Skara Brae (F)

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Erein
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Skara Brae

Irene se aproximó a la barrera metálica, encorvándose sobre ella como si alguien le hubiese golpeado el estómago. Tenía la vista fija en algo que tal vez solo ella pudiese ver. Su mirada inquieta se posaba sobre las antiquísimas casas subterráneas que formaban el poblado neolítico de Skara Brae. Las piedras planas habían sido apiladas miles de años atrás para construir las paredes e impedir que la blanda y húmeda tierra penetrase en el hogar y se desparramase por doquier.
La niña estaba sola en aquel descampado. Sus padres y el resto de turistas habían corrido a guarecerse en una cabaña cercana, en la que al parecer se proyectaba un video que relataba la historia del poblado y sus habitantes. Pero ella se había quedado bajo la lluvia helada y fina. El viento marino realmente parecía dispuesto a que ningún visitante se detuviese en aquel emplazamiento, e Irene comenzó a pensar si no se estaba ganando un enemigo, al desafiarlo de esa forma.
Vestía un chubasquero azul, varias tallas más grande de lo que tocaba, unos vaqueros y unas zapatillas que a aquellas horas de la tarde no eran más que un enorme charco rodeado de tela y goma. Su rostro había enrojecido por el frío, y su nariz, bastante larga, había fracasado en su intento de recibir sangre que la calentase, adquiriendo tonos más propios de un cadáver.
Miraba hacia las calles que en otro tiempo estuvieron protegidas bajo tierra y parecía que en lo más profundo de sus pupilas se reflejaba algo sucedido en otra época, aunque en el mismo lugar. Era capaz de ver a la gente... gente muerta hace tantísimos años que ni siquiera habían podido encontrarse sus huesos como prueba de que alguna vez habían existido. Eran los antiguos pobladores. Los que habían construido aquello para sobrevivir en ese pedazo de tierra dejado de la mano de Dios, frente a un mar azul acerado y para luchar contra el viento que se empeñaba en retorcer sus cuerpos de frío, al igual que retorcía los troncos de los escasos árboles de la isla.
Irene se asomó a una de las «calles» principales. Dos figuras borrosas envueltas en pieles de oveja se acercaban hacia una entrada de madera enmarcada en piedra. Entraron agachando la cabeza, aun cuando se trataba de individuos de estatura baja.
La pequeña corrió hacia el mirador desde el que se podía contemplar la que debía ser la cabaña más grande de la aldea. Las sombras estaban allí, aunque esta vez se presentaron más definidas a sus ojos. Se trataba de dos hombres. Uno de ellos podría considerarse un adulto, mientras que el otro apenas sería unos años mayor que ella. Además, en el interior de la casa había dos mujeres: madre e hija con toda probabilidad. La mujer abrazó al que debía ser su marido, o al menos, su pareja. Su hija, al ver llegar a su padre y a su hermano se había ido corriendo a uno de los rincones más oscuros de la casa. Estaba llorando. Irene dirigió su vista hacia ella, pero su silueta se confundía con las sombras que la rodeaban.
Les vio hablar... discutir... Aunque no fue capaz de escuchar lo que decían. Esas personas no eran más que reflejos, falsas imágenes vueltas a la vida, representando una obra de teatro sin final... Sombras que repetían un suceso acaecido en aquel poblado muchísimos años antes. Ni siquiera, comprendió Irene, eran fantasmas o espíritus. Eran más antiguos... Más vacíos.
La mujer puso en las manos de los hombres un poco de grano. Parecía ser la última comida que quedaba, pero la mujer quería compartirla con ellos antes de que se marchasen a cumplir con la misión que se les había encomendado. La hija, de forma un tanto repentina, surgió de entre las sombras y se apresuró a abrazar a su hermano pequeño. Lo agarró con fuerza, mientras un mar de lágrimas cubría sus mejillas... O tal vez fuese la lluvia de ese día gris, que se burlaba de los espectros calándolos hasta los huesos.
Irene sintió cómo la tristeza de aquella joven se hacía presa de ella... Cómo atenazaba su pecho y salpicaba sus mejillas. Y mientras miraba con compasión a los hermanos abrazados bajo la lluvia, la chica se giró y levantó la vista hacia ella. Se miraron durante interminables segundos, hasta que la joven volvió a centrarse en el chico. Le besó en el pelo y se lo revolvió con dulzura.
«No tengas miedo», le pareció que decía la hermana, pero el viento se tragaba cada una de los sonidos que partían de aquella casa, deseoso por ocultar a la niña lo que ella tanto deseaba conocer.
«No tengas miedo, hermano.»
El chico sonrió nervioso, comió las escasas semillas que su madre le había dejado en la palma de la mano, y tiró del brazo de su padre, inquieto.
Ante ese movimiento de impaciencia, su madre se abalanzó sobre él, cubriéndolo de besos, y miró a su marido durante al menos un minuto. Puede que estuviesen hablando, pero Irene no era capaz de distinguir sus labios en medio de aquella oscuridad.
Finalmente se abrazaron con cariño infinito y ella se apartó, llevándose atrás a su hija.
«Haced lo que debéis y no os preocupéis por nosotras...», dijo la mujer. «Dadle lo que quiere.»
La niña no sabía cómo podía ella entender las palabras que el viento era incapaz de llevarse consigo. Lo que oía no se correspondía con nada que hubiese escuchado antes, y sin embargo cada uno de esos sonidos guturales, cada uno de esos chasquidos cobraba un significado concreto en su cerebro.
Los dos hombres salieron de la casa, agachándose de nuevo para no golpearse la calota, y siguieron el camino subterráneo, húmedo y encharcado, al tiempo que otros espectros oscuros se asomaban a la calle para verlos partir. Algunos pasaban su mano por encima de las prendas de lana y por el pelo de ambos, que continuaban hacia el exterior con el rostro inmutable y el paso tembloroso.
Irene corrió como pudo por las piedras resbaladizas y la hierba que crecía entre ellas para acercarse a la salida del poblado de Skara Brae. En realidad no era más que el final de un túnel derruido tiempo atrás ante el que se desplegaba una colina baja de color verde malaquita, y tras ella, un océano oscuro que amenazaba con engullir cualquier cosa que se atreviese a internarse en él.
Por allí no tardaron en salir los dos hombres, mucho más visibles a la luz mortecina de esa tarde encapotada.
La niña vio cómo tomaban un estrecho camino que era más fantasía que realidad. A su espalda quedaba la cabaña de madera en la que sus padres se habían refugiado. No se irían sin ella. Así que, inventándose el sendero, siguió los a los dos espectros a una distancia prudencial.
Tras escasos minutos caminando llegaron a un pequeño recodo en el que el mar había ganado terreno a la isla. Allí, una roca grande como un hombre yacía tumbada sobre las diminutas piedras que con el tiempo se trasformarían en la arena áspera que se veía rodeando la costa.
En ese momento los dos hombres se detuvieron y la niña se dio cuenta de que el padre no había dejado de cargar en ningún momento una herramienta antigua, similar a un hacha de piedra y madera, elementos ensamblados entre sí mediante una cuerda de trenzada de pelo humano.
Ella cubrió su rostro con la manga del chubasquero. Había quedado boquiabierta al comprender  lo que estaba a punto de ocurrir. Se detuvo sobre la gravilla que humedecía la suela de sus zapatillas, sin estar segura de seguir adelante. Tal vez, a fin de cuentas el viento tenía razón al intentar ocultarle parte de aquella historia.
Bajó la vista unos segundos, decidiendo si seguir adelante, y tras esto volvió a mirar a la pareja que ya había llegado hasta la roca caída. Sus piernas parecieron cobrar vida y la aproximaron, sin quererlo, hasta quedar a su lado. De hecho, si extendía la mano podía rozar aquel dolmen gris que yacía inerte sobre la futura arena.
El chico se quitó de encima la lana basta que cubría su torso, y la colocó como pudo sobre la parte más elevada de la roca. Sus pies, desnudos y ágiles encontraron algunos salientes en la superficie grisácea, llegando arriba con un par de saltos. Su cuerpo, enclenque por la falta de alimento, tiritaba sin control bajo la continua llovizna.
El padre subió del mismo modo mientras el hijo lloraba arriba. Sabía lo que debía hacer. Lo que le esperaba y lo que se esperaba de él. Pero tenía miedo al dolor; a lo que hubiese después; miedo a que su sacrificio fuese en vano y no sirviese de nada. La niña lo podía leer en sus ojos con el corazón encogido. Ella quería ayudarle, salvarle... Decirle que todo aquello era una locura. Los Dioses que ella conocía nunca habían sido comprados con sangre humana. Le parecía que matar para conseguir algo de ellos era… ridículo. Una atrocidad.
El chico se tumbó sobre la piedra helada, estirando el cuello todo lo que le fue posible, esperando que su padre tuviese piedad de él y le matase antes de que tuviese tiempo de pensar.
Poco a poco, Irene había subido a la roca con mucha menos agilidad que las dos sombras. Sabía que no podía hacer nada por detener aquello, pues ya había pasado. Pero a pesar de todo no pudo evitar ponerse a chillar al joven y a su padre en su propia lengua, esperando que sus palabras atravesasen el tiempo hasta detenerse en el momento justo. Además, si la hermana del chico la había visto en el poblado, también deberían poder verla el resto de su familia.
Mientras, el hombre miraba a su hijo con dolor. Sabía que debía ser rápido. Por ello alzó la primitiva hacha con las manos mientras sus lágrimas saladas se entremezclaban con el agua dulce de la lluvia.
La niña se puso delante de él y le miró a los ojos. Extendió sus brazos intentando, probablemente en vano, ser un escudo para chico. Le suplicó al hombre que no lo hiciese; que aquello era una tontería... Y por un momento él pareció escuchar algo, ya que un asomo de duda apareció en sus ojos y levantó la cabeza intentado descubrir la procedencia de aquellas palabras arrastradas por el viento. Detuvo el avance del hacha que ya había alzado sobre él... Pero solo un momento, pues aprovechó la distracción de su hijo, que también miraba a su alrededor buscando el origen de aquella voz aguda y femenina, para levantar aún más el arma que sujetaba, haciéndola descender a una velocidad increíble sobre el cuello del chico, atravesando sin saberlo el cuerpecillo de Irene.
En ese momento, ella sintió un fuego que le abrasaba el pecho y las entrañas... Fue tan solo un instante, pero su mente quedó oscurecida por el dolor que le había producido el hacha al caer con fuerza sobre su hombro derecho. Aturdida, bajó la vista hacia la herida que debía haberse abierto en su cuerpo. La sangre manaba a borbotones de una perforación que le había atravesado todo el tórax, manchando su chubasquero azul de regueros escarlata. Al verlo, el terror la sacudió como una bofetada y cayó, desmayada y lívida sobre el cuerpo del chico, ahora muerto, y los dos tiempos, pasado y presente, parecieron confundirse… mezclarse en uno solo, dejando tras él dos cadáveres menudos y ensangrentados.
La lluvia cesaba sobre ellos. Incluso el viento del norte, que tanta hambruna había ocasionado a los antiquísimos habitantes de la isla, parecía arreciar como si la visión del rojo fluido lo apaciguase. Tal vez con su sangre, cálida como el buen vino, habían conseguido saciar una sed apremiante que ojalá no se volviese a repetir nunca. O en caso de que lo hiciese, ojalá ya no hubiese nadie habitando aquellas tierras.   

 

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jane eyre
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