De torturas y pestes (T)

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J.Calais
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Le Pontet (muy cerca de Avignon), 15 de junio de 1400
 
Tan solo se oía el rumor tenue de aquel goteo, intermitente pero incansable, como una exasperante sucesión de silencios y restallidos repentinos.
 
Clac…clac…clac…
 
Aquel maldito sonido terminaría por hacerlo enloquecer.
Llevaba allí dos días, tal vez tres, sin apenas escuchar nada más. Tan sólo esos restallidos acuosos e inconstantes a los que su propia respiración ponía música de fondo; de cuando en cuando, un lamento desesperado; últimamente, algún grito de auxilio…
Dos días —quizás tres— desde el tormento…
Cerró los ojos al recordarlo.
Las llagas de su cuerpo aún permanecían abiertas; las tumefacciones, ennegrecidas; todavía el aire estaba impregnado de aquel miedo desbocado que todos habían sentido, de ese olor dulzón e intenso que tanto excitaba a los verdugos de la Inquisición, entreverado de orines y deposiciones incitadas que siempre terminaba por mellar la resistencia y la dignidad del condenado.
El tormento había sido demasiado cruel; hasta inhumano...
Pero aún no había terminado.
Su postura era demasiado forzada, y las ligaduras que le atenazaban muñecas y tobillos eran demasiado férreas como para librarse de ellas. Su cuerpo permanecía completamente estirado, atirantado por las poleas del potro y las maromas de cáñamo que lo aprisionaban, arrellanado sobre unos tablones muy toscos, escasamente cepillados, que erizaban su piel de rojeces y arañazos.
Intentó arquear la espalda, tensar los músculos de brazos y piernas y separarse de aquel potro inicuo y ensangrentado…No pudo.
Cualquier movimiento corporal le era vetado; tan solo su cuello permanecía levemente asido, lo que le permitía girar la cabeza lo suficiente como para contemplar los encuentros de las paredes con el techo; y sus ojos, por supuesto, que, excitados por aquel encierro visual que le habían impuesto, zigzagueaban de un lado a otro, anhelantes por descubrir algún detalle nuevo, alguna sombra, algún rostro que le incitara a recobrar la esperanza de ser liberado y abandonar aquel infierno en que se encontraba.
¡Y ese maldito restallido resquebrajando su mente!
¡Aquello era una pesadilla! Desde su encarcelamiento no había podido verlos, pero aún recordaba con claridad los cuerpos de aquellos que lo habían acompañado en su infortunio presidiario. ¡La peste se había cebado en ellos con la mayor de las sañas! Aquella maldita fatalidad, tan injusta como certera, había emponzoñado la sangre de cuantos había conocido a lo largo de su vida, colmándolos de pústulas y lepromas ennegrecidos que siempre terminaban por reventar, arrastrando tras esa erupción de humores los últimos momentos de sus desdichados anfitriones.
Aún recordaba claramente cómo aquellos cuerpos inflamados, henchidos de miasmas y negrura, se hacinaban sobre la paja que cubría el suelo de la mazmorra, semihundidos en aquella capa mollar de estiércol y de sangre; cómo había tenido que sortearlos mientras era conducido al potro, como un calvario pestífero y agónico o un Gólgota sembrado de cadáveres olvidados.
El olor que desprendían era nauseabundo, pero él apenas lo notaba. Resultaba asombrosa la capacidad del hombre para acostumbrarse a las penalidades y soslayarlas, para apartar de sí, en aras de una supervivencia ansiada, todo cuanto de malo se interpone en su camino.
¡Arggg! Un dolor repentino pareció atravesar su pecho.
¡Diossss!
Las heridas que le habían inferido ya no sangraban. Tal vez estuvieran semiocultas por una costra pardusca y abundante de sangres muertas; tal vez, las moscas, frenéticas por la infección, las sobrevolaran y husmearan. Pero, al menos, ya no sangraban.
Sin embargo, permanecían abiertas.
El estiramiento al que estaba siendo sometido era tal, que hasta parecía que las llagas se estuvieran abriendo por momentos, rasgando la piel por sus extremos y haciendo jirones aquella dermis enjaezada por motas negras.
¡Bufffff!
Ya estaba muy aturdido. El castigo infligido había mellado sus fuerzas y descoyuntado las articulaciones de brazos y piernas, ahora enlutadas por las enormes hemorragias internas que el estiramiento había provocado. ¡El dolor había sido brutal! Ahora, sin embargo, era casi inexistente, como una ligera sobrepresión o un hormigueo muy intenso; en ocasiones, un pinchazo muy incisivo…
¡Dios! ¿Por qué a mí?
Abrió los ojos de nuevo, ligeramente humedecidos por las lágrimas, y fijó la vista sobre el entramado de vigas que conformaba el techo. Intentó girar el cuello y entornó los ojos.
A levante y poniente, sólo veía la parte superior de los muros, casi inextricables por la ausencia de luz —apenas un hilillo de luz lograba colarse entre los barrotes de la ventana—; a septentrión, la cubierta que pendía sobre su cabeza, y a meridionalis, la punta de su propia nariz, ahora quebrada por un puñetazo que uno de los guardias le había propinado.
¡Maldita sea! Pero, ¿dónde se han metido todos?
De pronto, recordó la peste.
Había comenzado unas semanas antes, pero en cuatro o cinco días —apenas un respiro—, ya cubría todo el pueblo con su manto hediondo. Todos los habitantes del pueblo habían sucumbido a su ataque de ponzoña; tan solo él había sobrevivido.
Días después, llegó la Inquisición, los interrogatorios, las torturas…quizás la muerte. Pero…
¿y si lo habían abandonado allí para siempre? ¿Habrían muerto también sus verdugos, aniquilados por aquella dama venenosa que nada respetaba?
Su corazón comenzó a latir con mayor fuerza. Pensar que podía morir allí, aguardando la llegada de la parca, era algo que sobrepasaba su existencia.
Intentó removerse sobre los tablones que arañaban su espalda…Los brazos y las piernas no le obedecían. Los tenía rotos, inflamados…¿quién sabe si la pudrición había prendido ya en ellos?
Sus ojos viajaban de un lado a otro, enclaustrados en aquel limitadísimo espacio que le era permitido contemplar, cubiertos por lágrimas y capilares ensangrentados. El sudor empapaba su cuerpo.
Gritó…
Al principio lo hizo con cierta timidez —tal vez pensara que no iba a ser capaz—. Un quejido agónico brotó de entre sus labios. Luego comenzó a alzar la voz. Cada vez con más fuerza, cada vez más histérico, cada vez más desesperado.
¡Tenía que hacerse oír! ¡No podían dejarle allí, en medio de aquel infierno, completamente alejado de la vida! ¡No! ¡Aquello no era cristiano! ¡Aquello iba contra Dios!
Tras unos segundos, se detuvo y se dispuso a escuchar…
Su respiración, nerviosa, bronca…un leve zumbido sobre su estómago…¡Dios! ¡Otra vez ese maldito goteo!
Pero ninguna respuesta a sus súplicas…
¡No podía ser! ¿Es que acaso no había nadie allí? ¿Estaban todos muertos?
De pronto, sintió terror.
¡Aquello no podía estar sucediendo! El destino era demasiado cruel. Había logrado sobrevivir al martirio más horrendo que se pudiera imaginar. Sus brazos y piernas habían sido descoyuntados y ahora comenzaban a pudrirse por la tumefacción y la sangre coagulada; su cuerpo estaba cubierto por multitud de heridas que los verdugos habían cubierto con sal, y sus pies, encadenados al potro, habían sido despellejados por la lengua áspera y metódica de una cabra.
¡Buffff!
¡Había logrado sobrevivir! Lo había soportado todo, seguía vivo, y ahora…
Ahora moriría de hambre, de sed; tal vez por la maldita pudrición, que se había adueñado de sus articulaciones…
¡Dios! ¡Así no podía morir!
¿Cuánto tiempo tendría que soportar todo aquello? ¿Cuándo llegaría la muerte, ahora liberadora y deseada?
Volvió a gritar…
Volvió a escuchar…
¡Nada!
¡No podía soportarlo más! No en aquella situación.
Las lágrimas inundaron sus ojos, y unos quejidos lastimeros afloraron a la boca, humedeciendo sus labios. No. No lo soportaría.
No iba a esperar a que su cuerpo finalmente desfalleciera tras días de encierro, sobre aquel potro ensangrentado, rodeado de cadáveres en descomposición, con la única compañía de aquel maldito goteo…
¡Tenía que matarse! ¡Debía suicidarse y poner fin al suplicio! ¡Sí, eso haría! Pero…¿cómo?
Su mente parecía volar en busca de una respuesta; sus ojos zigzagueaban velocísimos, la respiración agitaba su pecho hasta producirle un enorme dolor…
Al instante, se detuvo. Tal vez, hubiese vislumbrado una solución.
El odioso chapoteo seguía con su letanía interminable.
¡Sí! ¡Ya sabía cómo hacerlo! Era horrible, desde luego, pero era mucho peor permanecer allí, con la certidumbre terrible de un final cuya fecha era, por completo, incierta.
Cerró los ojos. Tal vez rezó. Sus labios parecían animados por un leve movimiento, casi un temblor…
Clac…clac…clac…
Tal vez, las cuerdas que rodeaban sus muñecas las hubiesen lastimado; tal vez, su sangre estuviera golpeando el empedrado del suelo.
¡Sí! ¡eso debería ser!
Sus labios se detuvieron. Sólo un instante. A los pocos segundos, los mordió con todas las fuerzas de que era capaz.
Grandes regueros de sangre comenzaron a recorrer su rostro, empapando la barbilla y el cuello.
Un dolor intenso cruzó su mentón, y su garganta comenzó a encharcarse por la hemorragia.
En ese momento, su lengua asomó de entre sus labios mutilados, sin concederse tiempo suficiente para remordimientos, y la mordió con saña. Un trozo de carne ensangrentada cayó sobre su mejilla para luego precipitarse al suelo. La sangre afluía con violencia a su garganta… pequeños movimientos espasmódicos propiciaban que algunas salpicaduras salieran disparadas de su boca, moteando su rostro de carmesí. Sus ojos se cubrían de lágrimas.
¡Y la boca seguía encharcándose!
Notaba una fuerte presión. Podía sentir cómo el plasma comenzaba a colarse en su interior, encharcando sus pulmones y el estómago.
¡En unos segundos estaría muerto!
Una sensación de ahogo, casi un vacío, hizo que se incorporara de golpe. Abrió los ojos…
La lámpara de la mesita de noche apenas iluminaba la habitación. El grifo del cuarto de baño seguía goteando de forma incesante, como lo había hecho los últimos días. Sobre su pecho, un ejemplar de “Los crímenes de Avignon”.
 

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jane eyre
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 Bienvenido/a, J.Calais

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Ed.N.
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Poblador desde: 30/09/2010
Puntos: 17

 No es un tema muy original, pero ambientas bien el clima siniestro, el final es bastante bueno y la solución ayuda a alcanzar un climax grotesco. 

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