Vacaciones tropicales

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Un relato de FAGLAND para Catástrofes naturales

 

 

No, yo sé que no es frecuente que una persona se asuste por el parpadeo de una luz o el rumor de un grifo abierto, pero tampoco es frecuente que todos los vecinos se duchen a la vez o vean el mismo programa en la tele. Cosas de la vida cotidiana, dice Ana.

 

Debía estar especialmente saturado, porque me pareció bien pasar todas las vacaciones en unas islas paradisiacas, de esas que vienen en todas las agencias de viajes. En ese momento, habría aceptado ir al Caribe o al mar muerto; lo que no quería era pagar peajes, consultar los mapas de carreteras, juntarme con otras parejas españolas que quieren hacer las mismas visitas guiadas, esperar a que me sirvan un té helado a la hora exacta… antes de que me diera cuenta ya estábamos cogiendo un avión.

 

Llegamos a la República dominicana en sólo doce horas y me canse del hotel, la playa y la pulserita a las veinticuatro. Después de una semana en cuba, empecé a encontrarme mejor y mi mente maquiavélica planeó un viaje sorpresa en avioneta a una de esas islas desiertas de las que siempre se habla. Un viejo me siguió la corriente y cuatro horas después sobrevolábamos el Caribe con el ruido de la hélice acompañando nuestros pensamientos.

 

El piloto, que era mi compinche, descargó nuestras mochilas con el viejo gorro de aviador en la cabeza. Se quitó unas gafas que parecían de la segunda guerra mundial y se despidió con un billete de cinco euros en la bandolera y una sonrisa en los labios.

 

No se oía nada y mi mujer preguntó por el alojamiento. Montamos una tienda de campaña donde suponíamos que no llegaría el agua y nos fuimos a la playa. Dejamos dos toallas a la sombra de las rocas y aprovechamos la marea baja para mojar los pies en la arena. Las olas nos eran esquivas, pero qué podía esperarse después de una tormenta de verano. El caso es que nos alejamos tanto y la arena era tan blanca que me descuidé y corrí como si pisara la alfombra roja de uno de esos glamurosos festivales de cine. Ya, ya sé que siempre hay que andar con cuidado.

 

Si cierro los ojos aún puedo recordar esa carrera: los pies hollando la arena burbujeante, la espuma, las algas y la maldita piedra. Puedo ver todo esto, sí, pero sólo cuando la habitación está a oscuras y tengo puesta la puñetera venda y los tapones para los oídos. Entonces me retuerzo de dolor recordando el crujido de los huesos, el primer paso en falso, el tobillo anestesiado. Ella gritó mi nombre y me alcanzó en seguida, estaba preocupada. Yo tenía sangre en los dedos del pie izquierdo y maldije hasta que alcancé la arena seca. Por mi propio pie, por supuesto.

 

Llegamos a las rocas y pensé que todo pasaría con una cerveza y un plato de comida caliente. Tenía un frío horrible, estaba tiritando y encima algún desgraciado había robado nuestras cosas. ¿Qué valor tenían para nadie? ¡Ninguno! Hay ladrones en todas partes, dice Ana.

 

Al día siguiente mi humor cambió: ya no estaba enfadado o cabreado, aunque sí tenso. No apartaba la vista del suelo mientras paseábamos por la isla. Fui el primero en querer escalar las rocas y ver una panorámica del lugar. Conseguí que fuéramos por la tarde. Nos pusimos ropa cómoda y subimos poco a poco. Yo lamenté no haber traído unas buenas botas de montaña, pero por lo menos tenía mis playeras; mi mujer llevó unas de esas sandalias artesanas de cuero envejecido. Recién compradas, como no.

 

Cuando llegamos arriba, el sudor se me había mezclado con la crema protectora y un mosquito había superado las dificultades y me había picado en el cuello. Mi mujer estaba aún peor, o así me lo parecía, tenía un aspecto horrible. Sus piernas estaban plagadas de puntos rojos. Llevaba pantalones pesqueros, pero debía haber hormigas carnívoras. El cubano me había engañado, porque dijo que apenas había insectos. Los granos pueden ser una simple alergia.

 

Bueno, trataré de resumir. Vaciamos la cantimplora esperando el ocaso y desentumeciendo los huesos. Los dedos de mi pie chasqueaban artríticamente y la nariz me cosquilleaba anunciando los estornudos. El mar, el cielo, la arena… todo estaba vacío, pero no lo podía disfrutar a gusto porque algún desgraciado nos había robado las toallas. Pensé que se lo haría pagar.

 

Bajamos con la ayuda de una linterna. Mi mujer me hizo prometer que no volveríamos a subir y yo conseguí convencerla para que me dejara ir a la cara sur de la isla. Era obligado explorarla entera, por muy grande que fuera. Podía haber alguna cabaña de madera, de esas que usan los nativos listillos para vender provisiones a las parejitas. Estaba casi seguro de que la isla era un picadero oficial para turistas, peor que el más sucio de los antros de la habana.

 

Para comer sólo había traído unas latas de conservas y un campin gas. Encima no conseguimos encenderlo porque venía con una bombona gastada. Fue la primera vez que maldije aquellas vacaciones. Lo único bueno era que conservaba mi navaja suiza. Abrí una lata y comimos sardinas y bebimos una botella de ron. Esos cubanos saben lo que es una buena bebida, tengo que admitirlo. No es bueno beber tanto. Sí, Ana, en esto estamos de acuerdo.

 

Al día siguiente no me quedaban ganas de caminar, pero como odio desdecirme, anuncié que me iba a explorar la otra cara de la isla mientras mi mujer se daba un baño. Me dolía muchísimo la cabeza. Debía tener una buena resaca. Nada más llegar a la zona frondosa perdí toda la orientación que me quedaba. Fui dando tumbos, apartando esas ramas tan largas que tienen las palmeras y pinchándome las manos con los troncos llenos de agujas. Deben ser los árboles más desagradables del mundo; ni siquiera sueltan algo de fruta.

 

Seguí y seguí hasta que pude intuir el mar a lo lejos. Lo alcancé con la leve luz del crepúsculo. Miles de estrellas parpadeaban allí arriba, pero no había cabaña, ni nativos, ni siquiera una zona donde echar el anzuelo. Volvía a tener hambre y sed, pero no tenía más agua. Allí hasta los charcos son salados. Traté de despejarme dándome un chapuzón y traté de abrir los ojos bajo el mar. No sé porqué lo hice si ni siquiera había arrecifes de coral. Me quedé dormido en la arena y ya amanecía cuando desperté. Hasta se me había secado la ropa.

 

Pensé que mi mujer estaría cabreada, así que a la clara luz de la mañana traté de alcanzar algún dátil en las palmeras más cercanas. Recordé las escaleras que usaban los nativos. Incluso había visto a algún atrevido trepar hasta arriba con las manos desnudas, pero el tronco de una palmera es espinoso como un cactus. Creo que ya lo he dicho. El caso es que me abstuve de imitar el comportamiento de un mono. Como había sido mínimamente previsor, traía una de las varillas que habían sobrado al montar la tienda. La usaba a modo de bastón, mucha gente usa palos para subir al monte. Así que até la varilla a mi navaja y me sentí como el protagonista de esos clásicos videojuegos cuando pinché cuatro dátiles maduros.

 

Se me había pasado la resaca, pero el tiempo vuela y no regresé hasta casi el mediodía. Mi mujer se puso histérica: me gritó, me dijo que estaba loco, que por qué tardaba tanto. Mi escapada sorpresa ya no tenía gracia. Aguanté la bronca porque ella tenía razón, no nos vamos a engañar, pero ya me habría gustado pegar cuatro voces. Lo estaba deseando.

 

Pasé todo el día malhumorado y el tiempo pareció acompañarme, porque el cielo se nubló y comenzaron a caer unas gotas. La cosa fue a más y el agua llegó a entrar en la tienda. No pudimos pegar ojo. A medianoche, el viento empezó a soplar realmente fuerte y tuve que agarrar la estructura de la tienda para que no se viniera abajo. Pasamos miedo y tiritamos de frío, pero sabíamos que a la mañana pasaría el viejo a recogernos.

 

Cuando salimos de la tienda, caía una lluvia fina que recogimos como pudimos para poder beber algo de agua potable. No teníamos comida y aunque todo ello era una verdadera aventura, tampoco teníamos ganas de bromear. Cuenta como fue el viaje de vuelta.

 

¡Ay! La avioneta llegó a media tarde. El anciano se disculpó diciendo que le había sorprendido un temporal. En ese momento me puse muy furioso. Le dije que debió avisarnos cuando sabía que no podría haberlo hecho. Le acusé de robarnos las toallas cuando él nunca las había visto… creo que le golpeé.

 

Después insistió en que esperáramos a la mañana, pero yo quería volver cuanto antes. Él tenía la paciencia infinita de los de su tierra. Nos ofreció un montón de comida que devoramos. El temporal había remitido, estoy seguro. Cálmate. Bueno, entonces traté de dialogar. Caía una lluvia fina, así que el anciano y yo acordamos volver esa misma noche. ¿No es así?

 

 

 

Ana me miró. Llevábamos una semana hablando de lo mismo. Ella dejó de hacer preguntas al segundo día, pero yo insistía en repetir la misma historia. Todos los temas de conversación me llevaban a aquella horrible noche.

 

—Así es —dice Ana—. Os sorprendió una tormenta tropical muy fuerte, algo inusual para aquella época. El piloto era viejo y no tenía licencia. Él hizo todo lo que pudo, pero la avioneta se rompió al aterrizar. Eso es lo que pasó y no fue culpa de nadie. Ni siquiera hay registros de una tormenta similar en esa zona. Ya sabes que hay mucha gente que está como tú, o peor. Otros siguen en estado de shock- suspira- Mira, te lo repetiré: si os hubierais quedado en la isla, estaríais todos muertos. Encontraron todo hecho un desastre, las rocas se habían derrumbado, las palmeras estaban esparcidas por toda la playa, la hierba era un cenagal, incluso encontraron las piquetas de vuestra tienda y trozos de tela rasgados. Lo mejor que pudisteis hacer fue marcharos de allí.

 

—Puede que sí —admito resignado, mis manos se aferran a la silla—. ¿Cuándo podré volver a casa?

 

—Ya sabes que nadie te retiene aquí. Fue tu mujer quien insistió en que vinieras a tratamiento. Ella se recupera bien, pero no puede valerse por sí misma. Ni tú tampoco —me mira fijamente, sus ojos verdes son muy bonitos, pero su rostro está muy serio—. Todavía no, ten paciencia.

 

Me sobra la paciencia, he aprendido a tenerla; aunque aún hay una cosa que me sorprende: es saber algo y necesitar oírlo una y otra vez. Toda la semana me ha rondado la misma inquietud por la cabeza. ¿Qué había pasado con el anciano? ¿Y el resto de turistas? Son dos preguntas que me acechan como moscas hambrientas, pero no hay forma de cambiar eso. Siempre pasa con las preguntas que no tienen respuesta; y con las preguntas cuya respuesta es demasiado dolorosa.

 

—Me habría gustado despedirme de ese anciano. Era un buen hombre —sonrío—. Una cosa más, añado con melancolía- ¿Encontraron las toallas?

 

Ana cierra el cuaderno. Hoy no ha apuntado nada, pero su expresión es menos inescrutable que los otros días. Creo que hay menos tensión entre nosotros.

 

Por lo que a mí me toca, espero dejar la venda y los tapones a un lado y dormir tranquilo esta noche. Quizá me tome un trago a la salud de aquel viejo, de Ron, por supuesto.

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magnus scheving
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Puntos: 381

Mejor que el de la ría, par mi gusto. Yo lo hubiera titulado "Doctor, estoy hecho una braga"

Un poco alocado, y al final, con las dos Anas, un poco confuso.

Por cierto, ¿cuántos relatos enviaste? ¡Qué abusón!

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FAGLAND
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Envié estos dos, Magnus. Gracias por leerlos.

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Easton
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Lo he visto un poco flojo. Por momentos leía acontecimientos que pasaban y no sabía hacia dónde iba la historia. El elemento catástrofe natural creo que debería haber tenido más presencia, no sólo decir que hubo un temporal, sino narrar el temporal en sí, el viaje en helicóptero con sus dificultades y el momento en que el helicóptero cae. Eso le habría dado más fuerza al relato.

Por otro lado, el papel de la mujer en la historia, es poco más que presencial. Podrías haber prescindido de ello o haberle dado más protagonismo.

Como puntos buenos, la narración en primera persona te ha quedado bien. El narrador se hace cercano.

Estas son mis impresiones. Espero que sirvan de algo pero, en cualquier caso...son sólo eso, mis impresiones.

Un saludo

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