Por unos segundos dio la impresión de ser un rayo de Sol colándose entre las nubes, pero más tarde descubrirían que no podía haber dos cosas más contrarias en el mundo. Levantaron la vista para contemplar, admirados, cómo la niña surcaba la densa borrasca gris en su bicicleta amarilla. Las nubes se arremolinaban bajo sus ruedas y formaban extraños dibujos de textura suave y aspecto afilado. Ella pedaleaba ajena a la gravedad, trazando círculos de lento descenso, mientras los niños seguían con la vista clavada en la mágica bicicleta sobre la que viajaba; no podían evitar soñar e imaginarse a ellos mismos montandos sobre aquel magnífico vehículo.
Cuando sus ruedas tocaron por fin el suelo, la niña se bajó de la bicicleta como si lo que acababa de hacer fuese la cosa más normal del mundo. Su extraña sonrisa debería haber alertado a los niños, pero estaban tan obnubilados a causa de su triunfal aparición que la pasaron por alto; se quedaron allí de pie con las bocas abiertas y los ojos brillantes a la espera de que la niña les hablase sobre aquella bicicleta amarilla, pero ella se limitó a preguntarles sus nombres con una sonrisa demasiado agradable y demasiado profunda, con mucho espacio a oscuras en el que esconder secretos.
—Yo soy Paul, esta es mi hermana pequeña, Love —El mayor de los niños se adelantó y estrechó la mano de la misteriosa niña, que se quedó allí plantada sin pronunciar palabra.
A pesar de la obvia tormenta que se avecinaba, aquella niña sólo llevaba un fino camisón de color azul sembrado de malvas bordadas y unos zapatos de charol muy brillantes, como recién salidos de la zapatería. Su pelo rubio era muy corto y se recogía el flequillo con una horquilla hacia un lado de la cara: esto resaltaba sus enormes ojos negros para nada dignos de confianza, pero tan expertos en el arte del engaño. No aparentaba tener más de nueve años, pero aquellos ojos demostraban haber visto muchísima más magia de la que cualquier ser humano pueda siquiera imaginar.
—¿No tienes nombre? —se atrevió a preguntar la hermana de Paul, que se arrebujaba en su chubasquero unos pasos más allá, junto a un charco de barro en el que había estado saltando.
La niña se quedó perpleja y clavó los ojos en la escultura que se alzaba junto a ellos, tratando de recordar si alguna vez alguien se había dirigido a ella por un nombre en concreto. Decidió que jamás lo había tenido, pero esto no había resultado un problema para ella, pues tenía realmente claro quién era y los nombres sólo los necesitamos aquellos que dudamos de nuestra existencia, que necesitamos sentirnos identificados y atados a algo, como una especie de ancla con la realidad.
—No —se limitó a responder rotundamente.
Love siguió la dirección de su mirada y descubrió que desembocaba en la estatua de Peter Pan, donde él aparece tocando un instrumento rodeado de pequeñas hadas y animales de toda clase. Paul y ella solían jugar a menudo junto a la estatua porque así se sentían un poco más cerca de Nunca Jamás. Aquel pequeño rincón del gran parque se les antojaba un poco más mágico que el resto del mundo.
—¿Eres un hada? —la idea no le pareció descabellada, ya que ella misma la había visto descender del cielo montada en una bicicleta amarilla como el Sol en primavera.
Aquella pregunta resultó terriblemente ofensiva para la niña rubia, que crispó su rostro y frunció las cejas sobre sus ojos; ahora parecían incluso más negros, aunque no podían ser más oscuros.
—¡Por supuesto que no soy un hada! ¡Soy una bruja! Estoy en este mundo desde hace miles de años, mi misión es conocerlo en profundidad, desvelar sus secretos, arrancar la raíz de sus misterios de las entrañas de la tierra y dominar la naturaleza —su tono de voz se volvió grave, siniestro. Las nubes parecieron volverse más grises y las flores del jardín retrocedieron aterradas tras los arbustos al reconocer la magnitud de su poder, que amenazaba con desatarse si no se esmeraba un poco más en mantener la calma.
La bruja comprobó que los niños la observaban con pavor y se apresuró a recuperar su expresión de dulzura, en la que durante tantos años había estado trabajando, afirmando que sabía dónde podrían encontrar unas cuantas hadas e invitándolos a seguirla. Los niños, tristemente convencidos por su encanto infantil y su enorme sonrisa, extasiados ante la idea de encontrar hadas de verdad, decidieron seguir a la bruja a través de la maleza de Hyde Park en busca de un pequeño lago mágico del que les hablaba.
Los tres corrían a través de árboles y arbustos cargados de florecillas blancas y azules en una entusiasta carrera. Seguían a la bruja, que marcaba un ritmo frenético y casi imposible de mantener. Parecía tan segura de hacia dónde iba que no podían plantearse dudar de ella. La promesa de la magia era demasiado maravillosa como para no arriesgarse. La luz se apagaba un poco más a cada paso que daban: podían entrever las nubes volviéndose más pesadas y oscuras a través de los arbustos entre los que caminaban, como si los amenazasen o les advirtiesen de algo.
Finalmente, la bruja se detuvo en seco y les invitó a contemplar el pequeño y perfecto círculo acuático que se hundía en la hierba húmeda, de un verde desconocido hasta entonces. Los niños apenas podían creer lo que estaban viendo: decenas de pequeñas hadas volaban de aquí para allá en interminable juego, batiendo sus alas en forma de hoja y produciendo extraños sonidos que les resultaban lejanamente familiares, como escuchados alguna vez en un sueño infantil.
No eran exactamente como Love las había imaginado, pero seguían pareciéndole preciosas. Ella esperaba encontrar pequeñas princesas de rubios cabellos y coronas de flores vestidas con vestidos vaporosos de seda transparente y alas de mariposa, pero aquellas criaturas eran calvas, de orejas picudas y con la piel escamosa y brillante, cada una de un color diferente, y con los ojos negros como insectos.
Algunas hadas descansaban sobre los nenúfares y otras incluso nadaban. Los niños se adentraron en el claro para correr junto a las pequeñas criaturas y estas empezaron a pellizcarles y tirarles del pelo cariñosamente. Sobre sus cabezas, un cielo sin Luna, de color púrpura y salpicado de brillantes estrellas trataba de advertir a todos que tuviesen cuidado, pero nadie reparó en el desesperado mensaje.
La bruja, cansada de contemplar algo que no podía comprender, se acercó a un hada que descansaba muy cerca de ella, sentada sobre un hongo mientras masticaba una violeta que sujetaba con ambas manos. La agarró sin cuidado y la escondió en uno de sus bolsillos para, inmediatamente después, llamar a los niños y obligarlos a marcharse con ella.
—No es bueno pasar demasiado rato en el mundo de las hadas. El tiempo no transcurre igual Aquí que Allí —les decía mientras volvían a la estatua de Peter Pan, donde habían dejado la bicileta y los paraguas de los niños.
Una vez allí, la bruja no dudó en mostrarles el pequeño recuerdo que había tomado prestado del lago. Los niños no supieron cómo sentirse. Se ilusionaron al poder contemplar un hada de nuevo; ahora les parecía incluso más linda, pero ¿estaba bien secuestrar un hada? ¿Sobreviviría en nuestro mundo? La bruja no les hizo ningún caso. No le importaba en absoluto el bienestar del hada.
—La vamos a utilizar para hacer un conjuro. Tenemos que matarla —susurró con deleite mientras clavaba en ellos una mirada vacía de emoción y sonreía como un gato a punto de devorar un ratón que patalea suspendido entre sus garras.
Los niños ahogaron sendos gritos de pánico. Recordaron entonces que las brujas no son personas en las que uno deba fiarse. A su mente volveron todas las historias que les habían contado una y otra vez: las horribles leyendas que su abuela aseguraba ciertas, los cuentos de su padre... Las brujas eran seres horribles que se dedicaban a comer niños, a transformar príncipes en roca y a preparar veneno para las hadas. Aterrados, echaron a correr lo más rápido que pudieron en dirección a casa, dejando olvidados los paraguas a pesar de que la tormenta había llegado y el cielo se iluminaba de azul eléctrico acompañando a los truenos, que parecían rugidos de titanes muy lejanos.
La bruja los contempló con el ceño fruncido y el hada firmemente agarrada en la mano derecha, cerrada en un puño sobre el torso de la pequeña criatura. El hada chillaba emitiendo un sonido como de murciélago, trataba de batir las alas y movía piernas y brazos desesperadamente, deseando zafarse de aquella prisión y escapar a cualquier otra parte, pero la bruja no dudó en matarla pocos segundos después. Necesitaba la sangre de un hada para realizar aquel conjuro y no sentía reparo alguno en utilizarla. Por fin había encontrado unos amigos y haría lo que fuese necesario para mantenerlos a su lado, quisieran ellos o no.
Días más tarde, la bruja volvió a encontrar a los niños jugando en otro rincón del parque, mucho más resguardados y lo más lejos posible de la escultura de Peter Pan. Por desgracia, la naturaleza se veía obligada a servir a la bruja y les resultaría imposible huir de ella en aquel lugar. Los niños charlaban y arrancaban briznas de césped ocultos por las hojas de un sauce llorón, que caían a modo de cortina alrededor del rugoso tronco, tan viejo y doblado. Allí dentro olía a hierba húmeda, a sombra, a tierra. Sus corazones se detuvieron al descubrir una pequeña mano pálida que se abría camino a través de la cortina vegetal para dar paso a los grandes ojos profundamente negros de la bruja. Ella sonreía como si nada malo hubiese pasado entre ellos; se acercó y se sentó junto a los dos hermanos, que se miraban aterrados e incluso temblaban de miedo.
—¡Hola! —los saludó con forzado entusiasmo, pero un deje de maldad se dejaba entrever bajo tan desmedida alegría.
—Vete —se limitó a decir Paul, que ni siquiera se atrevía a mirarla.
La bruja se quedó sin habla en ese momento. Conocía el origen del mundo y los ríos de lava que fluían en el corazón de un volcán, pero no podía comprender lo que Paul acababa de decirle. ¿Por qué querría que se fuera? Ella sólo quería jugar con ellos, nada más. Supuso que algo habría salido mal en su conjuro, pero esperaba que al menos hubiese funcionado con la pequeña Love, que tan pura y dulce le había parecido mientras jugaba con las hadas alrededor del lago. Ella cerró los ojos y giró su pequeño rostro. La bruja supo entonces que continuaba estando tremendamente sola. Ni siquiera las brujas pueden soportar la soledad durante tantos millones de años, vagando por el mundo eternamente, aprendiendo sin cesar pero nadie con quien compartir sus infinitos secretos. Se tendió sobre la hierba helada y, con el rostro enterrado entre los brazos, comenzó a llorar desconsoladamente. A su alrededor, pequeñas flores de color negro comenzaron a brotar, proporcionándole un lecho en un vano intento por darle algo de afecto. El musgo le rodeó el torso tratando de abrazarla torpemente; un afrazo frío, húmedo y nada reconfortante. Las nubes se apartaron en el cielo para dejar paso al Sol, que no dudó en iluminarla a través de las hojas del sauce. La bruja seguía llorando, convencida de su soledad, segura de que no podría ponerle fin ni siquiera utilizando sus poderes para ello, a pesar de que lo tenía totalmente prohibido.
Finalmente, conmovida por la escena, Love trató de acercarse a la bruja para consolarla, pero en cuanto posó una mano sobre su hombro, ella se puso en pie de un salto y clavó los ojos en la niña, pero estos ya no eran negros sino blancos. Completamente blancos, enormes, brillantes y aterradores, pues ahora advertían de una peligrosa magia, de un horrible poder desatado que se desboradaba en todas direcciones. La bruja se tambaleó y se agarró al tronco del sauce para mantener el equilibrio, pero este empezó a pudrirse en cuanto ella lo rozó. El tronco se volvió negro y cientos de insectos comenzaron a brotar de él. Las hojas murieron y cayeron de inmediato, las ramas se deshicieron en el aire, las raíces comenzaron a emerger de la tierra, secas y retorcidas. Paul y Love intentaron echar a correr, pero tropezaron con los restos muertos del árbol y cayeron sobre la hierba, que se secaba y volvía marrón rápidamente. Los insectos escapaban del interior de la tierra y correteaban sobre sus manos y piernas. Ambos intentaban quitárselos de encima y lloraban.
Las nubes ya no dejaban paso al Sol, sino que se arremolinaban unas sobre otras en un caótico enfrentamiento. Con cada choque se producía un relámpago que arrastraba un trueno acongojante. El viento no tardó en levantarse en forma de vendaval, furioso y sibilante, ayudando a la bruja a elevarse del suelo. Los niños la contemplaban incrédulos, pues la bruja ya no tenía el aspecto de una niña. Su pelo crecía desmedidamente y se agitaba a su alrededor como cientos de serpientes o látigos con vida propia. Sus brazos se estiraron para acabar en unas manos bellas y todavía pálidas, sus piernas crecieron, sus senos florecieron y resbalaron como dos gotas sobre el pecho, sus ojos cada vez brillaban con mayor intensidad, contrastando con la oscuridad absoluta que los envolvía a los tres.
Lenguas de fuego brillantes y de diferentes colores comenzaron a brotar alrededor del cuerpo de la bruja, que no dejaba de sacudirse en el aire. El fuego lamía su cuerpo pero no parecía quemarla. Los truenos se sucedían, el viento azotaba los rostros de los niños y las ramas los golpeaban. Comenzó a llover de manera torrencial y la tierra se resquebrajó bajo sus pies. La naturaleza no era capaz de soportar el inmenso poder contenido en un cuerpo tan pequeño durante tantos milenios.
Es por esto que las brujas no deben exponerse a las emociones humanas: ellas no son tan estables como nosotros, su especie no está preparada para soportar semejantes golpes emocionales; fueron creadas para conocer y controlar el mundo, no para relacionarse con él. Es por eso que resultan tan peligrosas cuando el dolor rompe el control que ejercen sobre su poder.
Todo acabó unos minutos después, cuando el fuego que envolvía el cuerpo de la bruja se desató y arrasó con todo cuanto había cerca de ella. La lluvia acabó con él poco después, pero los dos niños no habían sido capaces de soportar la crisis de la bruja, que ahora yacía tendida sobre la tierra quemada, desnuda, llorando desgarradoramente junto a los cuerpos. Se preguntó por qué había tenido que pasarle esto a ella, pero entonces comprendió que, hasta entonces, jamás había sentido afecto por nadie, no había sentido ganas de tener compañía, no había experimentado la pérdida, la muerte, el dolor, el caos. Todas estas emociones horribles también forman parte del mundo, y su misión era conocerlo, las cosas buenas y malas que conforman la vida de todo ser. Comprendió también que le habría resultado inevitable experimentarlo sin causar la muerte de los niños. Supuso que este había sido su papel en el mundo. La habían ayudado a conocer, a desvelar un secreto, a avanzar, a madurar como criatura inmortal, a alcanzar un grado superior de dominio emocional, mental y espiritual.
Lentamente, con el rostro manchado por el hollín y las lágrimas, se incorporó y contempló el desastre que había causado a su alrededor. Entonces se inclinó para acariciar la superficie de la tierra con las manos y le ordenó renacer, recuperar su esplendor, alcanzar una belleza incluso superior a la que había conocido antaño. Las flores y la hierba no se atrevieron a contradecirla. El sauce, más sabio y viejo, no le tenía miedo, pero no dudó en aprovechar la oportunidad para alzarse más fuerte y alto. Desarrolló sus ramás, las cubrió de hojas y las dejó caer, esperando que futuros niños se refugiasen en su interior como había hecho Paul y Love.
La bruja contempló la belleza del mundo realmente complacida y emocionada. Una lágrima que ya no reflejaba dolor ni tristeza brotó de sus ojos negros y resbaló por la mejilla sucia. Se apartó el cabello del rostro con una mano y agradeció inmensamente a Love y Paul lo que habían hecho por ella y por la propia Tierra. Sin que la bruja se diese cuenta, un mariposa de color blanco se acercó aleteando agitada y a trompicones para posarse en su hombro. Tampoco esto le había sucedido antes, así que supuso que ahora albergaba una dulzura que jamás había conocido y también dio gracias por esto. Sintió que, desde aquel momento, sería capaz de hacerlo mejor. Llevaría a cabo su misión siendo consciente de todo lo que ello implicaba y, por supuesto, jamás se le volvería a ocurrir atentar contra ningún tipo de vida, mucho menos contra la de un hada.
Relato admitido a concurso.