Mensenktet

Imagen de Patapalo

Un relato de terror marino ambientado en el universo de Espejo Victoriano

13 de agosto 1866

Vientos favorables. Despensa bien surtida. Equipaje disciplinado y curtido. No hay signos de enfermedades entre la tripulación. Lechien parece un contramaestre competente; habla con fluidez árabe, inglés, griego y, por supuesto, francés. Suficiente para hacerse entender entre los hombres. La goleta solo tiene un defecto: su nombre pagano. Pero es de mal agüero rebautizarlas, así que se quedará como está. Los palos son sólidos, el velamen, amplio, está bien calafateada y tiene un perfil marinero. Creo que llegaremos a Marsella según calendario previsto, quizás antes. Dios nos guarde.

14 de agosto 1866

Inventario terminado. La carga está bien estibada y no parece haberse movido durante la tormenta de esta noche. Por fortuna, la tripulación hizo bien su trabajo al cargar en El Cairo. He cambiado los turnos de vigilancia, pero no creo que fuera culpa de Ahmed ni de Rachid que nos pillara desprevenidos. Cuando me acosté no había señal en el horizonte que hiciera pensar que podía asaltarnos una tempestad tan virulenta. Lechien está de mal humor aunque no tenga razones para ello; la tripulación ha respondido bien. El resto del día la navegación ha sido tranquila. Reparaciones leves en el bote salvavidas. Dios nos guarde.

15 de agosto 1866

La carga sigue en perfecto estado de revista. No hay rastro de infiltraciones en las balas de algodón de la bodega inferior. En la segunda bodega, los cajones de antigüedades permanecen bien cerrados y amarrados. No me gusta la disposición elegida por Lechien pero parece estable. Me recuerda a las ruinas de los templos junto al Nilo. Hay algo inquietante en su geometría. Malsano. Los hombres están de un humor festivo. Ayer cantaron hasta tarde. El contramaestre no ha hecho nada, pero no me atrevo a mencionar el tema. Creo que es un hombre iracundo y podría ser contraproducente. La vela desgarrada ya está lista para ser utilizada de nuevo en caso de necesidad. Bote calafateado. Dios nos guarde.

16 de agosto de 1866

Mala noche. Mar agitada. Los cantos de los tripulantes me han desvelado. Luz mortecina todo el día, cielo encapotado. Anuncia tormenta en el horizonte. He tenido una discusión con Lechien pero ha encajado bien la reprimenda. El inventario de la segunda bodega es exhaustivo: estatuas de diversos tamaños, vasos canopios, varias cajas de esculturas de terracota, estelas funerarias en arenisca y granito, bajorrelieves, ajuares funerarios, dos cajas de momias de gatos y la pieza principal. Me pregunto quién demonios puede querer estas cosas en Europa, pero el armador paga bien por el transporte. En Marsella me buscaré otro destino. Me tienta el Atlántico. Dicen que en Nueva Orleans hay muchas oportunidades ahora que ha pasado la guerra. Un hombre en la enfermería con fiebre. Dios nos guarde.

17 de agosto de 1866

He ordenado a Lechien que encuentre al marinero que ha estado tocando la flauta esta noche. Cuando averigüe quién es, haré que lo azoten hasta despellejarlo y lo dejaré en el primer puerto donde recalemos. El enfermo no ha dejado de aullar en sueños, excitado por la melodía de ese maldito pagano. No pienso tolerar episodios así en mi barco. Si no es capaz de dar con el culpable, será él quién desembarque. Es su responsabilidad como contramaestre. La marejada sigue. El insomnio me pesa.

El sarcófago es de una gran belleza. La difunta debió de ser de una gran belleza. Sus grandes ojos están llenos de melancolía. Pienso en mi Louise. Hace tanto tiempo... El olvido es como una bruma que anega el pensamiento. He vuelto beber. Las noches son largas y el sueño no llega. Dios nos guarde.

18 de agosto de 1866

Los hombres me miran de soslayo. Están cansados después de tres días batallando con la mar. Lechien tampoco ayuda. Me rehuye y baja los ojos cuando lo abordo. No parece capaz de mantener la disciplina por más tiempo. A mediodía ha habido una pelea entre los marineros árabes y los chipriotas. Si no hubiera intervenido, habrían llegado a las navajas, pero no me lo agradecerán. Ahora me veo obligado a restringir sus raciones. No hay tierra a la vista. Bajo este cielo plomizo a veces tengo la aprensión de haber perdido el rumbo. No me fío de los instrumentos. Tampoco del timonel. Es francés también, como Lechien.

En la bodega hay paz. La princesa Kha'emet me brinda refugio en su corte silenciosa. Son hermosos sus custodios. Me alegra que estibaran la carga dejando un espacio central para el sarcófago. Es una conveniente muestra de respeto. Estos días me ahogo a bordo, me siento oprimido en el camarote. Otro hombre ha sucumbido a la fiebre. Confío en que no sea tifus. Dios nos ampare.

19 de agosto 1866

Los hombres han exigido que pongamos rumbo a la costa. No he podido confesar que no sé dónde se encuentra. Los he devuelto a sus puestos a golpe de látigo. No volverán a tomarse tantas libertades por mucho que Lechien se muestre permisivo. Si es necesario, tiraré a uno o dos por la borda y destituiré al contramaestre. La disciplina es imprescindible. Indispensable. Necesito a todos los hombres. Tres más han caído presa de la fiebre.

El oficio religioso ha sido breve. Las palabras no acudían a mi boca. He leído un pasaje del Libro de Job. Creo que han murmurado durante el servicio. Dios se pronunciará sobre su impiedad. Todos hemos de comparecer ante él para que nuestros pecados sean juzgados en la balanza. Más ligera que la pluma ha de ser el ánima del difunto para que el tránsito no nos lleve al abismo donde el fuego devora y habitan los demonios. Que Dios nos ampare.

20 de agosto de 1866

Alguien ha entrado en la segunda bodega. Ha dispuesto trece ratas formando una suerte de estrella. Decapitadas. Es un número de mal agüero. Debería sentir rabia por esta profanación, pero no consigo enfadarme. Me siento sonámbulo, como si caminara en un sueño extraño. Hay una suerte de lógica torcida en el modo en que han colocado los despojos de esas alimañas. Adecuado. Encajan con la iconografía de la gran Kha'emet. Ella sonríe. Los hombres murmuran.

He evitado hacer referencias a este episodio. Mejor guardarlo en secreto. La tripulación solo consiente en hacer guardia por parejas y el ritmo necesario para cubrir los turnos está consumiendo sus fuerzas. La navegación no es eficaz. Nuestro rumbo se extravía entre nubes grises y bancos de niebla. Me faltan hombres. Siete deliran en sus hamacas, anegados por la fiebre. Que Dios nos guarde.

21 de agosto de 1866

Ha sido una masacre. Los cuerpos estaban despanzurrados por toda la cubierta, por las bodegas, los camarotes, hasta los botes salvavidas y las cofas estaban manchados de vísceras y sangre. No han sido los dos gatos que subimos a bordo en El Cairo; son incapaces de una tal ferocidad y, además, no han vuelto a salir de la cocina, de la alacena donde encontraron refugio cuando comenzaron los chillidos. No, los que han destrozado a todas las ratas de a bordo forman parte del cortejo de la princesa. Kha'emet no soportaba más la presencia de alimañas en el barco. La comprendo.

Los hombres estaban pálidos, espantados, temblorosos como cachorros, pero no he podido evitar reírme de ellos. Su ignorancia es cómica. Ninguno ha sabido replicarme. Por qué iban a echar de menos a las ratas. Su exterminio ha sido una bendición. Demos gracias al auténtico Dios por ella. Los vientos vuelven a ser favorables, la quilla hiende las aguas con decisión, segura de la derrota. Por las noches, los hombres ya no deliran a causa de la fiebre: elevan cánticos de buenaventura y plegarias de agradecimiento. Oh, Señor, vela por nosotros; grandes e insondables son Tus designios.

22 de agosto de 1866

Lechien osa desafiarme. Lo he oído conspirar con otros tripulantes. En árabe, en turco, en griego. Usa las lenguas que no comprendo para evitar que me dé cuenta. Ignora el poder de mis aliados. Ignora que puedo leer en su rostro, en su alma, en sus ojos. Soy señor y amo de este navío, lo llevaré a su destino porque así ha de ser. Kha'emet la grande cruzará los horizontes hasta el reino que no muda y permanece. Yo soy su escabel, su esclavo y su más fiel servidor.

Ese maldito francés no ha querido comer de mi pan y beber de mi vino. Ha fingido malestar, él y sus adeptos, para rehusar la cena. Su astucia no lo librará del justo castigo que espera a su desobediencia. Esta noche siete aullaban las virtudes de nuestro Amo. Cuando se cierna el crepúsculo sobre nuestras cabezas, serán trece los que alcen alabanzas a los cielos. Que el dios de los abismos del tiempo, el mar y las arenas nos guíe en esta hora tardía.

23 de agosto de 1866

Han tentado mi asesinato. Han venido con hachas, cuchillos y fuego para acabar conmigo como si fuera un perro rabioso. Sabían dónde encontrarme. No en mi camarote, no en la cubierta. Junto a la princesa está mi lugar en esta travesía entre tinieblas. Su guardia felina les ha plantado cara, pero eran demasiado grandes, demasiado fuertes, contaban con armas y determinación. ¡Qué impío desperdicio! ¡Qué vana destrucción! Han privado a la magnífica Kha'emet de sus mascotas, pero no podrán olvidar su perfidia: los que no han sido marcados por las zarpas y los colmillos tendrán la huella indeleble en sus almas por el resto de sus días.

Después de destrozar a los pobres animales se han vuelto hacia mí para darme muerte. Entonces han llegado mis hermanos. Somos trece. Somos guerreros. Somos ungidos. Somos eternos. Somos destrucción. Ante nuestro empuje han tenido que batirse en retirada. El horror anidaba en sus ojos. Lechien ha atravesado mis tripas con un bichero. Necio. Ni aun así ha conseguido derrotarme. Me he reído en sus barbas y no han podido evitar escapar como cobardes. El dolor es lacerante. Pero el viaje no ha terminado.

Mis hermanos terminan de extraer las vísceras de mi vientre. He de interrumpir la crónica. No es el momento todavía. Kha'emet me necesita. Yo soy el piloto, la llave, el timón.

24 de agosto de 1866

No todos han conseguido escapar en el bote. Cuatro aguardan el sacrificio. No es sangre suficiente. Habremos de pescar algunos tiburones. El umbral está sediento. Las olas se crispan pero no se abren. El cielo clama pero no brinda. No hay lluvia. Los relámpagos solo son un eco de truenos en la lejanía. No obstante, nuestros cánticos ya no se interrumpen, las flautas resuenan en las cubiertas movidas por el mismo viento. Los prisioneros lloriquean, puedo sentir sus almas crepitar como brasas excitadas por el fuego. Servirán. Han de servir. Ningún puerto puede acoger ya este barco.

Miran con espanto mi cuerpo cubierto de vendas. No comprenden la nueva vida que se abre ante mí. El auténtico poder que han imbuido en esta modesta envoltura carnal los antiguos sortilegios. Kha'emet está ansiosa. Hoy se ha incorporado en el sarcófago. Ya queda menos, princesa. Pronto se abrirá el pórtico, pronto cruzaremos el umbral. Que Aquello que aguarda más allá de las tinieblas abra Su seno para Sus devotos.

25 de agosto de 1866

La pesca ha sido provechosa. Siete peces martillo, dos tiburones blancos. Han acudido atraídos por nuestra sangre. Ahora colean enloquecidos por la asfixia. Dispuestos en círculo sobre los cuatro traidores que no lograron escapar estimulan el pavor de estos hasta el paroxismo. Mi látigo saja la carne de los grandes peces y los baña con una lluvia de sangre aún tibia. La rabia, la desesperación y el odio son palpables, modelan el aire en torno al ara de los sacrificios. Kha'emet se pasea entre las víctimas con la elegancia de una diosa, aunque sea solo la concubina de los horrores que moran más allá del entendimiento. Sombra, tiniebla, hierro, fuego, frío. Es tan hermosa... Desearía abandonarme a la cópula de ese cuerpo marchito y seco, pero no soy digno ni de ser azotado en su presencia. Su carne muerta y fajada emana poder puro, es como la llama que anima el pebetero y esparce el aroma de las esencias en el templo. Las mismas deidades se excitan cuando agita sus miembros y murmura en su lengua muerta y quebradiza como el papiro.

El momento se acerca. La luna brilla, brilla y rasga el velo del firmamento. La barcaza se eleva. Se tambalea, algo se iza a la cubierta. Monstruo o dios, parece complacido con nuestra ofrenda. Su rostro no es un rostro sino una charca cambiante de fertilidad enloquecida, es el lodo primigenio del Nilo, la posibilidad siempre cambiante del universo, la chispa de toda vida retozando en la descomposición de la muerte. Me inclino ante nuestro señor Seth y me encomiendo a sus caprichos. Él sabrá qué hacer de nuestras desdichadas existencias.

26 de agosto de 1866

Kha'emet ha desaparecido. También Seth. Son apenas vagos recuerdos en mi memoria, imágenes demasiado poderosas para terminar de borrarse de mi retina pero ajenas a mi mundo en este momento de abandono. El amargo sabor de la mumia se agazapa en la base de mi lengua, entre los dientes, en la garganta, contamina mi paladar. Revuelve mi estómago y lo tortura con sus dedos ardientes para que le brinde más, un poco más, lo suficiente para continuar el viaje. Me tambaleo por el barco, pero sus cubiertas están vacías, ya no hay nada en él. Solo yo. El capitán. El último en abandonarlo. No quedan ni las ratas.

Sobre mí se balancean los cadáveres putrefactos de nueve tiburones. El hedor es insoportable. Resulta difícil de creer que lleven colgados ahí el tiempo suficiente para haber sufrido una tal descomposición. Resulta difícil de creer, también, que hayamos podido pescarlos. Ya no hay tripulantes en pie. Uno de los árabes está crucificado en el timón; es poco más que el despojo de un cadáver picoteado por las gaviotas. Tres chipriotas forman un macabro triángulo consolidado por una guirnalda entretejida con sus propias tripas. Sus manos impregnadas de inmundicia anuncian quiénes la han tejido: ellos mismos. Tres marineros se balancean de las vergas como espantajos movidos por el viento, aunque sea la marea quien los mece en un baile sin fin.

En el interior del navío la atmósfera resulta todavía más malsana. Es casi sólida, densa como la sangre de un difunto. En sus dominios entreveo a nuestro cocinero, su propio brazo sobre una tabla de cortar, seccionado, en parte troceado, en su otra mano un cuchillo de carnicero. La mirada perdida. En sus labios, una sonrisa. No le dedico ni siquiera una mirada. Ya no cabe más espanto en mi cuerpo. Continúo mi camino hasta la segunda bodega, hasta el templo de la cruel Kha'emet. Ahí están los otros cuatro marineros, arrodillados. Inmóviles. Fijados en el tiempo como estatuas de carne. Sobre sus espaldas cargan con el sarcófago cubierto de oro de la princesa. Sin embargo, ya no hay rastro de ella. Su momia ha desaparecido. Se ha ido. Sin nosotros.

¿Por qué tendría que haber sido de otra manera?

He visto elevarse al Mensenktet sobre las aguas encrespadas de la mar, he contemplado cómo alzaba el vuelo cual si fuera un ave fantástica. Majestuoso. Terrible. Bello y hórrido al mismo tiempo. He presenciado la cópula impía del grandioso Seth y su sacerdotisa muerta. He escuchado los cánticos y también la respuesta que llegaba desde más allá de los límites del hombre. He oído la melodía, he formado parte de ella. Y ahora estoy roto, quebrado.

Los vendajes de mi abdomen están teñidos por la ponzoña que rezuma mi vientre desgarrado. Puedo sentir su olor a descomposición. Impregna hasta la última fibra de mi cuerpo enfermo. El regusto de mumia en mi boca se desvanece y deja tan solo el eco de una mala borrachera. Pronto no seré más que un moribundo. Luego, un cadáver.

¿Por qué no estamos al otro lado del umbral? ¿Por qué no ha naufragado por completo este maldito navío? ¿Por qué se nos ha privado del acceso, y de la muerte, y del olvido?

Me derrumbo, carente de energía, entre los restos del cargamento que sacamos de Egipto, como ladrones, aprovechando la marea nocturna. Ya no veo la magia subyacente que los anima. Son solo vasijas viejas y rotas, como mi propio cuerpo. El sortilegio se ha desvanecido. Solo queda el dolor y la desesperación. Me acurruco entre dos cajas consciente de que ni las ratas estarán ahí para devorarme. Incluso eso se nos ha negado.

Me invade un enloquecido deseo de reír. Quiero encomendarme a Dios, a un dios, pero he renegado del de mis padres y aquellos que he contemplado con mis propios ojos me han abandonado como el despojo inútil que soy. Esta desesperación no tiene fondo. Es más profunda que el abismo. Me pregunto cómo he podido sucumbir a una seducción de esta naturaleza y el sabor de la mumia vuelve a mi boca como la lengua ávida y lasciva de una amante. Kha'emet. La fe. El deseo.

Siento arcadas. Y el vacío.

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