La balada de Barnabas Schreiner

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De cuando el mercenario sudafricano entró en contacto con el culto de Cam y su vida errante dio un vuelco insospechado.

 

De todos los objetos que había ganado jugando a las cartas esa noche, aquel diario de cuarteadas cubiertas de cuero se le antojaba el más obsceno. Dándole vueltas distraídamente entre sus manos no dejaba de preguntarse quién sería capaz de apostar su propio diario o, peor aún, uno que no le perteneciese. A juzgar por la caligrafía, el librito no pertenecía a John Doe; aquel rufián tendría el agridulce sabor de haberlo equiparado a una libra y haberlo perdido de todas formas. Barnabas, además de unos ases en la manga, tenía ahora un dilema. Por un instante pensó en arrojarlo a la chimenea de la taberna y, así, librarse de él: en la mala racha que atravesaba lo último que deseaba era una especie de señal que rompiese el tedio, ya que estaba mucho más a gusto navegando en una botella. Entonces, antes de que pudiera decidirse a desembarazarse de la incómoda cuestión, aquel tipo se acercó a su mesa.

 

A mediados del siglo XIX no era raro encontrar gente de lo más variopinto en las Cabo Verde, pero quien le hablaba no encajaba siquiera en la Cidade Velha. Llevaba una túnica de saco y extraños tatuajes -culebras, pensó Barnabas- cubriéndole cada centímetro de la piel descubierta. Curiosamente, nadie parecía reparar en él; era como si las miradas resbalasen sobre el recién llegado y se perdieran en las sombras. Precavido, el mercenario se reclinó en su silla para poder volcar la mesa de una patada, si se terciaba, y se preparó para escuchar lo que tuviera que decirle. El hombre, sin dejar de sonreír, le arrojó un cuchillo a la cabeza.

 

El gesto desató algún reflejo atávico, y un instante después estaba en el suelo, rodando hacia atrás por el propio impulso, mientras la cuchilla vibraba en un poste a sus espaldas.

 

—Ach gruñó, demonios.

 

La taberna se había llenado de gritos y movimiento. Las lámparas oscilaban lanzando confusas masas oscuras a diestro y siniestro, y Barnabas no conseguía localizar a su agresor. ¿Dónde diablos...? Arrancó el cuchillo del poste y se tomó un momento para ver por dónde escapar. Una ventana entreabierta, al fondo de la sala, parecía la mejor opción. Avanzó hacia ella, vigilante del creciente caos, sin acertar a ver al tipo de la túnica. Maldito fantasma de la Navidad pasada...

 

En la calle los gritos de la taberna llegaban amortiguados. Aquella paz no tenía nada de tranquilizadora, parecía anticipar una emboscada. Las retorcidas calles de la ciudad portuguesa eran el escondrijo perfecto para un asalto. Ni mejores ni peores, pensó, que cualquier otro rincón del mundo, al fin y al cabo. Siguió caminando, pero algo le impedía apresurarse. ¿Te has cansado de vivir, viejo canalla? Aquella voz le sacaba de quicio. Odiaba su conciencia.

 

Continuó la marcha. Varias sombras le acechaban, pero decidió ignorarlas: su asaltante no tenía mucho que ver con esos pobres diablos espoleados por las faminas que habían asolado la isla. Era un depredador, no un carroñero. Barnabas se sacudió el guardapolvo y se alejó con paso tranquilo hacia su alojamiento, una pensión cerca del puerto, evitando el olor del miedo; carroñeros o no, podían resultar letales si se les daba pie. Se encendió un cigarro y, tras una mirada desafiante, reemprendió la marcha.

 

Bajó por la Rua do Curaçao, dispuesto a olvidar el asunto, pero sentía una punzada en la nuca que le fue distrayendo. Sin darse apenas cuenta, se fue alejando del trayecto previsto hacia los Buracos d'Escravos. Una idea tomaba forma en su cerebro, así como la certeza de que el tipo le seguía todavía. ¿Quién había podido mandar un asesino tras su pista? No era muy conocido en las Cabo Verde... Además, llevaba ya un tiempo fuera de circulación.

 

Los ojillos curiosos que no le habían perdido de vista desde la taberna se fueron multiplicando en aquel rincón de la ciudad. Más y más agujeros blancos abriéndose a pozos de miseria; los parias eran señores donde nadie se adentraba, y los dos intrusos, las distancias acortándose, llamaban la atención como faros en la noche. Noche cerrada como boca de lobo.

 

Barnabas se puso a cantar. Entonó una vieja tonadilla que había aprendido de un arponero portugués aficionado a los cuentos de viejas. Hablaba de diablos en la noche, de brujas, de hechizos, de males de ojo, de rituales y de respetos... de marineros que venden almas para encontrar el camino de vuelta a casa. Su voz, templada con un fuerte acento bóer, despertó mil ojos más en las sombras, un jurado asfixiante que no le perdía la pista.

 

El mercenario se detuvo en una explanada entre chozas que hacía las veces de plaza. Hizo una pequeña reverencia a un viejo demacrado y pintarrajeado sentado en un portal y se dio la vuelta. Entonces le vio, expectante, silencioso: el encapuchado le había seguido hasta aquella telaraña de sombras. No habría, entre los cien pares de ojos, un sólo testigo válido para las autoridades. La discreción de la masa. Barnabas sonrió y dejó caer el cigarro. Había reparado en el objeto que llevaba su agresor escondido en la túnica: el diario. Así que era eso, pensó. Gato saciado. Era el momento de rezar por que la curiosidad no degenerase en un empacho.

 

Se acuclilló despacio, con cuidado, como si contemplara una cobra. Ésta desenvainó un largo cuchillo curvo. Como un rayo, cien sombras se le lanzaron encima, sepultándolo en una maraña de músculos sudorosos y violentos. Barnabás intentó que no se le acelerara la respiración mientras masacraban frente a él a aquel tipo. No quería, bajo ningún concepto, mostrar miedo. Bien sentado en un nido de alacranes, masculló alguna maldición privada.

 

Cuando el sonido de los huesos quebrados cesó, cuando ni siquiera la entrecortada respiración del extraño levantaba ningún eco, Barnabas susurró en portugués:

 

—Hombre santo, mañana me embarcaré al alba. Solicito tu bendición.

 

—Llévate ese libro maldito contigo, vagabundo. Te servirá de salvaguarda le replicó el anciano descarnado.

 

El sudafricano se dejó ungir con ceniza la frente, dejó unas monedas de plata al viejo y se levantó con parsimonia. Dio media docena de zancadas y se situó junto al cadáver sanguinolento. Notó el viscoso tacto al recuperar el librito, pero no dio muestras de asco ni de duda. En silencio, escrutado por cien pares de ojos, se volvió por donde había venido. Despacio. Hasta que no llegó a su cubil no respiró tranquilo.

 

Allí se echó un buen trago de aguardiente y abrió el diario por la primera página. Bitácora de William Bristol. No, no era la caligrafía de John Doe. Se preguntó si estaría encendido todavía el fuego en la cocina.

 

También cuánto le darían por devolver ese libro.

 

Más de lo que vale tu pellejo, viejo canalla. Más de lo que vale tu maldito pellejo.

 

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Raelana
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Un relato con mucha tensión, que casi se puede palpar. La persecución me ha tenido en vilo todo el tiempo. El detalle del libro me ha chocado un poco, me he quedado con las ganas de saber de qué iba ese libro y porqué es tan importante (quizás el título del libro debería decirme algo, pero la verdad es que no me dice nada :s ). Y la recreación del ambiente es muy buena, me ha parecido estar leyendo una vieja historia de piratas.

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Nachob
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Bueno, creo que debe tratarse del inicio de algo más grande, y como tal consigue cautivar la curiosidad del lector.

El estilo cuidado propio tuyo, aunque en algunas ocasiones se me ha hecho algo confuso, tan dado como soy al prosaicismo.

En todo caso, lleno de inquietantes detalles, de sobrecogedora trama y de un halo perturbador que invita a esperar con ganas la continuación.

Muy bien, como no podía ser menos.

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