Queridos hijos:
Os escribo este e mail para contaros algo de lo que no os he hablado nunca: Cómo conocí a vuestra madre.
Si hasta ahora he guardado silencio es porque, sencillamente, no pensé que fue una cosa que pudiera interesaros, algo que tuviera la más mínima importancia. La gente simplemente se conoce, se gusta y se casa. Pero una cosa que os contaré más tarde ha hecho que vea necesario contaros la historia de vuestra madre y mía.
Todo comenzó hace treinta años. Yo por aquel entonces tenía 26 años y llevaba toda la vida saliendo con la misma chica: Valeria. (Bueno toda la vida, ya me entendéis. Comenzamos a salir con apenas quince años) Hasta entonces había sido mi primera y única novia. Yo había terminado derecho hacía un par de años y ahora trabajaba en un despacho de abogados en el que me coloco un amigo de vuestro abuelo. Valeria por su parte era economista y trabajaba en el departamento de tesorería de una gran empresa. Ambos teníamos un buen futuro, éramos jóvenes, guapos y nos queríamos. Quería a Valeria como no había querido a nadie en el mundo. Y de hecho hoy, sobre todo después de lo que he descubierto, puedo decir que es única mujer a la que realmente he amado. Supongo que os sorprenderá y os dolerá oír esto, todo hijo espera que su madre sea la mujer ideal para su padre y viceversa. Todos pensamos que no nuestros padres están por encima de todo y que entre ellos el amor reina como si de una pareja de cuento se tratase. No es así. Seguid leyendo y lo entenderéis.
Pero como os iba diciendo, mi vida hace treinta años era perfecta. Pero algo cambió de pronto. Todo empezó con un pequeño hecho baladí, uno de esos pequeños infortunios a los que no damos la mayor importancia por el simple hecho de que no la merecen.
A Valeria le salió un quiste detrás de la oreja. No era nada grave pero convenía operarlo. Valeria tenía seguro médico privado y nos atendieron rápido y sin listas de espera. Era una cosa simple, solo requería anestesia local y un par de puntos. No obstante ingresamos en el hospital varias horas antes de la operación. Era una forma de que el paciente se acostumbrase a su entorno y no tuviese miedo. En ese tiempo conocería al equipo médico y cuando llegase la hora fijada la operarían. Tras salir del quirófano estaría un rato descansando y podríamos volverá a casa.
Mientras esperábamos a que llegara la hora apareció una enfermera para tomar la tensión a Valeria. Salí de la habitación para dejarla hacer su trabajo y, para que tras salir la enfermera, Valeria y su madre estuvieran un rato juntas y solas; la operación no era nada, pero ya sabéis como son las madres. Al salir de la habitación la enfermera me habló:
—Hola. ¿Estás nervioso?
La enfermera, en la que hasta el momento no me había fijado, era una chica alta, de tez algo morena y un bonito acento cubano. Sus ojos estaban fijados en los míos. En ese momento no podía mirar otra cosa que no fuesen sus ojos y la mirada cálida y comprensiva que de ellos emanaba.
—Sí, un poco. Dicen que no es nada... pero ya sabes…
—Te entiendo. Es normal que estés preocupado. Pero no te inquietes el doctor sabe lo que hace y la operación es sencilla.
—Lo sé…pero…
—Oye, tengo un rato libre. Voy a bajar a fumar y a por un café de máquina. Acompáñame y así te distraes un poco.
Me sorprendió que la enfermera me propusiese acompañarla a tomar un café, pero me pareció buena idea. Me estaba preocupando en exceso y no merecía la pena… además, su mirada me inspiraba confianza. Acepté
—Por cierto me llamo Diego
—Yo soy Yanet
No recuerdo esa conversación, hace demasiados años. Sólo sé que fue agradable y que me costaba apartar la mirada de esos ojos color miel. Tras acabar el café subí a la habitación. Faltaban sólo unos minutos para que metieran a Valeria a quirófano, me despedí de ella y se la llevaron.
Estaba nervioso, histérico, enfadado. La operación no debía durar más de tres cuartos de hora y hacía ya dos horas y media que a Valeria se la habían llevado al quirófano. El médico apareció por el pasillo. Tenía un andar peculiar, como el que tienen las personas que se esfuerzan en parecer tranquilas. No hizo falta que abriese la boca, su rostro reflejaba que era portador de malas noticias. Valeria había sufrido un shock anafiláctico como consecuencia de una alergia a la anestesia; se encontraba en coma.
El efecto que me produjo semejante noticia no creo que os lo podáis llegar realmente a imaginar. Pero sí adivinareis que fue de todo menos agradable, probablemente haya sido uno de los peores momentos de mi vida. Desde ese instante no me separe ni un momento de la cama de Valeria, y si no hubiera sido por la compañía de vuestra madre, no sé cómo lo hubiera sobrellevado. Sí, porque como habéis supuesto, hijos, esa enfermera es vuestra madre… Era fácil de adivinar, no hay muchas Yanet. El caso es que tras tres meses de agónica lucha Valeria murió. Al marcharme de allí, Yanet se despidió con cariño de mí y me dio su teléfono por si necesitaba hablar con alguien. Al principio me resistí a hacerlo, no me parecía correcto llamar a la enfermera… pero cada día que pasaba más me daba cuenta que día tras día me había acostumbrado a esa mirada hipnótica, a esa cálida voz, a la dulzura de sus palabras. Y es que después de tres meses Yanet era parte de mi vida, se había ido haciendo parte de ella con la misma suavidad que Valeria retrocedía de la misma.
Por fin me decidí a llamarla y poco a poco comenzamos a salir. Me sentí algo culpable al principio pero tenía derecho a rehacer mi vida. Además ¿quién sabe? A lo mejor todo era una decisión del destino que había propiciado que Yanet entrara en mi vida de una forma tan trágica. El caso es que yo cada día estaba más enamorado. Era un enamoramiento como nunca lo había sentido antes, quizá incluso enfermizo. No sabía vivir sin Yanet, necesitaba hablar con ella cada día, verla. Era incapaz de mirar a otra mujer, no ya con deseo, sino tampoco de admirar su belleza. Únicamente tenía ojos para vuestra madre. Que pudiera dejarme, cansarse de mí, era mi mayor temor. Me esforzaba día a día en seducirla, en enamorarla, la colmaba de regalos y atenciones. Afortunadamente Yanet me correspondía. Tanto era nuestro amor y nuestra felicidad, que al poco de comenzar a salir nuestra relación iba tan en serio que comenzábamos a hablar de boda a no muy largo plazo. Pero antes de dar el paso debía de presentarle mi novia a vuestro abuelo; era lo correcto.
Temía su reacción, vuestro abuelo era de por sí un poco racista y tenía especial inquina a los cubanos; no en balde su padre había muerto en la batalla de Santiago de Cuba. No obstante no estaba dispuesto a que ningún estúpido prejuicio paterno me impidiera consumar mi felicidad contrayendo matrimonio con Yanet. Así pues, yo y vuestra madre fuimos a comer a casa de vuestro abuelo. La comida comenzó tensa para ir empeorando por momentos, vuestro abuelo llamó de todo a vuestra madre y poco menos que nos echó de su casa y juro oponerse a ese matrimonio con todas sus fuerzas. Yanet estaba destrozada, y casi al borde llanto la dejé en su casa. Insistí en quedarme para hacerla compañía pero me aseguró en que prefería estar sola. Temía que me abandonase por culpa de la tozudez de vuestro abuelo, que prefiriera alejarse de mí antes que destrozar una familia o vivir enfrentada a un suegro que no la quería ver ni en pintura. En ese momento debo de decir que odiaba a vuestro abuelo, y eso que siempre había tenido una excelente relación con mi padre. Nunca me he arrepentido tanto de odiar a nadie como aquel día. Apenas dos horas después me llamaron del hospital; vuestro abuelo había muerto de un infarto.
Me sentía culpable, sí. Pero por otro lado aliviado de que ya nada se opusiera a mi relación con vuestra madre, tal era el amor que sentía. Además, si se había alterado tanto por conocer a una persona de otro país el único responsable de sus prejuicios era él. O eso pensé en aquellos días. El caso es que, absorto por vuestra madre, nos casamos lo antes posible.
El resto de la historia más o menos la conocéis. Fueron año de feliz matrimonio en los que nacisteis y crecisteis vosotros dos. Aunque en realidad no fueron siempre tan felices. Sé que vuestra madre al poco se cansó de mí, que me engañaba con otros hombres. Al principio, despechado, se me pasó por la cabeza pagarla con la misma moneda y acostarme con otra cualquiera. Recuerdo que salí dispuesto a ir un burdel de lujo a darme un buen homenaje. De camino al lupanar tuve aquel accidente que recordareis, el de la maceta que cayó de un balcón rompiéndome el hombro. Pensé que me lo tenía merecido, que era el karma el que me había impedido cometer una traición. Por un tiempo esos turbios pensamientos se esfumaron de mi cabeza. Pero no por ello la situación mejoraba. Sabía que vuestra madre me seguía engañando. Recibía extrañas llamadas que no se esforzaba demasiado en disimular. Y cada vez era más fría, más distante. En nuestra relación había cordialidad, pero no amor. Aun así aguanté hasta que pasasteis la adolescencia. Entonces me decidí a pedir el divorcio, incluso hablé con un abogado. Estaba punto de iniciar los trámites cuando sufrí el infarto. Lo atribuí a los nervios, a la tensión del momento. Y vuestra madre, como buena enfermera me cuido todo lo que pudo. Llegué a la conclusión de que era mejor dejarlo estar, que el matrimonio debía ser eso. Primero amor, y luego una indiferencia, un cariño como mucho, leal y abnegada.
Como sabéis hace cosa de una semana vuestra madre fue a Cuba a visitar a vuestra abuela: poco debe quedarle de vida a esa anciana. En mi soledad me he puesto a revisar facturas, papeles y a hacer limpieza de cosas inútiles. En medio del trajín he encontrado una pequeña carpeta oculta tras una vieja enciclopedia. Intrigado la he abierto: contenía el contrato de alquiler de un trastero a nombre de vuestra madre y los recibos de pago de la mensualidad. Nunca había oído hablar a vuestra madre de ese trastero. No he podido resistirme y he ido a verlo.
Al abrir la puerta del pequeño cuartucho mi sorpresa ha sido mayúscula: sobre una mesa cubierta con tela blanca había una extraña figura; un ídolo de gran cabeza. A su alrededor pequeñas figurillas y estampitas de santos. El resto de la mesa estaba ocupado por un plato manchado de sangre y plumas de ave, y por restos de cera y velas. A los pies del altar había un muñeco con una fotografía mía por cara un mecho de pelo en la cabeza. Tenía un alfiler en el corazón y otro y en el hombro. A su lado un muñeco de vuestro abuelo estaba atravesado por un clavo a la altura del pecho. En el interior de una caja de zapatos, a modo de ataúd, reposaba un monigote con una pulsera que reconocí como la que Valeria siempre llevaba puesta.
Ahora entiendo todo, ahora entiendo que mi vida ha sido una farsa, que he sido la marioneta de vuestra madre. Y que ésta no ha dudado en matar o herir para cumplir sus propósitos. Pero hay algo más terrible aún hijos míos, sobre el altar, de momentos intactos, descansaban dos muñecos con vuestro rostro. Sé que mañana regresa vuestra madre. Espero que no sospeche nada, espero tener éxito en mi propósito, si es así mañana enterrareis a vuestros padres.
Adiós hijos, espero que sepáis perdonarme.
Os quiere: Papá
Un relato epistolar, sencillo y sin demasiados sobresaltos. No ocurre nada que no podamos preveer desde el principio. El título, a pesar de encajar con el argumento, me parece poco acertado para este concurso, porque nos obliga a recordar esa escena del salón con Ted Mosby y sus dos hijos, lo cual hace que el aura de terror que podía presentar la última escena del trastero se esfume por completo. He encontrado algunas erratas en el texto: comas que faltan, tildes y alguna palabra que se ha colado como resquicio de una frase ya borrada. En cuanto al argumento, me parece poco original, debo reconocerlo, pero a pesar de ello, el autor ha sabido conducir bien los acontecimientos hasta llegar al desenlace. Dibujando, mientras tanto, la imagen de la madre con las correctas pinceladas para que el lector sospeche de sus intenciones y de que todas las desgracias eran obra suya. Sin embargo, creo que faltan más descripciones y, como digo, tensión, mucha tensión; sobre todo en el final, que queda algo precipitado y nada sorprendente.
Le doy ★★☆☆☆
Giny Valrís
LoscuentosdeVaho