El tiempo de las víboras

Imagen de Patapalo

Una ucronía de la mano de Patapalo

Cam estaba teniendo una adolescencia dura. Hacía tres meses había visto morir a su padre víctima de una rociada de gas venenoso. Su cuerpo se había convulsionado entre el fango hasta que, por fin, había expirado. Era una imagen que nunca podría olvidar.

Dos semanas atrás, su hermano Acán había salido a buscar venganza, ignorando las órdenes de todos los ancianos, obviando el sentido común. Por las noches, Cam se retorcía en el lecho, entre febriles pesadillas, intentando no imaginar qué final había podido tener. El vago espectro de la incertidumbre era todavía más cruel que el insistente fantasma de su padre. En el fondo de su corazón, Cam sabía que las víboras podían ser mil veces más malignas que el peor de lo hombres.

Con solo catorce años, el muchacho se había convertido en el nuevo cabeza de familia, y sus deseos de unirse a la guerrilla se veían obstaculizados por sus recientes responsabilidades. Tenía tres hermanos menores que dependían de él, de sus decisiones.

Recorriendo las alcantarillas en silencio, furtivo, intentaba ordenar sus pensamientos. ¡Si al menos su tutor no le hubiera hecho aquel encargo estúpido!

Abatido, se dejó caer sobre una gran losa que sobresalía de la corriente de agua hedionda. Por un momento se permitió cerrar los ojos y soñar. Diez mil años de dominación son demasiados hasta para un pueblo de carroñeros, se dijo. La gente tendría que despertar. Pero, ¿cómo ser el primero?

«El cerebro es nuestra mejor arma» sonó la voz de su tutor, el viejo Isaac, en su cabeza. «Ejercitarla es el único camino para encontrar la llave a la libertad, al paraíso perdido.»

Cam miró a su alrededor buscando una respuesta, pero solo encontró escombros, ratas y aguas fecales. La penumbra. El silencio. Hacía siglos que esas víboras no descendían hasta las cloacas. Ese era el único motivo por el cual aún no les habían exterminado como a tantos otros. Las sombras eran su exilio, su único hábitat.

El muchacho sacó el cuaderno del zurrón y empezó a garabatear algunos símbolos, pero su mano flaqueó enseguida. ¿Cómo iba a plasmar pensamientos en aquella lengua que no era de ellos? ¿No era reconocer de antemano que eran inferiores? Irritado, empezó a dibujar un hombre. Ellos no dibujaban hombres.

Entonces, a medida que los trazos empezaban a componer una silueta humana, una luz se encendió en su cabeza. ¿Su tutor quería su estúpida ucronía? La tendría. Si no podía tener el mundo que él quería, al menos lo soñaría. Después de todo, tal vez la mente fuera un arma más poderosa de lo que parecía.

Con trazo seguro, empezó a escribir las primeras palabras del ensayo.

«Hace mucho, mucho tiempo, cuando las víboras todavía no se habían desarrollado a partir de los grandes reptiles y los mamíferos éramos solo ratas, una gran estrella de fuego cayó en la Tierra y una gran nube de polvo se elevó de los suelos. Como castigo a su vanidad, todos los grandes reptiles perecieron, dejando el reinado de la tierra a los mamíferos. Ya nunca más tuvimos que escondernos bajo la tierra, humillados al papel de los carroñeros. El hombre y sus hermanos fueron señores, y se pasearon por la faz del mundo, bajo la luz de sol.»

Cam se detuvo por un instante y reflexionó sobre la idea. Estaba seguro de que su profesor la encontraría en exceso fantasiosa, pero no se le ocurría otra ucronía sobre la que quisiera escribir.

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