El club de los poetas muertos, ¿un clásico contemporáneo?

Imagen de Jack Culebra

Ayer volvía a ver, como tantas otras veces, esta formidable película de Peter Weir, y me surgió la pregunta al darme cuenta de su carácter atemporal

Hay películas que envejecen más o menos bien, y otras, las menos, que simplemente no envejecen. En un medio como el cinematográfico, donde la calidad de la imagen y los efectos especiales han tenido un peso tan grande, esto es algo que en ocasiones olvidamos: que hay obras que, independientemente de los medios con los que se rodaron, se resisten a que el paso del tiempo les deje huella alguna, sobre todo si es nociva.

 

El primer requisito, a mi parecer, es que la obra muestre maestría en su dominio (incluso aunque éste sea un despropósito: estoy convencido de que hay obras intemporales también en lo más bajo de la escala de calidad cinéfila), y El club de los poetas muertos lo cumple largamente. Rara vez se ve un reparto tan inspirado, tan hábil y tan creíble. No hay actor, por secundario y pasajero que sea su papel, que no aguante como sólida argamasa para el conjunto de la película; por no hablar de las impresionantes interpretaciones de los actores principales, donde Robin Williams, Robert Sean Leonard y muy particularmente -a mi parecer- Ethan Hawke hacen vibrar al espectador.

 

Luego, hay otros factores más o menos importantes, de los cuales en El club de los poetas muertos me han llamado la atención particularmente dos: lo universal de la historia y el marco histórico, cercano pero no estrictamente contemporáneo.

 

La importancia del primero salta a la vista. Hoy, mañana y hace cien años, los adolescentes son, serán y eran adolescentes. Y, claro está, no nos es difícil conectar con sus sueños, sean un reflejo de los que tuvimos o de los que todavía tenemos. Creo que tampoco nos es extraña a ninguno la fascinación de encontrar, en esas edades tan cruciales, a un personaje inspirador, sea profesor, tutor, amigo o cualquier otra figura equivalente. Una de las primeras escenas de la película, la que sirve de excusa para presentar al profesor Keating, deja muy claro este particular, y con mucho más estilo del que pueda conseguir por mucho que me lo proponga en este artículo, cuando muestra cómo se gana la atención del auditorio hablándoles en su propio "idioma".

 

Curiosamente esta escena -cuando se presenta la idea del Carpe diem- es un guiño en sí misma al otro elemento que, creo, apuntala El club de los poetas muertos como una obra que no envejecerá: su marco, aunque cercano, es ya "histórico". No mucho: el filme es de 1989 y la ambientación de los años 50. Y los jóvenes ya hundidos en el pasado frente a los que encarnan el reparto, del siglo XIX (de la época de la fundación del internado que sirve de escenario). Deliberadamente, Tom Schulman decide hablar a los jóvenes de su hoy (años noventa) a través de los de otra época (años cincuenta), y no sólo resulta efectiva la jugada, sino que, al desmarcarse de los lastres implícitos a toda mirada excesivamente mediatizada por cercana, consigue que el mensaje se mantenga fresco veinte años después.

 

El club de los poetas muertos no servirá particularmente como ejemplo de la época en la que fue filmada más allá de por la acogida que tuvo en su día, puesto que es un metraje que se podría haber realizado en cualquier otro momento. La belleza intrínseca de sus cuadros, de sus composiciones, de sus ritmos, de sus diálogos... bien podría quedar matizada por el blanco y negro, por tal definición de calidad de imagen, pero no sería más que un simple matiz sin la más mínima importancia.

 

La magia que rebosa escapa del paso del tiempo. Sigue emocionando como el primer día, y hubiera emocionado antes incluso si se hubiera rodado (y concebido) anteriormente. Ajena a modas y épocas, brilla eterna como muestra de la historia perfecta sobre la importancia de una presencia inspiradora en el crecimiento de los seres humanos. Memorable.

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