Nuestra generación, la de las personas nacidas entre los 50’s y los 80’s, ha sido testigo de cómo la sociedad ha desarrollado una conciencia orientada hacia la ecología y el medio ambiente.
Representamos a la generación ambiental, concretamente en Occidente, donde se ha manifestado entre las diferentes culturas una empatía con lo indígena, lo antiguo, el reciclaje y el aprovechamiento de los escasos recursos. Hemos renegado del consumismo voraz –por lo menos de palabra– para pasar a defender a la Madre Tierra. Proliferan los cultos y las religiones de antaño, en que el sentimiento hippie nos invitaba a ser uno mismo con los entes naturales. Se ponen de moda el céltico, el new age y los cánticos africanos, noruegos y maoríes. Se promueve la creación de parques ecológicos, como la Fortaleza Maorí en Nueva Zelanda o la Riviera Maya en la Península de Yucatán. Se desarrollan nuevos estándares y modelos económicos que impulsan a las empresas a alcanzar una armonía ambiental que le consiga el título de empresa eco-responsable y que le permita entrar a una nueva generación de industrias.
Y junto con esta nueva conciencia, miles de testimonios, historias y leyendas son rescatadas del olvido para enseñar a nuestros hijos y a nosotros mismos las atrocidades cometidas antaño que nos impidan volver sobre nuestros pasos. Nos han contado las historias de la paloma viajera y de la cabra bucardo, de cómo fueron extinguidas por la mano del hombre, ambas de forma sistemática y con el objetivo de saciar la demanda de un mercado de consumo.
Una de estas historias, poco conocida por la mayoría, es la del alca gigante, alca imperial o simplemente pingüino. Los habitantes del Mar del Norte le conocían como geirfugl, que significa ave lanza y los habitantes de las Galias penwyn, que significa cabeza blanca en gaélico. Un ave charadriiforme de la familia alcidae que fue una de las especies más abundantes de los fríos mares del Ártico, y se encontraba distribuida a lo largo del Atlántico, desde las costas de Florida hasta Groenlandia, en Escandinavia, Islandia, las Islas Británicas y hasta en lugares como Marruecos y las Islas Azores.
Se le conocía desde la época clásica del Imperio Romano. Los habitantes de Europa y de América del Norte las cazaron con perseverancia, hasta agotar seriamente su población. Aprovechaban de ellas su carne, sus huevos, su gruesa piel y plumaje y sus picos, que eran gruesos y rígidos y los utilizaban como utensilios de cocina o decorativos. Desde la prehistoria, estos animales fueron constantemente acosados y su incapacidad para volar los convirtió en presas fáciles del depredador humano.
A finales del siglo XVI, esta ave estuvo casi extinta en la Europa continental y en América del Norte, solo se le podía encontrar en abundancia al norte de Nueva York. Esto debido al excesivo consumo de los indígenas y marinos que encontraban deliciosa tanto la carne como los huevos, aun cuando varios naturalistas que llegaron a probarla describían su sabor como un atroz y desagradable bocado. Llegó a ser un espécimen tan raro que, cuando se capturó uno en Kiel, provocó furor, pues no se había visto ninguno en el Mar Báltico en décadas.
Curiosamente, la misma voracidad del hombre por obtener ganancias, salvaba la vida a los últimos individuos que quedaban de esta especie en Islandia, en la isla de Geirfuglasker –en islandés Isla de los Pingüinos, Isla de los Geirfugl o Peñón del Gran Alca –. La iglesia de Utskala se había adueñado del paso a las rocas costeras que eran el hábitat de las alcas gigantes, y eran vías peligrosas para cualquier embarcación, además de que esta iglesia cobraba una buena cuota por utilizar este paso. De esa manera, una ruta de alto riesgo y un negocio de poca rentabilidad se convirtieron en los mejores aliados del alca gigante hasta 1813.
Fue esta fecha la que marcó el principio del desenlace en la tragedia de una de las aves más prolíferas del mundo. En Europa y África se desarrollaba la guerra que libraban el Imperio Francés y sus aliados, contra la coalición liderada por el Reino Unido. Dos barcos bajo el mando del capitán Peter Hansen arribaron a las costas de Geirfuglasker, sin respetar los privilegios de la iglesia y se dedicaron a cazar alcas durante tres días, en plena temporada de anidación, llevándose una “cosecha” de varios cientos de ejemplares que serían dedicados al abastecimiento de tropas. Desde esta fecha, el alca se volvió un animal sumamente raro, aunado al terremoto de 1830 que sumergió la isla y provocando que los últimos supervivientes buscaran nuevos hogares.
Tal fue el caso de un alca que llegó pocos meses después a la costa irlandesa, que fue cazado, disecado y vendido en Inglaterra. Otros supervivientes del hundimiento alcanzaron a llegar hasta las costas de Groenlandia, Noruega y otras islas de Islandia, donde no se les conocía o no se les había visto en muchos años. El final para todos estos valientes fue el mismo: fueron cazados para consumo o para adornar salas de caza, de trofeos o comedores. Pero unas pocas parejas aún se aferraban a desaparecer e hicieron su hogar en la cercana isla de Eldey, una pequeña isla vecina a Geirfuglasker. Allí, las alcas gigantes comenzaron a aparearse y a restablecer de nuevo su viejo hábitat.
En 1838, el ballenero Forkäns amarraba en Kierkjevogr, con noticias de que quedaba una colonia de alrededor de unos ciento cincuenta individuos de alca, lo que despertó el interés de muchos coleccionistas en toda Europa. Ogtar Jováns, un cazador aficionado de Reykjavik pagó 15 coronas a los marinos del Forkäns por una piel de alca gigante para su colección de animales raros. Rápidamente, la competencia comenzó a notarse: en Francia, Inglaterra, Alemania, Noruega, Islandia y hasta en Estados Unidos, cientos de aficionados ofrecían sumas cada vez más altas por la piel, huevos o ejemplares disecados.
En tan solo dos años, a finales de 1840, la diezmada población de alca gigante, heredera de los supervivientes de las matanzas de 1808 y 1813, y del terremoto y posterior hundimiento de Geirfuglasker, había sido completamente aniquilada en varias expediciones. En una sola expedición nocturna, Vilhjalmur Hakonársson, capitán del Forkäns, había capturado quince ejemplares, entre machos, hembras y crías, y varias docenas de huevos en período de incubación, mismos que vendió en varios países a coleccionistas que pagaban una buena suma por cualquiera de estos objetos. Cuando llegó a casa de Carl Siemsen, un adinerado excéntrico de Reykjavik, le notificó que ya no había más alcas gigantes en la zona de Eldey.
Hakonársson hizo su agosto y se retiró a vivir a su casa en Oslo, celebrando su nueva fortuna con la compra de una flota de dos barcos balleneros y la instalación de un sistema de postas. Salía a pescar por breves temporadas a las frías aguas del Báltico, dejando en paz a Eldey, ese frío e inaccesible montón de rocas a cierta distancia de Islandia. Varios de sus antiguos clientes, entre ellos el mismo Siemsen, comenzaron a conjeturar sobre la existencia de algunos ejemplares que no fueron capturados por los pescadores en Eldey o tal vez crías que se las arreglaron para llegar a una edad que les permitiera sobrevivir.
Pero el recuerdo de Eldey se avivó a mediados de 1844. Ciertas personas de un conservatorio de Dinamarca ofrecían la exorbitante suma de cien coronas por una piel de este animal, si fuese posible que alguien pudiera conseguirla. Siemsen actuó como agente intermediario y convenció a su amigo Hakonársson para que emprendiera una nueva expedición a Eldey por si pudiese encontrar algún ejemplar que haya pasado desapercibido. El viejo marinero, con una buena riqueza y muy poco que perder, se embarcó de nuevo con una tripulación de doce, el 4 de junio de 1844.
Durante dos días completos vadearon las costas de Eldey sin resultados, atormentados por el oleaje y el frío. Con los nervios entumecidos, los músculos rígidos, temblorosos y cansados, los marineros contemplaron frente a las rocas del punto más alejado de Eldey a dos leyendas con el valor de dos fortunas: con un nido y empollando un huevo, entre las gaviotas y otras alcas pequeñas, sobresalían dos aves de gran cuerpo, aproximadamente de un metro, con su piel oscura y dos grandes manchas blancas en la cabeza. Los últimos ejemplares de geirfugl, el alca imperial, se negaban a perecer y a ser archivados en las colecciones taxonómicas y los libros de biología. Eran dos individuos de buena edad, grandes y robustos, que criaban un huevo y que, en pocos minutos se convertirían en la ciudadela de la cruel guerra por la supervivencia que el humano obligó al alca a emprender.
Los nombres de los tres marinos que bajaron armados con garrotes por las dos últimas criaturas de esta especie quedaron registrados: Sigurdr Islefsson, Ketil Kentilsson y Jon Brandsson. La hembra escaló unas cuantas rocas antes de quedar arrinconada contra un muro, donde fue muerta. El macho resistió unos minutos contra Bransson, pero un ave de un metro que se mueve torpemente no tiene muchas posibilidades contra un bravo marinero armado con una vara. Fue presa fácil. El huevo estaba agrietado, no se supo si por la pelea o si ya estaba así antes de la llegada de los marinos; lo único que se supo fue que Kentilsson lo arrojó al mar. En cuestión de segundos el alca gigante se había convertido en un animal extinto, pasando a ser tan solo un recuerdo. Hakonársson dio un sorbo a su infusión en señal de victoria y dio la orden de zarpar a Reykjavik para llevar los ejemplares a Siemsen. Cuando estuvo frente a éste, le entregó a los animales muertos y la dirección a donde tenía que enviar el dinero. Siemsen manifestó su pesar a Hakonársson por haber capturado únicamente a dos especímenes, y el pescador también manifestó su pesar, pero por no haber recibido dicha oferta hacía unos diez años.
Varios años después, el científico noruego H. Stuwitz realizó una expedición a la isla de Eldey, para estudiar el viejo hábitat del geirfugl, movido por la historia, tal vez escuchada en los puertos islandeses, sobre esta majestuosa leyenda. Pero en Eldey no encontró gran cosa, por lo que decidió visitar otras islas cercanas con la esperanza de encontrar restos de alcas del hundimiento de 1830. Estaba vadeando lo que él creía la isla de Fogo cuando, al bordear un cabo contempló montones de restos de excrementos, plumas y esqueletos fosilizados de aves que se iban acumulando desde épocas inmemoriales. Pero lo que más le maravilló fue una formación rocosa artificial que se encontraba unos cientos de metros más adelante. Se trataba de los corrales de piedra con que los antiguos pescadores islandeses los aprisionaban para regresar por ellos posteriormente y que utilizaban como rastros. Entonces se dio cuenta de que en realidad estaba en la isla de Geirfuglasker, que había emergido tal vez no hacía mucho tiempo. Allí, Stuwitz recolectó información más que suficiente para conocer sobre las costumbres y características del alca gigante y las salvajes matanzas que el humano dirigió contra ellos. Después de varios días de investigación, Stuwitz, sentado sobre uno de estos corrales, observando con detenimiento una docena de momias de alcas despellejadas, en el ancestral hogar de estas grandes aves, y tal vez impulsado por la mano justiciera de la historia, tomó hoja y pluma y escribió: “en un amanecer de 1844, quizá entre el 2 y el 5 de junio, por mano de Islefsson y Brandsson, murieron las dos últimas alcas gigantes del mundo, unos animales maravillosos que el hombre siempre consideró raro”.
Un artículo muy triste, pero muy interesante e importante. Es impresionante constatar cómo en el siglo XIX se perdieron especies en ese auge de la explotación industrial del mundo. Una auténtica pena. De alguna manera, resulta todavía más doloroso ver que, por poco, podríamos haber conocido estos animales. A ver si, al menos, aprendemos la lección.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.