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Religión

Me llamo Juan Sebastián Rodríguez de la Espriella y no creo en nada. Fui criado católico y me llamé a mí mismo de esa manera por mucho tiempo. No es que no quiera creer en algo, es que simplemente no he encontrado eso que me convenza lo suficiente. He leído la biblia, he leído a Nietzsche, he leído las runas, he leído a Homero, he leído a Neruda, he leído sobre seres ficticios y reales. Sin embargo, el encantamiento no sucede o sucede, pero no dura lo suficiente. Es como ver una película, de esas que dejan el sabor en la boca por muchos días, de esas que dan ganas de quedarse al otro lado de la pantalla, es como sentir el calor en el cuerpo. Todo, al final, se convierte en pasado, todos en recuerdo, en el mejor de los casos.

Es igual a la historia de la humanidad, miro el siglo diecinueve y me conmueve, siento algo así como simpatía, casi que afecto por la humanidad; pero luego llega el siglo veinte y me dan ganas de vomitar, de haber nacido en otro planeta, en otra ciudad con otro dios que no permitiera tanta barbarie entre sus hijos. No digo que todo sea malo. De cada cosa que pasa, parece que hay una experiencia rescatable para el futuro, y es que los errores y las críticas son buenos maestros. El problema es que la humanidad no parece tener buena memoria. Existen héroes y enemigos públicos, incluso hay quienes han logrado los dos títulos en una misma vida, depende del lugar donde se los pregunte. Hay otros que logran transformarse en su antítesis al dejar éste mundo. Me explico; cuando están vivos son enemigos públicos, pero cuando mueren, especialmente cuando son fusilados en la plaza pública, ya pueden ser llamados héroes. Ojalá pidiendo disculpas los muertos volvieran a la vida y las lágrimas se devolvieran a vivir entre los párpados y el alma.

Tienen razón los que dicen que un acto de fe es renunciar a la búsqueda de la verdad por los propios medios, la razón. También tienen razón los que dicen que dedicarse a pensar opaca la vida, apaga la pasión y gesta la insatisfacción y la infelicidad. Por mi parte y por el momento me declaro como alguien en búsqueda del equilibrio, por momentos. Me pongo trascendental cuando me queda tiempo. Mi religión es aquello que me despierta nuevas sensaciones, que me saca de la rutina; los caminos nuevos, los ojos de alguien, la irreverencia, el cuerpo de una mujer, la voz de una guitarra… Mi religión es darlo todo y tomarlo todo, buscarle el alma a la gente, dejarle a la gente mi alma. Mi templo es el mundo, todo lo que hay en él.

Yo no sé si exista ese amor del que tanto se habla pero nadie describe. Pero si la gente se sigue muriendo de amor, es porque tal vez sea algo por lo que vale la pena morir. Amar hasta dar todo, incluso la vida, es una idea que me inquieta. Según lo que he vivido creo que no hay nada más satisfactorio que dar lo que tengo; que ayudar a quien lo necesita; que escuchar al que quiere hablar; que valorar el momento, la vida mía tanto como la ajena; que dar lo que existe en mis manos y hasta mis propias manos por hacer la vida de alguien mejor. Con el tiempo aprendí que una sonrisa vale más que un millón monedas de oro, que trabajar por alguien es infinitamente mejor que trabajar por algo.

En mi país nos encanta criticar. A mí me encanta criticar, rajar de todo el mundo. Así somos, desbaratamos a alguien con palabras y luego lo saludamos con una sonrisa. Ciertamente algo de podrido debemos tener en el corazón, pero me gustan así, los corazones me gustan así, con pedazos muertos, la gente me gusta así, con errores, con esa forma de ser que me desespera. Me gusta tener algo contra qué pelear, me gusta tener algo que arreglar todavía en mí. El enemigo me ayuda a definirme y la fealdad de todos nosotros me hace sentir mejor al encontrarme con una sonrisa, con la sorpresa de que sí existe un alma escondida en el fondo de sus tejidos cavernosos y sus placentas. Hablo de la capacidad de sorprenderme, se agudiza con tanto defecto que hay por ahí. Es como encontrar un diamante en una piscina de estiércol, como encontrar a un recién nacido saludable y hermoso en una fosa común.

Según lo anterior, amar no es nada más que creer que en efecto sí existe tal tesoro entre los despojos o tal vida entre la muerte y atreverse a buscarlo. Alma es todo eso que me hace ser lo que soy, es el conjunto de sentimientos y pasiones que existen día a día en las personas, no aquel fantasma que va al cielo o al infierno según cuenta la leyenda. Alma es eso que me impide ser un autómata, aquello que hace que a mí me guste hablar solo y a mi vecina le guste tocar el oboe. El alma no se pierde, no se vende, no se roba, no es algo que pueda medirse en términos de dinero o bienes, es algo más grande, algo inherente a cada persona, es su conjunto, su identidad. Mi alma son estas letras y estas palabras, mi alma son estas hojas y no otras. Ella está impresa en mí desde el momento en que yo estoy impreso en el mundo. Por lo tanto mi alma está tan impresa en el mundo como yo, mi cuerpo se va, pero ella queda, queda en palabras, en estas palabras y no en otras. Mi alma es la que quiere atreverse a amar a pesar de la basura que hay en todos los seres humanos, la que le apuesta al tesoro existente en lo profundo, mi alma es inconforme, histérica, pendenciera, cobarde, mentirosa, habladora. Pero es mía.

Si he de someterme a alguna religión escogería cualquiera, de todas formas siempre he sido un pésimo feligrés, las religiones son como disciplinas y es difícil tener una disciplina si no se cree en el objetivo, si el objetivo no se ve. No obstante, el objetivo para mí, sí se ve, está en todas partes, el objetivo tiene hambre y muere en muchos lugares, en otros derrocha en cantidades alarmantes y llora por las noches. Mi objetivo es la gente. Sé que tal vez no pueda cambiar el mundo, pero no pienso quedarme con la maldita boca cerrada y las manos en los bolsillos mientras la gente se está muriendo de indiferencia. Qué importa la religión; lo que importa eres tú y soy yo, lo que importa es que la gente le sea fiel a su alma y se atreva a mirarse y vea vida en vez de muerte, diamantes en vez de mierda.

Me llamo Juan Sebastián Rodríguez de la Espriella y creo en ti.