Demonios y magia

Imagen de Destripacuentos

Análisis de este suplemento para Stormbringer que, si bien estará descatalogado desde hace años, bien merece un artículo por su importancia “histórica” en mi afición

Cuando los juegos de rol de verdad –los editados por, valga la redundancia, editoriales- empezaron a menudear por mi ciudad natal, supe que, un día u otro, tendría que darles una oportunidad. Sí, nuestros “juegos de imaginación” ya iban adquiriendo un cierto bagaje y empaque gracias, sobre todo, a la inagotable imaginación infantil, las fotocopiadoras (y la paciencia para hacer colage de los quiosqueros) y los sugerentes libros de elige tu propia aventura serie negra -y los más avanzados libroaventuras-; pero precisamente esa evolución nos hacía ver claro que había algo más allá.

 

Fue así como me dirigí a la librería de al lado de mi casa, la París, la de toda la vida, y me puse a hojear aquellos extraños volúmenes. Entre todos los que habían recibido –creo que ni los mismos libreros sabían muy bien por qué- hubo uno en concreto que me cautivó de inmediato: “Demonios y magia”. Todavía no he entendido muy bien por qué, puesto que Das Pastoras nunca ha sido santo de mi devoción y el inflado demonio azul con leve parentesco con los Grahluk tampoco parece determinante en la cuestión. El caso es que aquella portada me sedujo. Puede que se debiera a que el guerrero en taparrabos arrojaba, contra todo pronóstico, unas estrellas ninja –tipo de extravagancia que siempre nos permitimos en los citados juegos de imaginación-. Quién sabe.

 

Contenidos

 

El equipo formado por Larry Ditilio, Arno Lipfert, Kevin Freeman, Mark L. Gambler, Lynn Willis y Sandy Petersen nos brindaron un suplemento con dos míticas aventuras (“La isla del hechicero” y “El Círculo de Terciopelo”) y tres ayudas de juego: las Runas de Rathdor, una lista de objetos mágicos y un bestiario para completar el del libro de reglas. Todo venía con una leyenda a modo de sello de calidad –La presente obra ha sido aprobada y autorizada por Michael Moorcock- que, aunque no tenía mucho significado para los que no habíamos leído nunca al famoso escritor, dejaba entrever algo importante en aquellos albores de los juegos de rol.

 

Las ayudas de juego eran algo peculiar. Las Runas de Rathdor, aunque muy sugerentes, no resultaban nada claras a la hora de introducirlas en el juego. Como sabrán todos los que jugaron a Stormbringer, el sistema de magia pasaba por demonios, elementales y dioses. Añadir el nuevo elemento de las runas desequilibraba todo de un modo muy azaroso, como parecía ser el gusto de los diseñadores. No era nada, no obstante, que un poco de buena voluntad no pudiera solucionar.

 

Los objetos mágicos ya eran harina de otro costal. Cada uno era tan sugerente que se podía extraer de él una aventura propia: la varita de atadura, el brazalete de justicar, el Cristal de Almagorath, el Trono de Mordaga, los Globos de Almas de Kolos Thr’n’ar… parecían susurrarte su propia historia. De este último, de hecho, llegué a escribir una aventura que seguramente acabaré enviando a la página.

 

El bestiario tenía también su gracia, aunque en un mundo como los Reinos Jóvenes, donde por un descuido brujeril te pueden aparecer unos cuantos seres totalmente peregrinos, resultaba un poco innecesario, especialmente en el caso de los unicornios. Supongo que este tipo de apéndice se debía más a la voluntad de los diseñadores de recopilar todas las criaturas nombradas por Moorcock que a una utilidad real.

 

Quizá lo más peregrino fuera, no obstante, el barco que aparecía dividido en dos páginas al final del libro. Supongo que lo pusieron porque a la famosa isla del hechicero se iba por mar, pero ni el barco era un birreme ni un knorr, ni llevaba balistas ni catapultas, ni valía para gran cosa (amen de que nadie en su sano juicio hubiera abierto el libro lo suficiente para fotocopiarlo ni, menos aún, hubiera recortado aquellas hojas; nadie se imagina lo que hemos ganado los roleros con internet). Paradójicamente, las reglas sobre navegación salieron en el siguiente suplemento, “El octógono del caos”. Y con el mismo barco.

 

Las aventuras, eso sí, eran magistrales. Quizá un poco difíciles de jugar sin matar a demasiados PJs, pero magistrales.

 

La isla del hechicero

 

Esta aventura es, para mí, el paradigma de la aventura de incursión y saqueo. Sin duda es uno de los tipos de aventura más extendidos y de los peor planteados –por regla general-. Normalmente, uno llega a un sitio y se pone a zurrarse con lo que pilla y a evitar las trampas de turno sin mirar mucho el escenario. Aquí ocurre todo lo contrario. Uno va mirando el escenario y cuando toca dar caña la da con el convencimiento de que no es la excusa sino la consecuencia.

 

La isla que da nombre al módulo, creada por un poderoso brujo melnibonés en el albor de los tiempos, se ha convertido en su tumba y, al mismo tiempo, en una trampa mortal. Enviados por una misteriosa comisión de encapuchados, los aventureros tienen que averiguar si el brujo ha vuelto a la vida. Lo que encontrarán en la isla responderá a todas las expectativas del aventurero por excelencia: tesoros, violencia y aventura en un fascinante ambiente tropical.

 

Además, la aventura incluía unas sencillas pero interesantes reglas para combatir en la oscuridad que, más adelante, se incluirían en la pantalla del director de juego, así como las características de un nuevo demonio que se saltaba a la torera todos los parámetros de creación de demonios que venían en el manual básico. La única pega que le encontraba al módulo era la carencia de mapas útiles, que hacía bien farragoso seguir los pasos de los aventureros por los subterráneos. Al final opté por hacerme uno propio y me llevó lo suyo, doy fe.

 

El Círculo de Terciopelo

 

Si “La isla del hechicero” es la aventura de incursión y saqueo por excelencia, ésta es el mayor exponente del tipo viaje. Aunque al principio me costó digerir lo de terciopelo (“¿En serio?”, pensaba yo con mis diez años, “¿de terciopelo como la ropa?”) y algún mal rato lo de las tipas en top-less, creo que ha sido la aventura que más satisfacciones me ha dado.

 

Jugarla, como ocurre muchas veces, no fue ni la mitad de bueno que prepararla una y mil veces. Aquel verano no leí otra cosa. Los escenarios eran de lo más evocador, los personajes carismáticos hasta el extremo –lástima que sólo fueran a valer para una aventura, pensaba yo, inocente- y la trama en sí formidable. Desiertos, ciudades enteras convertidas en lupanares, incursiones por el mítico bosque de Troos… todo tenía cabida en este formidable desafío. El modo de unir a la compañía de jugadores al inicio de la misma, sencillamente magistral.

 

Creo que fue la primera ocasión en la que me di cuenta de cuán interesante podía devenir un módulo con un buen trasfondo detrás, algo que afectase no sólo a los escenarios, sino a los personajes que transitasen por ellos.

 

Edición

 

Interiores en blanco y negro, ilustraciones de Das Pastoras con armaduras inverosímiles que, todo hay que decirlo, marcaron un modo nuevo de concebir la fantasía en mi cabecica, ayudas de juego cuando menos falta hacían (que pusieran mapas de la tumba en el Círculo de Terciopelo y no del propio círculo o de los subterráneos de la Isla del hechicero clama al cielo), buena maquetación, DIN A4 (que no encajaba con el tamaño del manual básico) y unas lujosas tapas duras hacían que este libro valiera lo que costaba, y más. Un magnífico trabajo editorial que me alegra conservar en buen estado.

 

Conclusiones

 

Supongo que hay material sobre el que ya no tiene mucho sentido escribir análisis. Dudo que se reediten estas aventuras tanto como que alguien vaya a ponerse a rastrear un “Demonios y magia” por el inconmensurable océano internáutico.

 

No obstante, valga este artículo como homenaje a un trabajo bien hecho y que tantos buenos momentos me ha brindado. Espero que algún día se pueda disponer de este material de nuevo, quizás en formato .pdf. Quién sabe, el mundo del rol tiene mucho que decir todavía.

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