(T) EL MIEDO

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dianka
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-Esta noche, en los baños. Dentro.

  Pablo se da la vuelta y echa a andar hacia los comedores, seguido por un séquito de niños repletos de crueldad, llenos de miedo. Kaiet no les observa mientras se alejan. En su lugar, su mirada se pierde en el cemento  del pabellón gris, hosco, enclaustrado entre los árboles como una semilla mal germinada. Kaiet odia el campamento. El día que su madre lo despidió en el autobús, notó cómo el organismo de un monstruo atroz se lo tragaba. Ahora Kaiet siente que flota entre las sustancias mal digeridas de esa bestia inhumana. Kaiet permanece inmóvil pero Olivia se acerca y le acaricia el pelo en un gesto que a Kaiet se le ofrece como una sacudida de polvo. Como el resto de los monitores, Olivia no puede ver el mundo que transcurre dentro de él. Tiene los ojos redondos y muy oscuros. Kaiet nunca los mira de frente porque los ojos de Olivia devuelven la visión del rostro que los observa, como un espejo negro. Le recuerdan a un sueño que se repite muchas noches en su cabeza. Lo protagoniza un hombre vestido con una capa negra, un compendio de toda la imaginería del terror que ha recibido a través de películas, videojuegos, historias contadas de miedo y algún comic; un hombre que aparece en todas las superficies especulares; el hombre del cuchillo, un persecutor incansable. Kaiet cierra los ojos y es entonces cuando la pesadilla empieza, porque los ojos de Kaiet, al cerrarse en su sueño, se vuelven espejos por dentro.

            Al acercarse se escuchan risas en el comedor. Alguien ha dejado caer comida en un vaso ajeno. Probablemente uno de la comitiva de Pablo. Probablemente Pablo le diga que beba. Probablemente el otro niño lo haga. Kaiet se sienta en la mesa y busca el vaso con la mirada. Yo no, por favor. Expresa en silencio su deseo, dirigiéndose al propio monstruo que lo contiene. Pero esta vez el monstruo tampoco concede. Revuelve con el tenedor el plato de spaghetti, coge un poco y se lo lleva a la boca. Siente encima todo el peso de la mirada de Pablo. Mastica. Escucha el sonido de un vaso que alguien le acerca. Traga. La tira de pasta se convierte en un ovillo de camino hacia el estómago. La mirada le aplasta y le humilla. Quiere que el momento acabe cuanto antes.  Alarga la mano, coge el vaso y le da un trago. Agua ácida y roja. Kaiet puede escuchar el alivio en las risas de los otros niños.

            Los baños del campamento están a unos cien metros de la explanada donde descansan las tiendas. Es un bunker de cemento descomunal, con una hilera de lavabos blancos en la entrada y otra de puertas idénticas que se extienden a lo largo de un pasillo hacia la izquierda del recinto. Encima de los lavabos algunas partes de la pared quedan sepultadas por los espejos, rectangulares y desproporcionados. O eso le parece a Kaiet, para quien los espejos son siempre demasiado grandes. Esa noche Pablo le ha convocado allí. Kaiet sabe que si supera la prueba pasará a formar parte del grupo. No lo ha solicitado, pero entrar allí no es una elección. Se pregunta si después de esa noche dejará por fin de tener miedo.

            El resto de la tarde lo pasa en el recinto de manualidades, donde hoy les toca elaborar máscaras de escayola, bajo la supervisión de Olivia y de Óscar, otro de los monitores.

          -Kaiet, ¿te pones tú para el molde con Susana?

Kaiet se sienta y al rato tiene toda la cara llena de tiras mojadas de escayola. Los ojos son la única parte sin cubrir; los ojos, siempre abiertos.

            Esa noche hace demasiado calor para permanecer en la tienda. Aun así, preferiría quedarse en ella a tener que dirigirse hacia aquel destino desconocido. Hace ya mucho rato que se han apagado las risas, los desplazamientos entre las tiendas y las reprimendas de los monitores. Quedan diez minutos para la una de la madrugada y sabe que tiene que cumplir el horario pactado. Despacio, abre la cremallera de la tienda. Los sonidos del bosque elevan el silencio hasta lo insoportable. Parece que el corazón de Kaiet bombeara toda la sangre del campamento. Va sintiendo cómo se le taponan los oídos.  Cuando llega al bloque de cemento, es incapaz de percibir algo que no sea el retumbar de su propio miedo. La puerta está abierta y los espejos de enfrente de la puerta reflejan las ramas de los árboles. Con la vista desviada de los lavabos, da unos pasos al frente hasta quedar dentro de aquellas paredes. Se arrepiente de golpe de haber entrado allí. Considera que nada de lo que le pueda pasar va a ser peor que lo que siente ahora. Entre el tráfico constante de imágenes que circulan sin permiso, aparece un palabra que se detiene. Vuelvo, dice la palabra. Vuelvo, asimila mentalmente Kaiet. Y repite: vuel… ¡PAM!  Negro. La puerta se ha cerrado. Los pulmones de Kaiet se encogen. El campamento entero late en el cuerpo de un niño. Sabe que viene una imagen sin autorización. Se dice que no. No, repite mentalmente, con la intención de no dejar espacio de paso. Pero la imagen ya se ha insertado en su cabeza como un tatuaje. El hombre de la capa está allí. El hombre de la capa está en algún espejo, esperando a  salir al menor atisbo de luz. Kaiet ahora no es capaz de localizar los espejos para no mirarlos. Nota una opresión en el pecho y, de golpe, echa de menos el aire. Suena un chasquido y de la oscuridad brota una llama revelando en una décima de segundo un rostro reflejado en el espejo. Ya no hay aire. Negro. Suena el chasquido pero ya no hay ninguna llama. Se oye a uno de los niños de la cuadrilla de Pablo.

          -Pablo, tío, enciende ya.

          -¿Qué te crees que estoy haciendo, listo? Que no se enciende. Ve tú y enciende la luz, no te jode.

           Se escucha ahora el golpe frustrado de un interruptor. 

           -Que no funciona tampoco.

            Otro golpe revela un nuevo intento.

     - Pablo…

          Pablo siente la voz de Kaiet justo detrás de la nuca y le responde sin girarse.

           -¿Y tú, qué, “pringao”? Te lo has hecho encima, ¿eh?

            -Escúchame, Pablo.

             El susurro tiene el matiz estremecedor del frío.

             - Mientras encendías la llama, yo me he muerto.

             Un escalofrío se arrastra por toda la espalda de Pablo.

             -¿Has oído que dice éste, Santi?

              Pablo vuelve a encender el mechero y Santi responde al mismo tiempo que se origina la luz.

             -¿El qué? No he oído…

             A Santi se le atraganta la frase.  La luz de la llama es muy débil, pero a través de ella asoman los ojos de Kaiet, unos ojos inmóviles, fijos, abiertos, los ojos de un muerto. Pablo cierra los ojos y es en el espejo de los suyos donde ve, más cerca que antes, los ojos de la muerte.  

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jane eyre
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