El descalabro Valdemar

Imagen de Jack Culebra

O de cómo cargártelo todo a base de diálogos

 

La herencia Valdemar

Estoy a punto de terminar de ver la segunda parte de La herencia Valdemar, cosa que haré por completitud, pero ya mucho antes podría haber abordado este artículo. ¿Por qué? Porque independientemente del resultado final, los diálogos en esta película se revelan desde el principio como un tiro en plena línea de flotación.

Sí, no voy a entrar en las licencias artísticas en torno a Lovecraft y su obra, por muchas aristas más o menos interesantes que haya o por lo descolocado que pueda resultar imaginarse al escritor de Providence como un viajero lleno de aplomo de visita por España. Tampoco en asuntos de estructura: no voy a hablar de conveniencia de distribuir la narración tal y como se ha hecho. O del equilibrio entre personajes, guiños, efectos especiales y dosis sentimentales. No lo voy a hacer porque no quiero distraerme del foco, no porque crea que no haya material para debate en estos puntos o cosas magníficas que resaltar, como la calidad de algunos escenarios —sí, algunos; la pseudoMoria no la incluyo—, la atmósfera creada o el preciosismo, por ejemplo, de los primeros créditos.

La herencia ValdemarTampoco voy a entrar en la calidad de los actores. Resulta evidente que no todos tienen la misma, que algunos consiguen lidiar con sorprendente acierto con sus papeles mientras que otros parecen sacados de la función de fin de curso. Además, ya esta disparidad muestra que algo falla en la propia escritura de los diálogos, no en su puesta en escena —que sería otro tema a tratar—, como también delata el que a nivel de expresividad facial y corporal salgan mucho mejor parados.

No voy a entrar en ninguno de estos aspectos porque me interesa, sobre todo, el diálogo en estado puro, esa herramienta convertida en una bomba de relojería que ha dinamitado un proyecto con muy buenas intenciones y a todas luces un nada despreciable presupuesto.

¿Qué pasa con ese diálogo en estado puro?

En primer lugar, que no han sabido pillarle el tono. Del mismo modo que la luz en la fotografía o los instrumentos musicales elegidos para la banda sonora marcan una pauta, el tono de los diálogos genera una atmósfera. Hay quien dice que en La herencia Valdemar son deliberadamente teatrales, pero eso es falso: en ocasiones buscan un estilo coloquial que se disloca con un vocabulario inadecuado. En otras, se muestra impostado y rompe el ritmo de la escena. Tampoco hay solución de continuidad, sino una quiebra total. Hay momentos en los que la parte decimonónica parece realmente decimonónica y otros en los que el anacronismo te da las mismas patadas que en las escenas del presente, si es que es tal presente. Incluso en los soliloquios se ve claramente que los actores no están cómodos.

Luego, las frases son artificiosamente largas. Incluso cuando los actores superan el escollo de parecer que las leen, muchas veces se pierden en ellas. ¿Y por qué son tan largas, tan tortuosas? Porque son explicativas. Parecen desvinculadas por completo de la imagen, denotan que el guionista, o quien demonios sea el responsable, tenía miedo de que el espectador no entendiera, que se perdiera en la trama, que pasara por alto algún detalle. El resultado es que este es sacado sistemáticamente de la historia. Se hubiera adelantado mucho si se hubiera dejado que cada uno improvisase sus líneas, al menos en parte.

Además, la intensidad tampoco está bien medida. Y sí, esto entra dentro de la escritura de los diálogos, no es parte solo de la dirección: son las acotaciones las que marcan cómo se dice lo que se dice, y el problema es que, si no están bien elegidas, la interacción entre personajes se va al carajo. En La herencia Valdemar, por duro que sea decirlo, da la impresión de que los personajes no hablan entre ellos, sino de cara a la pantalla.

Para terminar de arreglarlo, no hay coherencia en la elección de los actores ni de los acentos. Valdemar lo tiene pero el personaje no es extranjero. Crowley, por el contrario, ni la más mínima sombra. Y luego aparece Lovecraft y... encantadoramente yanqui. ¿Cómo se come esto? Ninguna de estas elecciones, per se, es errónea, pero en conjunto hacen que la suspensión de la incredulidad del espectador se tambalee. Y que eso pase en una película es malo, pero en una película de terror, sobre todo de terror atmosférico, es nefasto.

La lástima de todo este asunto no es solo que un proyecto de gran potencial se vea comprometido ya desde sus primeros compases, sino que la solución era más que sencilla. Encontrar un autor de terror que escriba buenos diálogos, y en castellano, no es tan complicado. Y, además, cuesta cuatro duros.

La herencia Valdemar

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