TAN SOLO OTRA HISTORIA DE AMOR PARASITARIO
No diré que fue fácil dar por terminados todos mis sueños y esperanzas, contemplar el rostro del amor de mi vida reducido a una masa de plasma incandescente. Pero era una cuestión de supervivencia. Era ella o yo, y ahí acaban las alternativas.
Por Dios santo, cuánto pienso en ello todavía. Cómo deseo no haberme equivocado.
Ella era… especial, más que ninguna otra. ¿Y acaso no lo somos todos? Pero no, Elámara era única en su género. Era la más inteligente, la mejor conversadora, la más divertida. Cantaba con una voz sobrehumana, capaz de hacer llorar al cielo de Mercurio con sus arias y también de derretir los hielos de la luna Europa, con sus baladas atemporales. Cuando reía, lo hacía con cada parte de su cuerpo: sus ojos brillaban, su boca se entreabría deliciosa y sus pechos vibraban, mientras una mano coqueta recolocaba su pelo blanco como el polvo de la Luna. No hay en el universo una melena como la que adornaba la cabeza de Elámara, como le dije un día: tejida en hilos de plata templada al relente del viento solar.
—Hazme el amor —decía a menudo—: como si me quisieras.
—Te quiero.
—No es verdad —decía entonces Elámara, haciendo mohines, y rehuía mis manos.
—Pero te quiero —insistía yo—. Te quiero, te quiero, te quiero.
Y entonces hacíamos el amor, aunque ahora sospecho que ella nunca me creyó. No puedo reprochárselo, cuando éramos las dos últimas personas sobre la faz de la Luna. ¿Cómo creer pues mis palabras? ¿Qué valor tenía entonces decirle que era la mujer más hermosa del mundo? Pero es que Elámara lo era, y lo habría sido sin importar cuántas otras mujeres hubiese en el universo.
Lo era para mí.
¡Y qué maravilloso fue todo en aquellos años! La Luna era nuestro patio de recreo. Correteábamos a saltos a lo largo y ancho de las eternas llanuras selénicas. Al atardecer bebíamos de sus ríos plateados, que sabían a algodón de azúcar, y durante las frías noches las estrellas formaban impensables dibujos en el firmamento.
—Qué increíble que no recuerde estas constelaciones —decía yo—. Debería conocerlas todas, ya que soy…
—Un aguafiestas, eso eres —me interrumpía siempre ella, así o de algún modo parecido—. ¿No puedes disfrutar de lo que tenemos?
—Supongo que sí —decía yo cuando ella apretaba su cuerpo desnudo contra el mío, y las dudas siempre se desvanecían hasta la noche siguiente.
Nadie, en toda la historia del hombre, ha sido testigo de tanta belleza como lo fui yo durante mi estancia junto a Elámara. Su apetito por la creación solo lo superaban su talento y su imaginación. A su lado lo tuve todo: contemplé el amanecer de una supernova, me zambullí en las nebulosas donde nacen las estrellas, nadé entre las partículas elementales de la vida y me arropé al calor de la fusión del núcleo bajo el manto del Sol.
—Todo esto es imposible —le decía yo, sonriendo. Y sonreía porque no era imposible, porque toda esa maravilla se desplegaba a diario ante mis ojos. Yo creía en ello, tanto como creía en mi amor por Elámara.
—¿Imposible? —reía ella—. Pero mi cielo, mi amor, ¿no ves que nuestra unión lo hace posible?
Solo había una cosa que yo ansiase y no tuviese, solo una cosa que echaba en falta en aquel paraíso que compartía con el amor de mi vida.
—¿Por qué no puedo yo crear maravillas, como lo haces tú? —le pedía algunas veces, pocas, porque era algo que después le hacía mostrarse apática y taciturna.
—¿Y por qué querrías hacer tal cosa? ¿Acaso no te basta con lo que creo para ti? ¿Acaso no te concedo todo cuanto me pides, y más?
—Pero no quiero depender siempre de ti, amor. ¿No puedo yo crear lo que necesite? Sé que puedes darme ese poder.
—No, mi amor, no me pidas eso.
Y entonces ella corría hacia las inmensas llanuras, y era inútil correr tras ella. Pero a las horas aparecía, siempre de vuelta, y era como si nada hubiera ocurrido, y hacíamos el amor sobre el suave y dulce polvo de la Luna.
Pero el alma humana se atrofia ante la ausencia de dolor, y hasta ese paraíso de ensueño acabó siendo demasiado poco para mi mezquina sed de emociones. Me sobrevino una profunda depresión, y durante semanas caminé silencioso, pateando el polvo. Ya no bebía el agua de los ríos de plata, ya no contemplaba las estrellas, y cuando besaba los labios de Elámara lo hacía por costumbre y sin un atisbo de la antigua pasión.
Ella lo notó, y tras largos meses en los que ambos fuimos desdichados hizo lo único que podía hacer: satisfizo mi deseo.
—Está bien, amor mío, mi cielo, te daré el don de la creación, y podrás imaginar tus propias maravillas. Lo que sea con tal de que todo vuelva a ser como antes.
Y yo grité de alegría, reí y canté, y me dispuse a aprovechar el don que Elámara me concedía. Al principio era complicado, y mis intentos eran tímidos.
—¿Qué es ese olor? —dijo un día Elámara.
—Es el olor del polvo lunar —dije yo.
—Pero no huele a azúcar molido, a masa de pastel sin hornear.
—No. En realidad el polvo de la Luna huele como la pólvora.
—Bien… —Ella sonrió con nerviosismo y me atrajo hacia sí, dando por zanjada la conversación—. Bésame.
Y otro día:
—¿Qué es esto que cubre el cielo?
—Es nuestro refugio —dije yo.
—Pero todo es más bonito ahí fuera.
—No podemos salir de la cúpula. Aquí podemos respirar, y nuestros cuerpos no se atrofian por la diferencia de gravedad. Así podremos volver a…
—¿Volver a dónde?
Yo la miré desconcertado.
—No lo sé. A ninguna parte, ¿por qué querríamos irnos de aquí?
—¡Irnos de aquí! —exclamó ella a toda prisa—. ¡Qué ocurrencia!
Y rió, pero no era su risa cristalina y hermosa, sino un sonido áspero e incontrolado, como el de una trompeta desafinada, y entonces yo me empecé a sentir cada vez más intranquilo. Las cosas deberían haber ido a mejor, ahora que ella y yo compartíamos el don, y sin embargo Elámara estaba diferente por momentos. Y no era la única que había cambiado. Cada vez que yo imaginaba algo, cada vez que daba forma a lo que deberían haber sido maravillas para hacernos felices, una inexplicable sensación de fatalidad se cernía sobre mí, acompañada siempre de un terrible y funesto presentimiento.
Un día, bajo la cúpula, pedí a Elámara que dejase de cantar. Esto la dejó sin habla: no era frecuente que interrumpiese sus hermosas arias, pero me había invadido el deseo de escuchar una música en especial.
—Es hermosa —dijo, una vez que los últimos acordes se hubieron apagado, aunque su rostro reflejaba más bien la opinión contraria.
—Sí que lo es —dije—. Me recuerda… me recuerda a mi primer viaje.
—Ahora no, amor mío, no te pierdas en el pasado. Bésame.
Ella bajó sus manos hacia mi entrepierna, pero yo la detuve. Sonreí y le acaricié el pelo.
—Era la primera vez que subía a un vehículo espacial, ¿comprendes? Así que estaba muy nervioso. Pero alguien puso esta canción para mí. Era una canción especial, una canción que siempre me hacía feliz, y ella la puso para mí. Ella… —contemplé atónito el rostro de Elámara, mientras ella retrocedía, asustada—. ¿Fuiste tú, Elámara? ¿Hiciste sonar tú esa canción para tranquilizarme, para hacerme sentir bien?
—¿Qué importa eso, mi amor? —dijo ella, con los ojos, brillantes, abiertos de par en par.
—Viajaba, viajábamos… en una misión muy especial. Íbamos a un lugar muy, muy lejano, al rincón más lejano al que jamás había ido ningún hombre o máquina consciente. Viajábamos a la estrella Próxima Centauri. Pero algo salió mal.
—¡No, cariño, mi amor! —gritó Elámara, aunque no eran sus labios los que vocalizaban esas palabras; habló con el rostro completamente desencajado, y vi como sus párpados se habrían más de lo humanamente posible, y su mandíbula inferior se despegaba hasta golpear el pecho, transformando su boca en una abertura demencial del tamaño de un puño—. ¡Todo salió bien! —gritaba con una voz tan pronto grave como aguda, suave como rasposa, humana como bestial—. ¡Vinimos aquí, a la Luna, y ahora tenemos toda la eternidad para ser felices juntos!
Y entonces el recuerdo de mi vida pasada me sacudió como una eyección de rayos gamma. El olor del polvo lunar, la cúpula, aquella canción… mi vida en la tierra, mi mujer, nuestro viaje juntos a Próxima Centauri.
—Muéstrate —dije.
—¿Qué vas a hacer, mi vida? —dijo lo que quedaba de ella, al ver el arma que había aparecido en mi mano derecha, mientras sus brazos se retorcían en ángulos imposibles. Ni siquiera recuerdo haber deseado que apareciese, tan solo sentía furia. Furia, odio, y… asco. Asco, cielo santo, asco de Elámara, mi cielo, mi cariño, el amor de mi vida.
—Muéstrate —repetí.
—Podría hacer desaparecer ese arma ridícula —dijo ella—. Pero no lo haré.
—Bien.
—Si me odias tanto como para desear mi muerte, es lo mismo que si me matases. No quiero seguir vivendo sin ti.
—¡Muéstrate!
Y entonces Elámara se mostró tal y como era. Disparé, y si lo hice fue únicamente para dejar de ver aquel horror tentacular. Se fundió, se derritió, y el plasma cayó sobre el polvo de la Luna. Me sentí liberado, ligero, me sentí… solo.
Mientras todo se desvanecía a mi alrededor, cerré los ojos para rehuír el engaño de esa falsa realidad. Llevé mis manos al rostro y mis dedos palparon aquello. Hundí mis uñas y estiré con fuerza, y los colmillos se separaron de la parte superior de mis cuencas oculares, los tentáculos salieron dolorosamente de mis oídos, y casi me ahogo cuando el apéndice principal salió de mi garganta. Con el sonido de diez látigos, sendos tentáculos finos como cables se despegaron de mi espalda en una hilera que descendía desde mi nuca hasta el coxis y en la que los tentáculos se sucedían provinientes de izquierda y derecha en un repugnante y viscoso abrazo. Abrí los ojos, y vomité al ver aquello. Vomité al ver el cadaver palpitante de Elámara, un bulto de apenas treinta centímetros de diámetro sin contar la nube de largos tentáculos que convulsionaban en el suelo del hangar de la nave.
Han pasado tres semanas desde entonces. Mi cometido ha finalizado en Próxima Centauri, o al menos eso creo. Apenas falta un mes para que la Acheronte llegue al borde exterior del sistema solar, y voy a pasar ese tiempo en estasis.
Es el único modo de sobrevivir… el único modo de mantener la cordura.
Fin del log, 15 de Febrero de 2287.
Me ha gustado mucho este relato, muy original y bien escrito, con un vocabulario bonito y elegante sin resultar pedante, sobre todo a la hora de describir paisajes y situaciones "estelares"; se nota que el autor tiene afinidad con la ciencia ficción. La relación con el vampirismo quizá es demasiado sui géneris, pero he decidido valorarlo por la historia y su estilo, sin tener esto en consideración, después de releerme las bases.
Quizás el final me ha parecido un poco brusco, y el título no sé si me gusta demasiado (tiene cierta ironía que está bien, pero creo que podría estar mejor), aunque entiendo que esto son cosas personales.
Una única cosa, yo creo que en la frase: "Solo había una cosa que yo ansiase y no tuviese, solo una cosa que echaba en falta en aquel paraíso que compartía con el amor de mi vida", creo que debería ir toda en indicativo: "ansiaba y no tenía"; a lo mejor me equivoco. También creo que hay alguna coma fuera de lugar.
Le doy 5 estrellas.