La obra maestra de Jan Van Eyck (T)

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Miguel Santander
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 (Escrito junto con Pablo Bonet) 

Una vez más, Hubertus se preguntó como era posible que Mariël hubiera desaparecido sin dejar rastro.

Una vez más, sus preguntas se estrellaron contra los muros de la húmeda mazmorra. ¿Podía ser que Jan hubiera entrado y la hubiera raptado? ¿Acaso tenía su hermano una copia de la llave? No. Claro que no. ¿Otra entrada, quizás? ¿Un pasadizo secreto que desconocía?

El alba halló camino a través del angosto tragaluz, bañando su cana melena mientras buscaba en vano la solución a aquel enigma.

No. Conocía cada rincón de su taller en la buhardilla del castillo. El único acceso era la pesada puerta de roble que él mismo había cerrado con llave, dejando a Mariël encerrada, pero a salvo, mientras él iba a toda prisa a buscar ayuda. Estaba la ventana, desde luego, pero se alzaba más de veinte brazas sobre el foso y sus barrotes habrían impedido el paso a cualquier cosa más grande que un gato.

La mente del viejo pintor examinó de nuevo cada instante de aquella noche, como si se tratase del retablo de la catedral que estaba pintando con su hermano. Desesperado, buscó cualquier pincelada, cualquier indicio que hubiera pasado por alto, cualquier pieza que resolviera semejante rompecabezas, para llegar otra vez a la misma inevitable conclusión.

Era imposible.

El eco de pasos en el corredor lo sacó de su ensoñación. Flanqueado por dos alabarderos, Felipe III, Duque de Borgoña, se aproximó a la celda hasta que la sombra de los barrotes cayó sobre el altivo rostro, dividiéndolo en cercos de luz y oscuridad.

Consciente de que, a ojos del mundo, su historia no tenía ni pies ni cabeza, el pintor guardó silencio.

—Hubertus, ¿habéis entrado ya en razón?

El anciano carraspeó, se levantó y murmuró la respuesta que tenía preparada.

—Lo lamento, Excelencia. Creo que los sentidos me engañaron, nublándome el entendimiento.

El bueno lo miró con gravedad.

—¿Tenéis idea del revuelo que armasteis hace dos noches?

Un nudo atenazó la garganta de Hubertus al recordar, traicionando su ensayada compostura.

—No volverá a suceder, Sire —contestó, y tragó saliva—. Perdonadme, pero he de preguntaros por el paradero de Mariël.

El duque alzó una ceja, visiblemente molesto.

El pintor se echó hacia delante y sus dedos se cerraron en torno a los barrotes, su cara a dos palmos de la del bueno, que no se inmutó.

—Sire, os juro que Mariël acudió a mí… Mi hermano… ¡mi hermano le había cortado un dedo, Excelencia!

Cerró los ojos un instante, sólo para ver a su joven amante, al borde del desvanecimiento en la puerta de su taller. El meñique de la mano izquierda había sido cercenado limpiamente, y del muñón manaba la sangre a borbotones.

Hubertus la había hecho pasar y le había aplicado un vendaje improvisado con una sábana. Luego, temiendo que su hermano volviera para rematar la faena, y sabedor de que Mariël no habría podido dar cuatro pasos en aquel estado, resolvió encerrarla allí y salir presto a buscar ayuda para detener a Jan. Sólo que al volver, escoltado por la guardia del duque, y abrir la puerta… ella no estaba.

—¡Basta! —rugió el duque, inundando el estrecho calabozo con su voz—. Creo haber sido paciente con vos, dadas las circunstancias, ¡pero esto es intolerable! No os basta con habernos trastornado a todos con vuestras fantasías, ¡sino que seguís empeñado en mancillar el nombre de vuestro hermano!

Hubertus se mordió el labio y agachó la cabeza, maldiciendo en silencio su error.

—Vuestro hermano, en quien deposité mi total confianza; vuestro hermano, que me hizo gran servicio en una misión diplomática a Valencia. ¿Y qué hacíais vos mientras? Escandalizar a toda mi corte con vuestros devaneos amorosos con esa… meretriz… que no puede guardar la ausencia de su prometido durante ocho míseros meses.

El duque tomó aire para soltarlo acto seguido en silencio.

—Os ruego me perdonéis, Sire. He sido un necio y…

—Es mi deseo que este asunto se resuelva, Hubertus. No me importa cómo. Bastante habéis sangrado mis arcas con vuestros experimentos hasta dar con el secreto del óleo sutil, como para que abuséis así de mi afición y mi confianza en vuestras dotes. Terminaréis La Adoración del Cordero Místico con vuestro hermano. No hablaré más.

—Sí, Excelencia —murmuró el pintor.

El duque pronunció la última palabra ya de espaldas a Hubertus, antes de marchar con paso firme.

—Soltadlo.

Una vez emergió al patio, Hubertus no perdió ni un instante en subir a su taller en la buhardilla.

Todo estaba como lo había dejado. La sábana ensangrentada, los caballetes tirados por el suelo en un rapto de desesperación, los armarios abiertos de par en par…

Todo esto no habría ocurrido de no haber sido su hermano tan ingenuo, se dijo. Había confiado en él, partiendo en aquel viaje y dejándolo al cuidado de su prometida, por la cuál él se había dejado seducir miserablemente, embelesado por su juventud y sus irresistibles volúmenes de ánfora.

Al igual que se había fiado de aquel moro que le engañó, vendiéndole polvo de carbón durante su estancia en el reino ibérico.

—Es pigmento de la piedra negra de La Meca —le había dicho Jan a su vuelta, visiblemente excitado, mostrándole un saquito de cuero—. Los sarracenos dicen que se volvió negra por los pecados de los hijos de Adán. Me advirtió de que es un pigmento prohibido y el Islam castiga con la muerte a quien lo posea, pues abunda en propiedades misteriosas y es capaz de…

Hubertus se había echado a reír.

—Vamos, hermano, no me diréis que os creéis esas paparruchas de infieles…

—No, claro que no… —musitó Jan.

—Y harías bien en no contar tus historias por ahí. Puede que nuestro mecenas sea de mente abierta, pero no te quiero ver convertido en el chivo expiatorio de una de las cacerías del monje Verkramp.

Jan. Aquello tenía que ser cosa de Jan.

Hubertus suspiró, frustrado. Todo era por su culpa. Busco por toda la corte, pero ni Mariël ni su hermano estaban. Era como si se los hubiese tragado la tierra.

Sintiéndose vacío, abandonó el castillo y, arrebujado en su capa para protegerse del frío, vagó por la ciudad, de taberna en taberna, buscándolos durante todo el día, atormentado.

Borracho, Hubertus contempló los últimos rayos del Astro Rey rozar los pináculos de la imponente torre de la catedral de Gante, donde descansaba el retablo en que su hermano y él estaban trabajando.

Un impulso inconsciente lo empujó a traspasar las puertas y cruzar la nave hasta la cripta.

La puerta estaba abierta.

Con el corazón en un puño, bajó los peldaños de piedra que se internaban en las entrañas de la tierra. Una antorcha solitaria proyectaba sombras que bailaban y se agitaban como imitaciones retorcidas e imperfectas de los objetos de la estancia.

Y allí, bajo la bóveda principal, frente a caballetes, pinceles, frascos y paletas, descansaba el retablo, completamente abierto, todas las hojas de madera desplegadas.

Echó un rápido vistazo al políptico. El Cordero rodeado por la corte celestial en el panel central inferior, Dios, la Virgen y Juan Bautista en el superior; todo estaba a medias, tal como él había comenzado a pintarlo. Excepto por un panel, el superior del extremo de la derecha, donde su hermano había pintado a Eva, desnuda y sosteniendo la manzana del pecado original.

La examinó de cerca. Quizás se debiera a los efectos del vino, pero la mujer estaba tan magistralmente pintada, tan delicadamente plasmada, que era como si estuviese a punto de salirse del cuadro. El parecido con Mariël era asombroso, hasta el punto de que aquella Eva escondía pudorosamente el dedo meñique tras el muslo, como si a ella también le faltara.

De modo que su hermano no sólo se había llevado, Dios sabía cómo, a Mariël de su taller, sino que además la había convencido para que posara. Y era obvio que el alumno había superado al maestro, reconoció con cierta envidia.

Entonces reparó en el saquito de cuero de su hermano sobre una mesa. Estaba abierto, y parte de aquel carbón estaba vertido sobre un pequeño cuenco, mezclado con otras sustancias oleaginosas de tonos sombríos.

Una varilla de remover de color blanco sobresalía de la mezcla. Al tacto parecía de hueso. Hubertus la extrajo y constató con horror que la varilla no era tal; eran dos falanges de un dedo humano, el dedo de Mariël, del que goteaba una oscura sustancia viscosa.

No oyó a su hermano aproximarse por detrás, y cuando el caballete le golpeó en la sien, cayó cuan largo era sobre el suelo de piedra. Aturdido, incapaz por un instante de moverse, sintió cómo le despojaban violentamente del calzado y tiraban de uno de los dedos de su pie.

El inconfundible chasquido de unas tijeras precedió a la punzada de dolor insoportable, que tiñó su consciencia del negro más opaco que hubiera podido imaginar.

 

***

 

Desnudo y apesadumbrado por la culpa, cubriendo mis vergüenzas mediante una hoja, contemplo la inmortal escena ante mí. La campiña frente a Gante bulle de fieles adorando al Cordero sobre el altar central. Paganos, judíos, obispos, caballeros, mártires, ángeles, ermitaños, peregrinos, todos rinden pleitesía a nuestro Señor. Y en el extremo contrario al que ocupo, al otro lado de más ángeles, la Virgen, Dios y Juan Bautista, está ella, sosteniendo la infame manzana.

La cuarteta rimada en el extremo inferior relega a Jan Van Eyck a la categoría de segundo, tras su hermano, del cuál no existe mejor. Hermanos que, como Caín y Abel, en el bajorrelieve simulado sobre mí, ofrecen sus dotes a Dios, recibiendo desiguales resultados. Hermanos que, como Caín y Abel, pintados también sobre Eva, matan y mueren, uno a manos del otro.

Pero yo no he muerto. Y ella tampoco. Inmortales, privados de la resurrección de la carne y del paraíso tras un Juicio Final al que no asistiremos, estaremos separados para siempre, excepto cuando el retablo entero se cierre sobre sus goznes y ambos nos enfrentemos a Dios, juntos.

Entonces nos daremos la espalda.

 

 

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 Bienvenido/a, Miguel Santadnder

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mawser
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Un relato realmente bueno, se nota que ha sido meditado y estudiado lentamente. Me gusta cómo el autor utiliza la fantasía para explicar la creación del famoso Políptico de Gante, fantaseando al mismo tiempo sobre la autoría de cada parte del mismo (¿Hubert o Jan?). A partir de ahora veré la obra de Jan Van Eyck con otros ojos...
 

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