Comida para perros (T)

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Igor Rodtem
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Siempre me consideré un buen marido. Amaba a mi esposa, aunque el amor apasionado del principio se fuera convirtiendo poco a poco en simple cariño. Pero siempre la traté con respeto y con una cierta admiración. Quizás fuera un ingenuo, o víctima de una ceguera total, pero la verdad es que no lo vi venir. Ni una mínima sospecha, ni un pequeño indicio, nada que me indicara cómo iba a terminar todo al final. Me pilló totalmente por sorpresa, completamente desprevenido e indefenso. Cuando mi mujer decidió asesinarme, yo no pude hacer nada para evitarlo.

 

Dicen que el método más usado por las mujeres para cometer un asesinato es el envenenamiento. Mi esposa, sin embargo, decidió que sería más efectivo rebanarme el pescuezo. Me degolló una noche, mientras dormía y, antes de que mi sangre llegara a enfriarse del todo, me descuartizó con el viejo hacha, del que siempre me había preguntado qué narices pintaba en casa. Al final tuvo su utilidad, imagino. Pero no acabó ahí la cosa: para hacer desaparecer los trozos de mi cadáver descuartizado, mi mujer debió pensar que la mejor manera sería ofrecérselos a Kumo, nuestro perro. Un enorme y glotón, aunque pacífico, san bernardo que, a pesar de sus reticencias iniciales (quizás en el fondo el pobre animal comprendía que estaba cometiendo una aberración), dio buena cuenta de mis restos. De esta manera, no quedó ni una evidencia del asesinato cometido por mi esposa. Oficialmente, había desaparecido. Mi esposa era culpable de un crimen que no le constaba a las autoridades, por lo que salió perfectamente impune. Se quedó con todo el dinero (no demasiado, la verdad), la casa (ninguna maravilla, dicho sea de paso), el coche (que al menos aún arrancaba) y, por supuesto, el perro (el cual me había devorado gustosamente). Con mi muerte no es que se llevara un buen pastel, la verdad, pero sí le dejaba vía libre para poder pasar todo el tiempo que deseara al lado de su amante.

 

Efectivamente, es lo que estáis pensando: mi esposa era una psicópata. No sé si llegó a valorar en algún momento la posibilidad de una separación o incluso el divorcio, pero por lo visto llegó a la conclusión de que la única (o al menos, la mejor) salida para ella era el asesinato. Un asesinato perfecto, habida cuenta del resultado obtenido. No dejó prueba alguna y se salió con la suya, mientras que yo acabé digerido por los jugos intestinales de nuestro enorme san bernardo.

 

Durante un tiempo, tras mi muerte, estuve como en un estado de somnolencia, pero sin soñar. Todo era oscuridad y silencio, y realmente no llegaba a comprender lo ocurrido. Luego, poco a poco, me fui despertando, saliendo de mi estado aletargado y tomando plena conciencia de lo ocurrido con mi vida, aunque sin comprender aún en qué situación me encontraba tras el terrible crimen. La oscuridad dio paso a un mundo de imágenes en movimiento, y el silencio se convirtió en constantes y diferentes ruidos. Como ya he comentado, al principio no fui consciente de lo que ocurría o de dónde me encontraba. En cierta manera, me parecía estar en una sala de cine viendo una extraña película sin sentido. Con el paso del tiempo comprendí que había ocurrido algo realmente asombroso. Cuando fui descuartizado por mi esposa, y posteriormente devorado por el perro, de alguna manera que no alcanzo a (ni deseo) comprender, mi alma (o mi esencia, o mi espíritu, cada cual que lo denomine como prefiera) fue absorbida por el perro. Yo me encontraba dentro del san bernardo, formaba parte de él, habitaba en él. Tampoco sería muy descabellado decir que me había fusionado con él. Era una sensación extraña, un tanto incómoda. Pero aún me quedaba por hacer un descubrimiento aún mayor: con el tiempo, me fui dando cuenta de que, en ocasiones, era capaz de tomar el control del perro, y obligarle a hacer lo que yo deseara. Eran sólo momentos breves y puntuales, pero que con el paso del tiempo se iban haciendo cada vez más constantes y duraderos, hasta que llegué al punto de poder controlarlo a placer, cuando quisiera y durante el tiempo que quisiera. Fue entonces cuando me marqué un claro objetivo: venganza.

 

Desde mi despertar en el interior (por así decirlo) del san bernardo hasta llegar a poder manejarlo a mi antojo, pasarían cerca de cuatro o cinco meses. No es fácil calcular el paso del tiempo cuando eres un ser para el que dicho paso del tiempo no tiene significado alguno. Durante estos meses, mi esposa fue consciente del comportamiento cada vez más extraño del perro. Espiando las conversaciones con su (ahora a tiempo completo) amante, averigüé que había decidido deshacerse del pobre animal. Teniendo en cuenta sus antecedentes, supuse que no se limitaría a dejarlo en una perrera o a abandonarlo en el monte o en una solitaria carretera a las afueras de la ciudad, así que decidí que había llegado el momento de entrar en acción y ejecutar mi plan de venganza.

 

Mi esposa no pudo reaccionar cuando, aquella mañana, el enorme san bernardo se le echó encima. Una mole de noventa kilos era demasiado para ella. Una vez derribada con la fuerza bruta del animal, no fue muy difícil alcanzarle el cuello y pegarle un buen mordisco en la yugular. Para mi sorpresa, apenas tardó unos segundos en morir, prácticamente en silencio (excepto por el agobiante gorgoteo de la sangre desbordándose por el cuello parcialmente rebanado). Su amante, ese estúpido agente de bolsa al que no soporté en vida, y menos aún después de morir, salió de la ducha (donde había estado ajeno a lo ocurrido con mi esposa) un par de minutos más tarde, y entró en la habitación silbando una canción sacada de algún anuncio de televisión. Me alegré enormemente de que se presentara completamente desnudo, porque me dio la oportunidad de hacer algo que deseaba con todas mis ganas: arrancarle los genitales de un violento mordisco. Así lo hice (así lo hizo el perro), y el tío se tiró como cinco o seis minutos gritando como un descosido, mientras se desangraba poco a poco, revolviéndose por el suelo, sin poder levantarse, al lado de mi esposa ya muerta. Al final, me cansé y le rematé con otro mordisco en el cuello.

 

Hasta aquí lo fácil, aunque no lo parezca. Lo complicado fue devorarlos. Cuando yo fui asesinado, al perro le ofrecieron mis restos ya troceados, pero en esta ocasión tuve que obligar al pobre Kumo a desgarrar la carne y machacar los huesos, como si se tratara de un lobo salvaje devorando a un par de ovejas cazadas por la noche. Tardé casi una semana (o lo que me pareció una semana) en dar buena cuenta de los dos. Justo cuando engullía el último de los restos, apareció la policía en la casa, alertada por la ausencia y falta de respuesta de mi esposa y su amante durante esos días. Los agentes se encontraron con un panorama desolador: una habitación llena de sangre reseca y pequeños restos de hueso y carne, junto a un enorme san bernardo, con la cara manchada sospechosamente de rojo, pero que les miraba dulcemente.

 

Como no quería que el pobre Kumo sufriera ningún daño, y como realmente ya no tenía dueño alguno, decidí que era buen momento para otorgarle la libertad. El perro echó a correr, derribando a los boquiabiertos agentes de policía que, estoy seguro, jamás darán con él. Seguro que la historia de Kumo da para muchos relatos más, pero no es éste el momento para ello.

 

Mi venganza no terminó al matar y devorar a mi traidora esposa y su estúpido amante, ni mucho menos. En realidad, ese era el paso necesario, para poder llevar a cabo una venganza como Dios manda. Al igual que me ocurrió a mí, ambos (sus almas, esencias, espíritus o lo que sea) tienen que acabar apareciendo también dentro del animal, sólo que esta vez habrá alguien esperándoles...

 

Hmmm, debo dejaros, creo que tengo visita. Mi esposa y su amante me van a acompañar un tiempo aquí, en el interior del san bernardo, donde naaaaaaaadie nos molestará. Y les he preparado una bonita fiesta de bienvenida...

 

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jane eyre
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