La partida (F)

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Marcelo Nasra
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La partida
 
 
En los resquicios de mi memoria apenas encuentro aquel recuerdo que ya con el correr del tiempo se asemeja más a una fantasía que a un hecho real.
Regresaba a casa caminando por la Avenida Martín García, cuando algo que sucedía del otro lado, me llamó la atención. Se veía a una ronda de personas que vociferaban en torno a algo que no podía llegar a ver. Contradiciendo toda razón, crucé hacia el Parque Lezama y me aproximé; como un chico curioso que maravillado acerca sus cándidos dedos al fuego por primera –y última- vez.
El círculo humano compacto estaba tan cerrado que apenas dejaba lugar para espiar. Unos metros más allá, un policía miraba para otro lado y caminaba en dirección contraria, abriéndose paso entre un grupo de palomas perezosas que se arremolinaban impávidas.
No recuerdo cómo me las ingenié para ganarme un lugar, pero todavía resuenan esas voces del gentío que incitaba a un hombre trajeado y a un cuarentón con aspecto de taxista que se estaban tomando a golpes de puño. A un costado de los improvisados boxeadores y ajeno a la pelea, había un anciano de raza negra sentado a una mesa. Frente a él, tenía un tablero de ajedrez con todas las piezas alineadas esperando a un contendiente.
Muchos afirman que el ajedrez además de ser un deporte –sí, un deporte- es la sublimación más civilizada de la guerra. Había un contraste grotesco entre aquel viejo con los dedos de sus manos entrelazados sobre el borde de la mesa y esos dos adefesios aficionados al pugilato. Ya no me acuerdo qué compromiso tenía o si estaba hambriento, pero me fui enseguida porque me había demorado más de lo conveniente.  
Cinco años atrás me llamó por teléfono Diego González Pardo, un amigo de la infancia que vivía en la calle Finochietto. Tenía entonces una preocupante obsesión por un libro de partituras de Debussy que celosamente atesoraba nuestro amigo Germán Lucentini; y pretendía que oficiara de mediador para que finalmente accediera a prestárselas. Argumentó que Préludes le resultaba difícil de conseguir, y que era imprescindible que lo tuviera y antes de explicarme la razón, me hizo prometer que no me burlaría de él. En extremo sorprendido, tuve que decirle que sí. Y lo que me contó a continuación fue todavía más increíble.
Pasó a detallar que necesitaba tocar dos preludios del Primer Libro, en el piano de la casa de su tía abuela, el domingo antes de las once de la mañana, pero jamás antes de las once menos veinte. El piano debería tener una copa de vino tinto por la mitad sobre una servilleta de hilo blanco doblada en forma de triángulo. Si no lo hacía de este modo, estaría irremediablemente perdido.
Tuve que tapar el auricular del teléfono para que no se me escuchara la risa. Después de un largo e incómodo silencio, me recompuse y le dije que no entendía el por qué. Un rato más tarde nos encontrábamos en el comedor de su casa continuando la conversación.
-Todos los doce de diciembre al mediodía –me dijo-, aparece un viejo africano que se sienta en una mesa del Parque Lezama a jugar doce partidas de ajedrez. En cada una de ellas, se decide la suerte del rival del negro según el desarrollo y el resultado del juego.
Lo miré preguntándome cuán desquiciado estaba el pobre Diego, pero no me atreví a decírselo.
Me resultaba harto difícil imaginar que como corolario de la lucha de los sacrificados peones y las omnipotentes damas, se decidiera algo mucho más importante que un banal ganador; nada menos que el destino del jugador; del oponente del anciano.
-Cuando lo vi, algo me impulsó a jugarle –prosiguió Diego-. Pero nadie me advirtió qué era lo que me estaba jugando, sinó te juro que no lo hacía.
Aunque él se consideraba un buen ajedrecista, no lo pudo vencer y por desgracia me estaba enterando que no le iba bien. Además, debía realizar cierta especie de rito o prueba que el victorioso ajedrecista le imponía, para que su destino se mantuviera inalterable y no se le volviera decididamente adverso.
Luego lo dejé, prometiéndole conseguir las partituras. Aquella noche soñé con desconcertantes caballos, y las acechanzas de alfiles en la geometría del tablero; también con el relato de Diego, la dicha y la desgracia remitidas a sesenta y cuatro casilleros albinegros.
Diego era bueno, pero yo era mejor. Enfrentándonos me mantenía invicto; sólo una vez apenas me consiguió entablar.
No pude esperar a que llegara la primavera y luego diciembre. El doce a las doce me lo encontré. Tuve temor, pero mi vanidad lo sobrepuso. El hombre de ébano apenas me miró desde la mesa. Después de despachar a dos personas, me esperó sin siquiera hablarme. La partida me pareció inusual. La pericia y la inteligencia que yo estaba convencido de poseer, fueron burladas por la terrible incertidumbre de lo impredecible. El desarrollo fue largo y el final, amargo.
Me fui un poco cabizbajo y en los días siguientes regresé al Parque. No lo vi. Hable con los vecinos para saber quién era el viejo. Sólo se sabía que se llamaba Dominique. Algunos afirmaba que era un refugiado senegalés que llegó escapando del hambre o de la guerra del otro lado del Atlántico y que vivía en una calle en los alrededores de la plaza. Otros aseguraban que era nada menos que el espíritu de uno de los esclavos que vivían antiguamente en una de las infames barracas que la Compañía de Guinea había montado a comienzos del siglo diecisiete, en el terreno que hoy ocupa el Parque Lezama.
En la semana siguiente visité la Biblioteca del Congreso para informarme sobre el Buenos Aires colonial; revisando un volumen antiquísimo encontré que un historiador de la época del Virreinato recoge el relato de un contemporáneo suyo, en el cual aseguraba que había un negro al que llamaban Dominique, que adivinaba o decidía el futuro de quienes se atrevían a jugar un partido de ajedrez con él. Después de alcanzar cierta fama, su amo le había concedido la libertad complacido por sus augurios. Luego no hay más datos, hasta que las crónicas reaparecen cuando un ignoto capitanejo inglés lo asesina cobardemente después de comprobar que su mujer lo había engañado con un importante comerciante local.
Continué pasando muchas otras veces por el Parque Lezama pero no lo volví a ver.
Tuve un año donde prevalecieron los sinsabores sobre las alegrías. Exactamente, como me lo había anticipado el africano. Sé que es inútil practicar el ajedrez, perfeccionar la técnica o incrementar el número de estrategias posibles es del todo fútil. Tengo la sospecha, sino la convicción, de que el viejo juega con nuestro destino, mueve nuestras emociones, nos impulsa a tomar decisiones que en algunos casos parecen acertadas y luego de un tiempo se revelan como fallidos, mientras otras, que parecen desaciertos, de modo insospechado resultan idóneas dentro de un determinado contexto. Sí, no juega a partir de la conclusión del partido sino desde el mismo momento en que nos sentamos a su mesa. A veces pienso si ese viejo no será una pieza de Dios; un ínfimo peón dentro de una partida infinitamente compleja y por lo tanto inescrutable.
Son las seis y media de la mañana y el pronóstico del tiempo anticipa otro día de calor. Por detrás de los edificios de la Avenida Paseo Colón asoma tímidamente el sol. Somos ocho los que aguardamos. Hoy es doce de diciembre. Espero mi revancha.

Marcelo Nasra

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jane eyre
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Pigmalion
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