargó tan bruscamente que, para cuando lo oyeron, ya lo tenían encima. Dos disparos de mosquete hicieron estallar los cristales en la parte delantera, mientras en la fachada de atrás se escuchaban también impactos y el tintineo del vidrio roto.

¿Por qué no habían ladrado los perros?, ¿quién había abierto el portón de la finca? De no haber mediado la colaboración de alguien de dentro, hubiera sido necesario hacer explotar la puerta de hierro, sonido que habrían tenido que oír por fuerza. Alguien les había vendido. Pero, ¿quién? Fuera de ellos solo estaban Marcela, la doncella, y el guardés, Blas, que llevaba al servicio de doña Mariana decenios de probada lealtad.

Todo esto lo pensó Dantés en un abrir y cerrar de ojos, al tiempo que, con un rugido, se aprestaba a rechazar a golpe de acero al enmascarado que acababa de colarse en el salón por la ventana. A su lado oía los gritos y jadeos de sus camaradas, vendiendo como él cara su piel y derrochando coraje y garra, sabiendo todos que lo que estaba en juego trascendía en mucho sus mismas vidas.

—¡Defended la escalera! –gritó–. ¡Todos! Al vestíbulo.

Cerraron filas, Bouvier y él en el frente, Hidalgo y el pater al pie del último peldaño. Seis tenebritas se les oponían, igual de empeñados en transponer la marca que defendían, de lo que ellos lo estaban porque no fuera así.

Arriba, en la alcoba, Aslanta y Lucie habían imaginado lo que ocurría tan claramente como si lo estuvieran viendo. Intercambiaron una mirada decidida y la joven apuró de un trago el bebedizo que le ofrecía la druida. El momento había llegado, ahora había que luchar por que su hijo viera la luz sano y salvo mientras los hislibritas garantizaban su seguridad, apenas pasada la medianoche. Era un margen pequeño, entre la conveniencia y el peligro.

Quedaban tres hislibritas, mientras el enemigo se había visto reducido a cuatro. Pedro Múgica había expirado con una última plegaria dirigida a Dios prendida de sus labios exangües. Su habilidad con el acero era pareja a su entrega a la causa, pero ni una ni otra habían bastado para frenar la espada que le había traspasado el corazón. Claro que, antes de caer, se había cobrado la vida de su oponente, dejando un peligro menos para sus compañeros. Otro de los enemigos yacía muerto a su lado, víctima de la cólera de Hidalgo, que no había conseguido escapar no obstante, de una fea herida en el muslo derecho que debilitaba angustiosamente su posición. Bouvier se batía bravamente, usando como de costumbre una espada larga en una mano y un cuchillo más corto en la otra. Resultaba así un contrincante formidable, capaz de acabar él solo con la vida de los dos hombres que en ese momento le arrinconaban contra la balaustrada de mármol. Dantés confiaba en su pericia. Tampoco habría podido ser de otro modo, pues bastante tenía él con contener el ataque de un hombrón de oscuras facciones que le asestaba mandoble tras mandoble con la fuerza desatada de un oso. Y al mismo tiempo, intentar bloquear de alguna forma los avances del cuarto hombre, que atacaba a Hidalgo. Así que Bouvier tendría que arreglárselas por sí mismo. Un grito agónico de Hidalgo le metió aún más angustia en el cuerpo. ¡Ya estaba bien! Se lanzó a fondo contra el oso y le pinchó en las tripas. Una expresión estúpida se pintó en su rostro… justo un segundo antes de llevarse la mano al vientre con la incredulidad del que siempre se ha conocido poderoso y sin rival. Dantés aprovechó para rematarle de un certero tajo a la altura del cuello. La sangre le salpicó a borbotones, pero él apenas lo notó. Se había vuelto como una centella para auxiliar a su amigo herido. Se topó con Bouvier, que acudía con la misma intención, tras haber acabado por fin, uno tras otro, con sus dos adversarios.

Juntos, gruñendo su rabia, se lanzaron contra el tenebrita justo cuando se disponía a clavar su espada en el pecho de Hidalgo. Cayó con una risotada turbia de sangre, sabiendo que la sentencia que había firmado sobre el de Hislibrix era irrevocable.

—¡Aguanta, hermano! –le suplicó Dantés a Juan Hidalgo, tirándose al suelo junto a él y sujetando su cabeza en sus brazos. André se colocó al otro lado y cogió la mano del moribundo–. No te nos vayas ahora –lloró Dantés.

—Y tú no quieras lamentarte por lo que decide el destino –replicó este con un hilo de voz, sonriendo valientemente. Le acometió un acceso de tos y la sangre manó de sus labios–. Hemos vencido, eso es lo importante. –Luego irguió un momento la cabeza–: Escuchad –susurró–, él ha nacido.

Y con esas últimas palabras y una expresión de absoluta paz exhaló su último aliento.

 

En la cripta en penumbra los hombres y mujeres de Hislibrix se hallaban reunidos en silencio, en torno a los viajeros que iban a partir. El círculo había sido dibujado en su lugar, la copa había sido colmada, y la sangre y las palabras de todos habían sido vertidas sobre ella, las unas igual de importantes que la otra. El aire estaba cargado de humedad, de sudor y del aroma de las hierbas. En el atril el gran libro, el Libro del Tiempo, se hallaba abierto por la página número 100, la del Viaje, aquel en que estaban a punto de embarcarse Lucie, André y el pequeño Alejandro. Volvían a Roma, pero esta vez a la propia ciudad, tres años después del tiempo en que partió Lucia Lucila. Lejos de Domiciano Prisco y su poder, lejos de quienes habían podido conocer a la mujer. Serían comerciantes de Hispania, atraídos por la prosperidad de la madre de las ciudades a instalarse entre sus calles y sus gentes. Lucie había aleccionado a André durante los tres años transcurridos para que pudiera obrar y hablar como alguien de aquel tiempo y lugar. Todo había sido cuidadosamente previsto y subsanado.

Aslanta hacía tiempo que les había dejado. En cambio doña Mariana, ahora la esposa de Dantés y un miembro honorable de Hislibrix, les acompañaba en la partida como la madrina que a todas luces era para ellos.

Después del nacimiento de Alejandro las cosas habían empezado a cambiar para Aslanta. Una parte de ella sentía con creciente intensidad el poder de la oscura llamada, que iba cobrándose su fuerza y su espíritu. E igual de importante que esto, el alma de doña Mariana, aletargada durante aquel período intenso que les había reunido, despertó por fin, reclamando el cuerpo y la vida que le correspondían.

Una noche los sueños se llevaron a Aslanta. Al día siguiente despertó solo Mariana, una mujer renovada y el único testigo de la despedida de la mujer druida. Solo Mariana podía decir lo que había sido de ella, porque nadie más había estado tan cerca.

—Ahora es feliz –anunció con seguridad días después–. Y está entre los suyos. Nacerá en nueve meses, cuando el verano alcance su apogeo, y así su alma será devuelta a su destino.

—¿Dónde, dónde habrá de nacer –preguntaron Dantés y Lucie casi al unísono, unidos en su añoranza–, quiénes serán sus padres, cuál su pueblo?

—Será su propia hija quien la alumbre. Eso es lo que sé. Y será una sanadora tan poderosa como lo fue su abuela. O ella misma.

 

Les había dejado, sí, pero Lucie sabía que era solo una separación aparente, pues ellos estaban unidos más allá del tiempo y el espacio. Y su hijo era un poco hijo suyo, igual que lo era de Dantés y de su nuevo padre, André. Ahora, cuando llegaba el momento de la partida, los pensamientos de Lucie surcaban la distancia y se posaban en su amiga. Y le parecía sentir su compañía, dándole ánimos y diciéndole que no se preocupara, que todo estaba bien.

El Gran Maestre, vestido de blanco, dio comienzo a la lectura del Libro, y el círculo de fuego fue encendido alrededor de los viajeros. Entonces, del lado opuesto de la sala se acercó una figura vestida de negro. Era el Gran Guía, capitán de una de las dos facciones que existían dentro de Hislibrix, con los mismos poderes pero opuestas atribuciones que la facción blanca. El líder de Tenebrum Victori. Y llegaba a rendir pleitesía y jurar eterna obediencia a ese niño que sería con el tiempo su superior, el hombre que fundaría la nueva Tenebrum, y que en vez de rendir culto a la oscuridad empeñaría su vida en desentrañar sus misterios y proteger sus secretos.

El fuego creció y las llamas adquirieron un imposible color verde y oro, con pinceladas de un rojo ardiente. Las palabras del Libro surcaron el espacio. El Gran Guía desplegó el plano simbólico cubierto de insignias de las antiguas creencias. Se inclinó con profunda reverencia una vez más y arrojó el mapa a las llamas. Lucie sintió que su conciencia empezaba a diluirse en un mar de sensaciones confusas. Fijó su mirada en Dantés y aún pudo escuchar en su voz:

—No te preocupes, ahora los tres somos uno, Aslanta, tú y yo. Si las cosas se tuercen –sonrió con inefable candor–, allí estaremos. Pues recuerda… Uno para todos… Y todos para uno.

Sus palabras pasarían a la historia muchos años después. Un insigne y magistral escritor las convertiría en consigna para toda una generación de leales y verdaderos amigos.

Imagen de Ángeles Pavía
Ángeles Pavía
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Poblador desde: 04/06/2011
Puntos: 674

Me encanta este relato. Tiene un sabor muy especial para mí, y sobre todo, cómo no, me encanta mi personaje, Aslanta. Mil gracias de nuevo, Morgan. Es genial verlo también por aquí. 

 

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