I
La vieja Fiammetta me sonríe, me besa en la frente, pone un amuleto en la palma de mi mano. Me dice con palabras dulces y voz de esparto que todo irá bien, que hay que confiar en nuestra Señora. No le quiero decir lo asustada que estoy, aunque creo que lo sabe de sobra. Su sonrisa se amplía tanto como se contrae mi corazón: con cada latido, crece el dolor que se gesta en mi pecho, y noto que me cuesta respirar. Deseo ir, pero me da miedo.
La lumbre regala reflejos dorados y tinieblas por toda la estancia, haciendo que las sombras de mis hermanas bailen por las paredes de la pequeña habitación. Ellas, tan expectantes como inmóviles, me miran con preocupación. No saben si daré la talla. La vieja sí. Sonríe. Percibo una sombra de grave preocupación cruzando su rostro, pero se recompone con rapidez. Masculla algo entre dientes. Al contrario que a mí, se la ve muy segura.
- Nadie sabe qué es lo que te espera ahí fuera, niña. Sólo puedo decirte que sabrás con claridad cuándo has llegado, cuándo lo has conseguido.
- ¿Y si no lo consigo?
- Tú no pienses en eso. Nuestra Señora te acompañará, todo irá bien.
La vieja Fiammetta se agacha frente a la lumbre de la chimenea y remueve el contenido de un caldero, añadiendo unas cuantas raíces y distintas hojas. Luego le suma un caldo que vierte de una cazuela y lo mezcla pacientemente con el cucharón. Cuando está listo, me coge de la mano, me siento a su lado y respiro el vapor fétido del caldero. Inflamo mis pulmones con él. Toso, y cuando vuelvo a mirar, la habitación ha cambiado. La vieja ha mutado, mis hermanas tienen otro aspecto; sus nuevas formas me aterran. Sus nuevos ojos me dan pavor.
-Ahora estás lista – dice, mientras me cubre con mi abrigo y me entrega un zurrón con algo de comida. Algo vivo se mueve dentro del morral: en su interior hay un gallo inmovilizado y con el pico atado. Sin entender, miro a la vieja. Ella sonríe. - Recuerda, Leonora: no te detengas, se prudente con los desconocidos y ten fe en nuestra Señora.
II
Un sendero tenebroso se abre delante de mí, oscuro como un sudario, como el velo de Diana. Queda atrás el hogar de mis hermanas. Todas y cada una de ellas me han abrazado y besado el rostro, y susurrado al oído sortilegios de protección antes de partir. La vieja me ha otorgado su bendición y me ha advertido que me mantenga siempre alerta. Mis hermanas son renuentes a hablar de sus propias iniciaciones, pero en ocasiones, en confianza y al calor del hogar, murmuran sus experiencias a media voz. En una ocasión, Graziana, mujer de buena fama por su buen juicio, dijo tras muchas historias escuchaban, que recorrer esta senda sombría le regalaba algo distinto a cada una, algo que necesitaban. Sus palabras fueron recibidas con frialdad y desconfianza por las otras.
Recorremos nuestro camino y dejamos de ser niñas para convertirnos en adultas, pero no todas han vuelto a casa, y algunas de las que han regresado estaban fuera de sus cabales. Por si fuera poco, sabemos que cada vez hay más inquisidores en esta región, lo que hace más peligroso el viajar sola por las sendas solitarias del bosque.
Salgo de los límites del pueblo, dejando atrás las ventanas alumbradas, el calor de las hogueras y la seguridad del lecho. Recorro un largo tramo con la ayuda de un farol, pues se adivina la luna en la línea del horizonte, pero aún no está a la vista. Camino esperando el momento en que la luz selenita de nuestra Señora guíe mi camino, pues el candil ilumina apenas a un metro de distancia y compacta la oscuridad que me rodea; debo parecer un fuego fatuo perdido en la inmensidad de la noche.
A pesar de la fría lana con la que me abrigo, el frío es palpable. Su tacto atenaza mis mejillas y recorre mi piel, yendo en busca de mis huesos, y por si fuera poca prueba para mi voluntad, comienza a llover. A pesar de todo, creo que la noche es propicia, pues entre nubes de tormenta, la luna se alza poco a poco como reina de la oscuridad en los cielos, observando mi tránsito y protegiendo mis pasos. El fulgor de Selene proyecta las negras sombras de los cipreses sobre mi camino. Éstos elevan sus penachos hasta arañar los cielos, y sus siluetas se apoderan cada rincón.
El camino se estrecha en una pequeña vereda que se interrumpe en la espesura del bosque. A un lado se abre paso un sendero que cruza por el cementerio. Yo no quiero entrar, tengo miedo de encontrarme con un ánima moradora del camposanto que pueda reclamar mi alma y devorar mi sangre y mi carne. No quiero vagar entre las lápidas como un espectro errante hasta que acontezca el fin de los tiempos, pero no parece haber otro camino. Además, debo ser fuerte y estar a la altura del reto escogido para mí, porque si mi Reina no me acepta, tan sólo me queda apelar a su misericordia.
Me dispongo a entrar en el silencio del cementerio con no poca cautela. Algo lúgubre reside aquí, algo que ha existido desde la primera chispa que iluminó el universo, algo que no tiene nombre aunque nosotros se lo demos y que se hace especialmente fuerte en las noches de luna clara. Me repito que los cementerios están bajo la protección de Diana. Mis manos y mis rodillas tiemblan, y no a causa del frío y la fuerte lluvia. Veo una fogata encendida a cuatro o cinco lápidas de distancia, y a tres figuras sentadas alrededor del fuego.
Un paso adelante de curiosidad. Otro atrás de incertidumbre. Me mantengo oculta a cierta distancia, y aguzo el oído. Me resulta muy extraño que tres mujeres que se hallen reunidas en tan siniestro lugar. Echo vistazos rápidos por el borde de la estela y las miro de refilón. Una es vieja, con la cara arrugada como un dátil seco. La segunda goza de los últimos años maternales, con un delantal sucio atado a la cintura. La última es como yo, bordea la adolescencia y por cada poro derrocha belleza en la misma proporción que tristeza.
- Ven, niña, no te escondas - dice la anciana. - Ven y siéntate con nosotras. - Me arrebujo tras mi escondrijo y guardo un silencio sepulcral, temiendo incluso respirar. De alguna manera saben que estoy aquí, oculta, a pesar de que no han mirado en mi dirección en momento alguno y que he sido muy cuidadosa en no llamar la atención. - Vamos Leonora, ven y siéntate con nosotras. - Dicen las tres a una misma vez, con la misma entonación y el mismo ritmo, como una voz sola.
Cada nervio de mi cuerpo se pone en tensión al escuchar mi nombre. Con miedo, vuelvo a mirar por el borde de la lápida, y constato que no las he visto en mi vida. ¿Cómo pueden saber quién soy? La más joven insiste una vez más y me llama. Las tres están sentadas junto a una fosa vacía, jugando con una baraja de naipes, alrededor del fuego de una hoguera junto al cual anhelo estar, mientras espero bajo una espesa capa de lluvia.
- ¿Qué queréis de mí? – pregunto.
- Vaya, te has decidido a hablar - dice la vieja sin perder de vista su juego. Entonces, habla la más joven. - Por aquí no viene mucha gente. ¿Qué haces en un lugar tan retirado en noche cerrada y con este tiempo de perros?
- Soy una peregrina en camino para rendir culto a nuestra Señora. Hoy salgo a su encuentro, para que juzgue si soy digna servidora suya.- Procuro ser ambigua en mis respuestas, es mejor que crean que venero a la Virgen María. Una nunca sabe quién es el desconocido que se cruza en tu camino. Ellas se ríen a mandíbula batiente, y la vieja contesta: - Pues mira tú qué bien. Seguro que a “nuestra Señora” le henchirá de gozo que semejante zopenca le rinda culto. Lo mismito que si le rindieran culto las ranas y los escarabajos.
- No hay por qué insultar – respondo con enfado. - Ya veo que estáis disfrutando de una partida muy amena y que no tenéis caridad de una mujer piadosa. Que paséis buena noche.
- Vaya genio que tiene la mocosa - Dice la anciana, luego habla la mujer madura. - Anda, no te amargues ese carácter tan dulce que tienes, que la vieja es siempre así de fastidiosa. Venga, siéntate con nosotras. - La mujer madura saca de su alforja una pequeña olla y comienza a calentar algo en el fuego. Yo me quedo de pie, pero vuelve a insistir una vez más y me siento. Habla entonces la más joven - Nosotras también somos servidoras de Diana, no te preocupes. Te hemos reconocido en cuánto has puesto un pie en el camposanto. - Desconfío, aunque parecen sinceras. Decido ser prudente, he escuchado historias de mujeres secuestradas por inquisidores, que luego son empleadas para atraparnos.
- Me asombra que sepáis quién soy, pues yo no os conozco.
- Tú crees que tus hermanas son las únicas hechiceras de toda Italia. No es así. – Afirma la mujer madura sin dejar de prestar atención a su caldero. - De hecho, ellas son poderosas, pero ten fe en que nuestro poder supera con mucho al suyo.
- ¿Incluso el de ella? - digo señalando en dirección a la más joven, que no aparenta ser mayor que yo.
- Acaso ella sea la más poderosa de las tres. – Contesta la mujer madura. A todas luces, estas mujeres están locas, pero la mediana me ofrece un poco de carne estofada, y aquí estamos guarecidas de la lluvia.
- Debes tener cuidado, niña. – dice la vieja tomando la palabra. - Diana, que no es otra que la primordial Hécate, es diosa caprichosa. Seguro que te han llenado esa cabeza de chorlito de petulantes historias de stregoneria1, pero ella no valora eso. Nadie sabe qué es lo que pasa por la cabeza. Puede castigar al justo y premiar al loco, o no hacerlo, o salvar al indeciso y luego extraviarlo. Esa es Diana, y si vas sin prejuicios a su encuentro, tanto mejor, así no te dolerá tanto si eres consumida por su solo antojo. – Pregunto con curiosidad, dado que no entiendo qué debo hacer.
- Cuando nos dejes, y eso será pronto, volverás a tu peregrinar, y al final de tu camino hallarás una triple encrucijada. – Dice la mujer madura. - Puedes elegir tomar el camino del perro, y tal vez volver a un pasado feliz.
- O el de la serpiente, - dice la más joven - y quizás entrar en el Strophalos2, del que pocos salen.
- O quizás al camino del caballo, y acaso cabalgar hacia un futuro incierto. – Afirma la vieja. – Pero cuidado, debes aceptar la sentencia que Hécate elija para ti cuando esto acabe, sea cual sea. No debes dudar.
- ¿Y cómo sabré cuál de los caminos tomar?
– Si eres de Diana, niña, lo sabrás. Y si no, te irás al infierno. - Afirma riendo la vieja, mientras se recuesta en el tronco del árbol y se arropa con una manta vieja. Coge la baraja de cartas y vuelve a repartir. Me ofrece jugar, pero no me apetece.
Me quedo un rato más acompañando a estas extrañas mujeres, que siguen insistiendo en los mismos temas, y en otros muchos que no vienen al caso. Ellas no me gustan, pero creo que son de fiar, así que decido recostar un poco la cabeza sobre la lápida, y esperar a que escampe; estoy cansada y necesito reponerme tras tan cansina insistencia. Sólo cierro los ojos un segundo.
Al volver a abrirlos, el alba está cercana a despuntar tras los peñascos de las lejanas montañas. Las mujeres han desaparecido y tan sólo queda como testimonio de su presencia un hilillo de humo serpenteando desde la hoguera casi extinguida. Sin perder más tiempo, cojo mis bártulos y me pongo en camino.
El bosque luce diferente, tan inquietante como en mitad de la noche. Todo se ve de un tono gris desvaído, igual que si los colores de la realidad se hubiesen diluido como acuarela, y escucho ruidos extraños en cada recodo del camino, sonidos que no soy capaz de reconocer, así que aligero el paso. Me siento frágil. No sé si me importa gran cosa la prueba, lo único que quiero es llegar donde tenga que ir y hacer lo que me corresponda para volver a casa cuanto antes, al calor del hogar y el cariño de mis hermanas. Sé que soy mala servidora de nuestra Señora, pues no entiendo de rituales, carezco de conocimientos profundos sobre botánica, artes amatorias, conjuros, maleficios o talismanes. Estoy perdida y sola en medio de un bosque tenebroso y desconocido. Tan desorientada, que sin apenas darme cuenta llego a una encrucijada presidida por una estatua triforme de Diana.
III
La talla debe medir como dos hombres, uno montado sobre el otro. Tiene tres lados, y de cada uno de ellos surge en relieve una figura distinta de Diana. En el primero, se muestra jovial y está agachada acariciando un perro grande. La segunda se muestra seria, inquieta, asustada, mientras una serpiente de proporciones monstruosas la envuelve. La tercera monta un percherón y parece dispuesta a atacar. Contemplo cada uno de los relieves bajo la luz del incipiente amanecer, a sabiendas de que nace un nuevo día y que mi tiempo se acaba.
Me siento a pensar, me pellizco las mejillas y me muerdo las uñas de pura rabia. Recuerdo que la vieja me había dicho algo importante antes de ser doblegada por el sueño, pero no puedo recordar el qué. Reflexiono sobre las palabras de las mujeres del cementerio acerca de la encrucijada, pero no estoy segura de que dijeran la verdad, y si seguir su consejo realmente no me suponga perjuicio alguno. No tengo una idea concreta de qué tengo que hacer.
Mi cabeza de chorlito finalmente acierta a hacer algo útil, y recuerdo que hace tiempo, la gorda Raffaella me explicó que los últimos días del mes se ofrecían sacrificios a nuestra Señora en una encrucijada triple. Rebusco en mi zurrón, en busca del gallo vivo que traigo conmigo. Luego, con muchos resquemores y mirando a un lado, ofrezco primero a la pobre bestia y haciendo uso de un cuchillo que tengo a mano, la mutilo y derramo su sangre sobre la figura trinitaria. El rojo tesoro se vierte por las esquinas de su basamento con el primer rayo de sol, y doy por sellado el pacto con nuestra Señora. Esparzo toda la sangre por los tres lados de la estatua y contemplo su oscura densidad escarlata regar el suelo de la tierra de mis antepasados, que deben sentirse satisfechos por el hecho de que la pequeña Leonora homenajee su recuerdo guardando sus tradiciones.
Espero, y nada ocurre. Me mantengo en silencio, y escucho un susurro que proviene de los relieves, pero no son las estatuas quienes cuchichean. Es la sangre quien me habla, y presto atención a lo que me dice. Luego hablo con ella y ella me responde, señalando el camino a tomar. El sacrificio es insuficiente, pero ya tendré tiempo más adelante para compensarlo y hacer rebosar la vasija del ofertorio a nuestra Señora. Recojo mi pelo y tapo mi cabeza con la capucha. Echo a correr, dejando atrás la estatua por el camino de la serpiente, donde vuelvo no sólo al bosque, sino a una noche oscura como pez.
Cuando las tinieblas terminan por invadir cada rincón del bosque, ya no me siento perdida. El aroma del ceremonial es perceptible a varias leguas de distancia, pero no sólo me guía el olfato, sino también el oído, pues escucho las letanías aullando en la distancia, acompañadas por el ritmo de tambores. En la distancia se distingue el titilar de unas luces, que al avanzar crecen hasta el punto de parecer incendios.
Al acercarme veo que no es incendio alguno, sino multitud de hogueras encendidas en medio de un calvero. Aparto unas ramas, anhelando ver a mis hermanas preparando un ritual de gratitud a nuestra Señora, celebrando mi llegada a salvo. En cambio, las veo atadas a postes en el centro de las hogueras, consumidas por el fuego, o ahorcadas de las ramas de los árboles, o lapidadas a pedradas. A su alrededor, inquisidores de hueros rostros recogen satisfechos sus instrumentos de tortura y se alejan en la negra noche montando a caballo. Me dejo caer de rodillas, viendo a mis hermanas ajusticiadas por canallas. Aparto la mirada y lloro con amargura.
Vuelvo a escuchar el mismo susurro, el cuchicheo de la sangre. Ahora tiene un tono distinto, más cálido, más cercano, la entonación de una madre. No dejo de llorar. Nuestra Señora, la que proclama sus designios en cada suceso de este mundo, ha elegido para mis hermanas y para mí esta aciaga ventura, y no sé por qué. Ella no deja de repetir, una y otra vez, que todo irá bien. Y por primera vez, creo que es verdad.
No importa que yo no entienda. Importa que yo crea. No necesito tener respuestas, sólo saberme querida y elegida por mi Señora. Mi estigma no era la falta de valor, sino de fe. Nuestra Señora me ha puesto a prueba, y sólo puedo reír del gozo que supone cumplir su voluntad, y consagrarme al cometido de ver resurgir de las tinieblas el nombre de la vieja Hécate para que todos los descreídos de este mundo lloren y tiemblen ante su figura.
1 Brujería tradicional italiana.
2 Símbolo circular que describe una serpiente laberíntica que gira alrededor de una espiral de fuego, representando el renacimiento, la búsqueda del saber y el aspecto triple de Hécate.
Relato admitido a concurso.