La mano del señor

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juanpcastillo
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La mano del señor
Me visita cada noche. Nunca una ausencia; nunca impuntual. Es un señor de edad madura, 50 años quizá. Las canas platean su cabeza y unos ojos tristes, como nunca vi, marcan la diferencia en sus facciones severas. Ojos torturados los del señor, en verdad; pero también torturadores. Cuando me asomo a ellos percibo sombras obscuras e imprecisas que intuyo debo olvidar.
Si bien su mirada es inquietante, más inquietante se me antoja su mano derecha, que ha enfundado sorpresivamente en un guante de cuero negro después de nuestro último encuentro. Según él, sesión de pesadilla aunque provechosa. Esto, repito, según él, lo cual no me importa.
El tema que me tiene de cabeza es que no consigo acordarme de cómo era su mano derecha. ¿Igual a la izquierda? No, sería una respuesta demasiado fácil. Golpeo mi frente contra el suelo una y otra vez. Ni modo; mi cerebro no despierta. Y, para colmo, el señor jamás se quita el guante en mi presencia. Pero no tiene en cuenta que soy obstinado por naturaleza y quiero recordar. O mejor, necesito recordar cómo es la mano que balancea el péndulo; ese péndulo brillante y rítmico que me interroga a diario en un susurro y que ha intentado en vano conjurar mi insomnio.
Durante meses le pido al señor que se descubra la mano. Se niega. Es más terco que mi almohada. Le advierto que dejaré de comer, que moriré si no cede a mis ruegos. “Sea razonable”, le imploro. Él se limita a ocultarme su mano negra: ora la esconde tras la espalda, ora la guarda en un bolsillo de su bata. Como último recurso me arrodillo y le juro por la Cruz que le revelaré mi secreto. El señor sopesa mi oferta. “Lo sé”, dice por fin, con una mueca que se me antoja amarga. “Mañana”, agrega. “¿Por qué no ahora?”, insisto. Se va.
Pues mañana. ¡Estoy feliz! El señor es, en realidad, muy comprensivo; aunque algo tonto pues no hay tal fe, ni tal secreto. Sonrío para mis adentros, orgulloso de mi astucia.
Deshilacho una telaraña mientras espero. Campanadas lejanas anuncian las doce de esta noche extraña y el señor no acude a la cita. ¡Embustero! Por primera vez me imagino estrangulando a alguien. Y me preocupo. Yo no soy así… ¡Ahí llega! Maldigo mis dudas.
El señor entra en la pequeña habitación. Mis saltos de alegría en la cama ponen a prueba al bastidor oxidado. “Hoy nos las apañaremos sin tu péndulo”, aclara, y con delicadeza me ayuda a recostarme sobre las sábanas raídas. Acto seguido introduce en mi boca una píldora que sabe a mil demonios. Lo que sea por ver su mano. “¿Listo?”, me pregunta.
Pregono a viva voz el acontecimiento. Mis compañeros, siempre esquivos, no muestran el menor interés. Ellos se lo pierden; yo, en cambio, soy la atención personificada.
El señor se sienta a mi lado y lenta, muy lentamente, empieza a retirarse el guante. Un tirón, luego otro… Me observa inquisidor; diría que ansioso. Ya falta poco...
A medida que se escurre la prenda me agobian los recuerdos: un niño, un orfanato, un pastel delicioso en la cocina, imprecaciones, un golpe seco, gemidos, un paquete ensangrentado, un agujero en el jardín…
Mas son evocaciones difusas, ecos pálidos en mi memoria que se desvanecen con un estremecimiento… Y no son nada comparados con el aspecto de la mano del señor, si es que puede llamarse mano a “eso”, que supera en horror cuanto he conocido.
El guante cae al suelo y, cual engendro que se despoja de su crisálida infame, cobra vida un esperpento, un pánico de cinco dedos, una garra enferma de arpía. Sus uñas se retuercen interminables hacia la palma arrugada y rojiza; el pellejo le cuelga en jirones; las venas del dorso agusanado culebrean en danza siniestra y los nudillos… los nudillos se destacan puntiagudos, dolorosos.
Es una mano vieja, podrida, amenazadora y es... la mano de “la Mujer”.
Eso no es normal, por lo que comienzo a asustarme. De improviso la mano se proyecta buscando mi rostro. ¡Me va a lastimar! Un miedo que nace en mi estómago trastorna mi cuerpo y avergüenza a mis calzones. “Señorita, le juro por la Cruz que no robé el pastel. ¡No me pegue, por favor!” La mano ignora mis lamentos y se crispa, a la par que se aproxima inexorable. "¡Perra!" Miro en derredor como un animal arrinconado. ¿Dónde están la cocina, la chimenea, los leños…? ¡El hacha! ¿Dónde está el hacha?
Se me ocurre protegerme con los antebrazos. Es inútil; algo invisible me ata a mí mismo. Debe ser el influjo maligno de la mano terrible, que lo domina todo. Lanzo dos furiosas dentelladas. Mi lengua sangra. ¡La mano ya está sobre mí! ¡Dios! Cierro los ojos… La mano me roza… y acaricia mi mejilla. Tierna me la acaricia.
Entonces grito “Su” nombre, aúllo mi culpa, lloro sin poder contenerme. Y la mano, que parece haber hurgado en el fango del tiempo, se posa cálida y suave en mi hombro.

Mis compañeros de celda me miran aterrados y se arrojan frenéticos contra las paredes acolchonadas. No hallan la salida. Chillan, rugen, graznan impotentes… pero ya casi no puedo escucharlos: me estoy quedando dormido.

Claudio G. del Castillo

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