Era sólo un niño ¡Por Dios!, gritó la madre de Octavio, al padre, que lo seguía culpando. Era la décima vez que don Melquiades lo rechazaba, le decía que no volviera, que era un asesino, que nunca iba a reparar su criminal estupidez así consiguiera todos los diplomas del mundo. Se lo gritaba, usando hijueputa y malparido como signos de puntuación, salpicando saliva, entre agitación y agitación, como si fuera el único regaño en el que juntara todos los regaños de todos los padres desobedecidos, como si quisiera provocar que su hijo se descompusiera y terminara matándolo a él también.
Octavio decidió visitar a su familia ocho años después de haber partido para Ibagué. Se gastó cinco estudiando en la Universidad del Tolima y trabajando en cualquier cosa que le saliera al paso, para graduarse de contador público. Los otros tres fueron en cierto sentido exitosos. Hizo contratos con alcaldías, gobernaciones, empresas privadas y públicas. Tuvo la fortuna de no tener horario ni oficina, pues trabajaba en su casa, como quería y se le antojaba. Hacía turnos de hasta dieciocho horas, en los que podía responder por la cascada abrumadora de cifras, informes y documentos contables. Poco tiempo dejó al licor y las mujeres. Aunque el dinero siempre fue bien recibido y un gran efecto secundario, su propósito al trabajar tanto era evitar dormir lo que le fuera humanamente posible para no soñar con ella. Con su muerte. Con el dolor.
En todo ese tiempo llamaba a su casa y hablaba con su mamá, doña Yaneth, y su hermano menor, Víctor, que había asumido la tarea de soportar emocionalmente a sus padres después de la tragedia. Por el teléfono, su madre le hablaba alegremente ¿Por qué no? Era la voz de su hijo mayor, y esa voz, era la única prueba de que estaba vivo. Ella pensó que después de la graduación, él iría con frecuencia a la finca, pero no, resultó imposible convencerlo en los tres años posteriores de que fuera de visita, pues el arrume de trabajos que consiguió lo absorbió más que la universidad y los trabajos para pagársela. La verdad, él sí quería ir. Extrañaba las montañas, en el norte del Tolima. Las guayabas en los árboles que crecían donde a los pájaros les daba la gana sembrarlos con cagadas diminutas y rojizas. El aguacate, el café, el plátano, la yuca. Cuando pensaba en todo eso sentía ganas de alistar la maleta, acomodarse en una buseta, luego en un destartalado Toyota y caminar por más de una hora, para llegar a la finca. Muchas veces la tuvo lista, pero de repente, pensaba que tal vez escucharía en el camino algún canto infernal de puerco; entonces se quedaba pasmado, en la puerta de su apartamento, mirando el 302 de enfrente, mientras se ennegrecía poco a poco el brillo surgido momentos antes por los recuerdos y deseos felices. Entraba de nuevo en su casa, en su habitación, se sentaba en un rincón y empezaba llorar. Como un desquiciado, gritaba “por qué no lo solté antes para que comiera, por qué no le di de comer”. Lloraba y gritaba por más o menos diez minutos, y después se quedaba durante horas en completo silencio, agarrándose las rodillas y descargando su cabeza en una pared.
Después de tres años de alistar la maleta y no viajar, decidió levantarse, agarrar el equipaje y salir. Los recuerdos se agolparon en su cabeza y los sintió como si fueran dedos de una mano invisible que no lo dejaba avanzar, sintió que el terror intentaba retenerlo con garras y espinas mentales, que desgarraban su cordura y su alma por haberse decidido a enfrentar su pasado y la fobia que le producían los cerdos.
Pero toda esa lucha contra su terror interno fue en vano. En menos de veinticuatro horas se encontró entrando a su apartamento, dándole la espalda al 302. Además de soportar el sonido de algunos cerdos en las cercanías, tuvo que sufrir el rechazo de su padre, que le recalcó su fatal error, el llanto de su madre y el silencio sepulcral de su hermano. La misma escena se repitió cada año… diez veces.
Diez años del mismo ciclo asesino de sucordura.
Entonces su alma sintió hambre, como aquel cerdo. La décima vez que entraba en su apartamento, después de sufrir el décimo rechazo, su alma le exigió que la llenara con algo, pues había quedado vacía al desintegrarse su cordura. “Debo comer o comeré de tus pensamientos, de tus sentimientos, de lo poco que queda”. Como su huésped no hizo nada, sólo se quedó ahí, pasmado en la entrada, dándole la espalda al 302, continuó: “Dame odio o cualquier cosa, comeré cualquier cosa, como el cerdo, que dejaste amarrado y hambriento, por descuido, y por no aguantar más, se soltó y comió lo que primero se encontró”.
La mirada de Octavio se llenó de lágrimas, pero su expresión se quedó congelada. Entonces, sintió que algo tiraba de su pantalón. Miró hacia abajo, detrás de él. Era una niña de tres años, de cabello castaño y liso, ojos miel y piel trigueña, que tenía en la otra mano una galleta que había visitado el suelo en varias ocasiones. “comeré cualquier cosa, como el cerdo” escuchó de nuevo en su interior, y su mente voló de nuevo, irremediablemente hacia el pasado.
“Octavio, dale de comer a Teresita” ordenó doña Yaneth. Ella no podía hacerlo, estaba amamantando a Víctor. Octavio quiso obedecer, pero simplemente se dejó arrastrar por su naturaleza de niño y decidió alejarse a escondidas, dejando a la niña con el plato de colada de plátano, sentada en el umbral de la puerta trasera. Los amiguitos lo llamaron para observar el extraño animal que se estaba pudriendo en el río y que había aparecido de repente. Cuando estaban analizando el gran bicho, escuchó gritos inmundos, de su madre. Todos los niños callaron. Salió corriendo y en un par de minutos consumió la distancia hasta su hermana… llegó y encontró a doña Yaneth arrodillada, vomitando, junto a lo que quedaba de Teresita: sus intestinos regados junto al plato de colada, las costillas expuestas como en un matadero, muñones sangrientos, sus ojos color miel petrificados, lanzando una mirada inerte hacia el sol de la media tarde. De música de fondo, el llanto hambriento de su hermano Víctor. Escuchó los soplidos del puerco. Lo vio, tenía el hocico chorreando sangre y baba. Ubicó un machete. Lo persiguió. Él, con tan sólo diez años, delgado y bajito, se enfrentó con un puerco de más de setenta kilogramos. Lo acorraló, lo apuñaló, lo degolló, lo descuartizó, se untó de sangre, de mierda, lo pisoteó, lo maldijo y maldijo a todos los cerdos del mundo. Mientras jadeaba por el esfuerzo, a la música de fondo, dirigida por la desgracia del mundo en persona, se unieron los alaridos tenebrosos de su padre.
Veintiséis años después, con la niña que se parecía a Teresita prendida de su pantalón, miró hacia el frente y vio el interior del apartamento 302… nadie. Miró hacia su apartamento.Su boca dibujó una sonrisa siniestra. Se imaginó llevando la niña al interior. ¿Dónde daría el primer mordisco? Acarició sus incisivos con la lengua, preguntándose si tendrían el suficiente filo para cortar la suave piel. ¿Dónde daría el primero? En el cuello, podría ser, pero no, el cerdo no lo hizo así. Era mejor empezar por el vientre, por el ombligo. Sí. Así saciaría su alma. Pero en cuanto tomó a la niña en sus brazos, algo pasó por su cabeza, fugaz y candente. No supo si fue un recuerdo feliz con Teresita o la fundición de la última pizca de su cordura, pero lo detuvo.Sacudió su cabeza, ingresó al 302, encontró a una mujer, que dedujo era la madre de la criatura por el parecido, se la entregó, le reprochó el haberla dejado sola y salió.
Al instante entró en su apartamento, fue a su habitación, abrió la gran ventana que daba una vista magnífica de Ibagué, y ante tal escenario de civilización y cordura, se lanzó con premura, con afán, con torpeza, como si tuviera hambre del pavimento que segundos después lo recibió con una dureza mortal.
Relato admitido a concurso.