Con su bolsa llena de ducados, Diego introdujo la montura en el angosto sendero que debía tomar. Estaba bordeado de árboles oscuros y retorcidos donde anidaban unas aves siniestras, amenazadoras, que parecían cuervos; pero su tamaño era superior. Aunque ninguna de ellas se movió al verle, estuvo en tensión hasta que desaparecieron de su vista. No le gustaban esos ojillos rutilantes del color de la sangre.
Pensó, para superar el temor, en lo que le daría el alcalde si mataba a la mujer del bosque: cinco bolsas como la que recibió por adelantado. Eso le serviría para retirarse de una vida mercenaria que empezaba a aborrecer, pues cada misión era una partida de dados contra la muerte.
Tras acabarse el sendero, columbró el humo de una chimenea y supo que su destino estaba cerca. La rala y seca vegetación le permitió continuar a lomos del caballo, así que no tardó en hallarse ante una pequeña cabaña de madera. No vio nada especial en ella, incluso daba la impresión de ser acogedora; mas sabía que se trataba del hogar de Sherezade, una mujer que, según dicen, hace tratos con Belial. Le dieron una Biblia para protegerse de sus artimañas, y el cura del pueblo tuvo la cortesía de bendecirle la espada, ungiéndola con agua bendita; aun así, Diego no las tenía todas consigo. Sus manos temblaban cuando ató el caballo a un poste y entró en la cabaña.
Espada en ristre, buscó sin éxito a la mujer: allí no había nadie. Además, la vivienda era completamente normal, con su cama, su mesa, su despensa. Imaginaba que la guarida de una bruja sería distinta, más tétrica. Tuvo la impresión de que algo se movió en un espejo, uno grande y ovalado; pero después de examinarlo a conciencia, juzgó que no tenía nada de especial. Empezó a caminar en círculos, ofuscado. Si la bruja se fue de allí, estaba decidido a afirmar que la ajustició él, él y nadie más. Entonces reparó en el fuego que ardía en la chimenea y en la despensa llena de comida. No, la bruja no debía de andar lejos, dedujo.
Un gemido laxo llegó hasta sus oídos. Venía de abajo, del suelo; apartó la pesada alfombra que estaba ante la chimenea y descubrió lo que imaginaba que descubriría: una trampilla. Bajo ella, una escala de madera descendía hasta ser devorada por la oscuridad. Un dilema enorme se le presentó, porque no le gustaba embocarse en esos sitios; hacerlo significaba correr el riesgo de un ataque por sorpresa, y los hados ya fueron demasiado benévolos con él en otras ocasiones similares. ¿Y si abandonaba?, se preguntó, ¿y si escapaba con el dinero que ya tenía? Volvió a escuchar el gemido, esta vez con más claridad que antes: oscuridad y gemidos frente a una fortuna. Ganó la fortuna.
Cogió un candil y, una vez encendido, se persignó varias veces antes de bajar.
Lo que vio se acercaba bastante más a su idea de cómo debe ser una guarida brujesca: en el suelo, había una larga escoba; en el techo, un muñeco de paja que alguien colgó del cuello. Mientras acercaba la luz para examinarlo de cerca, escuchó de nuevo aquel gemido, que ahora sonaba con mayor claridad. Avanzó un poco, candil en una mano y espada en otra, hasta conocer mejor el lugar en el que se encontraba. El tacto de la Biblia contra su pecho, pues la llevaba bajo la camisa, le tranquilizaba: no conocía mejor armadura en una situación así.
Estaba en un pasillo con una celda a cada lado, es decir, en una mazmorra. Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, fue capaz de ver al prisionero que había allí: un hombre desollado, desollado pero vivo. Casi se le cayó el candil al verlo. De él provenían, supuso, los lamentos que escuchó. Se encontraba en posición fetal, temblando de pies a cabeza. No lejos de él, vislumbró una mesa ensangrentada con varias agujas de punto, también ensangrentadas. Diego se tapó la boca al sentir una arcada; tuvo que alejarse para no devolver el queso del desayuno.
Necesitó un tiempo considerable antes de atreverse a iluminar la otra celda, y lo que vio en ella no le decepcionó: puercos con feas y babeantes cabezas humanas. Sintió la pulsión de decapitarlos para liberarles de su tormento, despojarles de su sucio cuerpo animal; pero sus dedos trémulos fueron incapaces de abandonar el candil o la espada para introducir la llave, que estaba colgada en la pared.
—Diego —dijo una voz femenina—, ven conmigo.
Sherezade había bajado la escala y le miraba fijamente. Una luminaria flotaba sobre su hombro, mostrando un cuerpo atezado, desnudo y voluptuoso.
—Vamos, Diego, vamos arriba a jugar. —Lanzó un beso y subió la escala, seguida de la luz.
Diego volvió a estar en una disyuntiva: pechos prominentes frente a una fortuna. Ganaron los pechos.
Sin embargo, no se despojó del arma porque su confianza, a diferencia de su falo, aún no era firme.
Fue tras la mujer tan rápido que casi se cae durante el ascenso. Al llegar arriba, vio cómo meneaba el trasero y le incitaba a seguirla… a través del espejo. Lo último no le hizo gracia, ya que abominaba de la brujería; pero ese trasero, esos pechos, esa negra melena lacia y suave… Aún se podía oler el perfume delicioso que había dejado al pasar. Sacó la Biblia de la camisa para usarla de escudo, alzó la espada, apretó los dientes, cerró los ojos y se introdujo en el espejo.
Al abrirlos de nuevo, se hallaba en una habitación suntuosa, nada que ver con la cabaña. Elaboradas figuras de alabastro rodeaban un lecho inmenso; en él le esperaba Sherezade con las piernas abiertas y masajeándose los pechos. Aquella visión hizo que Diego soltase sus defensas antes de quitarse los pantalones. Ni siquiera se fijó en las exquisitas alfombras que decoraban las paredes, ornadas con ilustraciones eróticas de toda índole: posturas, felaciones, rostros sonrientes mientras una lluvia dorada les empapaba.
Diego saltó sobre Sherezade y ella se dejó poseer al tiempo que gemía sensualmente. El lecho se balanceó con violencia durante varios minutos, haciendo un intenso estrépito. Antes de llegar al clímax, Sherezade tomó el control y se colocó encima del hombre, que sonreía como un bobalicón.
Su sonrisa se apagó cuando Sherezade mostró su verdadera forma: una vieja gibosa, arrugada y desdentada. Ahora sus pechos colgaban hasta la cintura; ahora era ella la que sonreía, meneando unos mechones grises que se asemejaban a las ramas de un árbol muerto. Diego soltó un alarido e intentó darle un puñetazo a la mujer, pero ésta se transformó en humo.
—¿Qué pasa, Diego? ¿No te gusto? —dijo una voz con retintín, cuyo sonido revoloteó a su alrededor hasta perderse.
Diego avanzó hacia la Biblia y la levantó en alto. Luego rezó el Pater noster a toda velocidad.
—¿Crees que eso va a servir de algo? —inquirió la voz mientras un cuerpo de anciana se materializaba sobre la cama; estaba de costado, con una mano apoyada en la cabeza y las piernas cruzadas—. Aquí no está Dios, no te escucha.
Asustado, asió la espada con ambas manos e intentó dividir a la bruja en dos, lo cual fue inútil: inopinadamente, no sostenía una espada de acero toledano, sino un ramillete de flores.
—¿Para mí? Gracias, muy galante —dijo Sherezade, cogiéndolas con intención de olerlas.
Diego, abandonada ya toda esperanza, huyó como un galgo hacia el espejo: ya no le importaban ni la fortuna ni los pechos, sólo quería alejarse de allí lo antes posible. Cuando se impulsó para ir rápido de una dimensión a otra, se estrelló de narices contra el metal bruñido, que permaneció misteriosamente intacto, y se cayó al suelo, sujetándose la nariz mientras escuchaba a la bruja acercarse por detrás; ésta susurró palabras arcanas, malditas. Diego sintió un fuerte dolor en todo su cuerpo, y después frío, un frío que quemaba. Luego vino la nada, la no existencia; pero duró sólo unos pocos segundos: sin saber cómo, de repente se encontraba en un célebre lupanar, su preferido, bañándose en agua tibia con tres mujeres solícitas y hermosas.
Entonces lo tuvo claro: se había quedado dormido allí, al calor de esa agua y esos cuerpos que se frotaban contra él. Dio un grito de júbilo que asustó a las acompañantes.
—¡Era una pesadilla! ¡Una pesadilla! —exclamó.
Acarició el húmedo cabello de la morena —había una candente rubia, una suave pelirroja y una enérgica morena—; lo hizo suavemente, con mimo, y se quedó con varios mechones en la mano.
—Qué demonios… —dijo en voz queda.
Las mujeres se alejaron unos pasos de él y, tras llevarse las manos a la cabeza, se arrancaron la piel del rostro. Diego estaba paralizado por una fuerza invisible, así que sólo podía esperar y permitir que esos semblantes se acercasen al suyo para obsequiarle con repulsivos ósculos.
Antes de que el sufrimiento se extendiese demasiado, despertó; despertó al fin de lo que sí era una pesadilla. Volvió a sentir un frío terrible, y el dolor recorría todo su cuerpo como si miríadas de anzuelos lo rasgasen profundamente. Una llama azul iluminaba la umbría celda donde ahora se hallaba. Distinguió la silueta del hombre desollado, aún en postura fetal, y una mesa con agujas de punto. Horas más tarde, Sherezade cogió una de ellas cuando le hizo una visita; la primera de muchas.
—Vamos a jugar, Diego —dijo con su sonrisa desdentada y negruzca.
Por todos los demonios. Me ha costado un montón publicar esto por culpa del código satánico de marras.
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