LA GABARDA
La tormenta nos sorprendió antes de llegar al pueblo en el que habíamos previsto detenernos aquel día. Los truenos retumbaban en el valle como lamentos de una tierra que se despierta en contra de su voluntad, mientras los rayos caían sobre los pinos con chasquidos semejantes al sonido de un hueso al partirse. ¿Pudo haber una advertencia más clara sobre la naturaleza del peligro que escondía aquel lugar?
La carretera, estrecha y deteriorada, atravesaba un pinar denso, en la cima de un monte inhabitado, sin ningún refugio a la vista. Atemorizada y empapada como estaba, me sorprendió que Rubén se bajara de la bicicleta y me hiciera señas para que le siguiera hacia el interior del bosque.
Había visto una casa entre los árboles, pero, a través de la cortina de lluvia que nos azotaba sin compasión, no era capaz de distinguirla otra vez. Me adelanté y percibí bajo la pinaza una senda ancha que se perdía en la penumbra. Estuvimos de acuerdo en explorarla, ¿qué otra alternativa nos quedaba? Ya era muy tarde, el pueblo estaba demasiado lejos y no nos sentíamos con fuerzas para pedalear más bajo la tormenta.
El camino terminaba en un claro en cuyo centro se levantaba una mansión de piedra comida casi en su totalidad por la hiedra silvestre. Un muro alto cercaba la finca y la casa solo podía admirarse en su totalidad a través de una verja herrumbrosa. Era increíble que Rubén la hubiera podido ver desde la carretera.
Se trataba de un edificio de tres plantas, con grandes chimeneas sobre un tejado de pizarra. Bajo los colgajos de hiedra podían distinguirse gruesos paneles de madera clavados en la fachada, clausurando ventanas y puertas, incluso las de los balcones que se apoyaban sobre un porche que rodeaba toda la casa.
Pegada a la verja de entrada, una chapa de metal mostraba el nombre de la propiedad, La Gabarda, bajo el dibujo descolorido de un arbusto cuajado de flores. Empujando con fuerza entre los dos, y arrancando chirridos de agonía al abandono, conseguimos abrir el portón.
Al otro lado se extendían los restos salvajes de un jardín. Sujetando las bicicletas por el manillar, corrimos por una avenida flanqueada por dos hileras de estatuas de seres mitológicos y nos refugiamos bajo el porche.
La puerta principal también estaba cubierta por un tablón. Rodeando el edificio, llegamos hasta una entrada casi accesible, en la parte trasera de la casa, de frente a lo que parecía haber sido un huerto. El tablero que la bloqueaba estaba medio caído y pudimos arrancarlo entre los dos. Era la puerta de la cocina. Rubén consiguió forzar la cerradura y nos abrazamos riendo.
Me sorprendió el abrazo espontáneo. Era el primero desde el inicio del viaje, hacía tres días. Yo estaba convencida de que esa semana de vacaciones, juntos y solos, no iba a servir para nada porque el tiempo nos había dado la espalda definitivamente. La cuna vacía que nos aguardaba en casa añoraba tanto como yo a su propietario, al pequeño guerrero que se había ido después de conquistar un mundo. El mío.
Decían que el ejercicio me ayudaría a superar la melancolía, pero solo estaba contribuyendo a aumentar mi irritación ante el deber impuesto de pasar página. Yo no deseaba pasarla y nadie quería entender que la tristeza no me atenazaba, era yo la que necesitaba aferrarse a ella.
Descolgamos las alforjas de las bicis y entramos. La oscuridad era total y no pude evitar un estremecimiento. A la luz de los teléfonos móviles, contemplamos la estancia desde la puerta. Olía a abandono, a tiempo detenido entre paredes ciegas. Aunque el aspecto exterior de la casa sugería que llevaba muchos años cerrada, el interior limpio y ordenado, apenas alterado por cortinas de telarañas en los rincones, invitaba a disfrutar de su hospitalidad. Y eso hicimos.
El edificio carecía de instalación eléctrica, pero encontramos una buena reserva de velas y cerillas en un armario. Encendimos unas cuantas y las colocamos sobre palmatorias para inspeccionar la estancia. Era una cocina preciosa, antigua y acogedora, con una mesa de roble en el centro. La luz de las velas arrancaba destellos dorados a las sartenes y cazuelas de cobre colgadas en las paredes, creando una atmósfera mágica.
Abrí el grifo de la pila en cuanto lo vi. Reaccionó con un lamento profundo y siniestro, pero no vertió ni una gota de agua. ¿Cuántos años llevaría abandonada la casa?
Salimos a un pasillo que nos condujo a un vestíbulo desde el que se accedía a varias habitaciones verdaderamente hermosas, amuebladas con piezas de estilo modernista y chimeneas de piedra blanca: un cuarto de estar, un comedor preparado para veinticuatro comensales, una sala de música dotada de piano y arpa, y lo que más nos fascinó, una enorme biblioteca. Toda la pieza estaba forrada de madera, desde el suelo hasta el techo; las paredes se ocultaban bajo estanterías repletas de libros muy antiguos, o tal era el aspecto de sus encuadernaciones.
Fuimos recorriendo la habitación muy despacio, leyendo el título de las obras y pasando el dedo por sus lomos, como para asegurarnos de que eran reales, que no estábamos atrapados en un sueño. Había libros españoles, franceses, ingleses, alemanes, ejemplares escritos en latín y en otras lenguas que no reconocimos. Reparamos en una sección de códices medievales y, por sus rótulos, dedujimos que tenían que ver con la magia y la brujería. Rubén se santiguó, le espantaban esos temas, y sonreí. Al menos, en cuestión de supercherías, yo era más valiente que él. ¿Dónde nos habíamos metido?
Entre las hileras de estanterías, descubrimos una puerta. Daba acceso a un despacho en cuya mesa se desparramaban hojas sueltas. Una carta redactada en francés, dirigida a un tal Emilio Ayerbe, al parecer, dueño de la mansión, anunciaba el envío de los ejemplares de la biblioteca del Château Mirambeau, adquiridos por él en una subasta celebrada en París en febrero de 1942. Además le remitían un extra añadido por los herederos del castillo, que esperaban fuera del interés del comprador. Eso explicaba las grandes cajas de madera apiladas en un rincón y que exhibían un curioso escudo de armas: un cuerno de cabra en medio de un campo barrido por el fuego.
Varios cajones estaban vacíos, pero tres permanecían con sus tapas clavadas, lo que nos sorprendió, sobre todo por las etiquetas que portaban en la parte superior: «Livres rares. Collection personnelle de Madame Mirambeu». Era increíble que un coleccionista de libros de la talla de don Emilio Ayerbe, a juzgar por su impresionante biblioteca, se hubiera resistido a abrirlas.
Rubén cogió una palanqueta que descubrió en un rincón y destapó las tres cajas cerradas. Eran, en efecto, libros extraños, raros. El tacto de sus cubiertas era áspero y suave a la vez, rígido y blando, frío y cálido, desconcertante. Las finas páginas interiores eran de un material delicado, muy frágil; crepitaban conforme se iban pasando. El roce de mi dedo sobre algunas de las líneas escritas en un volumen produjo un sonido semejante al susurro de una persona hablando en voz baja. Se me erizó la piel.
Todos los ejemplares exhibían por título nombres de personas, sin mención alguna del autor: «Gerald d’Armany», «Marianne, Comtesse de Blois», «Pierre Villeneuve» y muchos otros. Entre los dos primeros cajones, conté cincuenta y seis libros. Quedaba por registrar el tercero, el más grande y alargado.
Contenía un único tomo depositado sobre unos harapos. Parecía menos antiguo, pero sus hojas eran del mismo tipo de material suave y etéreo. Al sacarlo, un lío de ropas que cubrían el fondo de la caja se infló y emitió un suspiro, como si se hubiese quitado un peso de encima. Mientras metía dentro una vela para comprobar qué ocultaban los trapos, sentí que algo me agarraba la mano. Fue una sensación tan espeluznante como el grito que escapó de mi garganta.
Rubén volcó el arcón y su contenido rodó ante nuestros ojos incrédulos. Era el cuerpo momificado de una mujer vestida con un traje negro, a la moda de la época napoleónica. ¿Madame Mirambeu? ¿Habían tenido los vendedores el mal gusto de enviar a Ayerbe la momia de la bisabuela como regalo? Era una mujer viejísima, totalmente arrugada y con una melena blanca que le llegaba hasta las rodillas. Su rostro mostraba una expresión desafiante que helaba la sangre. Pero, obviamente, ella no había podido tocarme; solo había sido una sugestión, fruto del ambiente siniestro del despacho.
El libro seguía en mis manos; lo coloqué sobre la mesa y ambos nos miramos sorprendidos al leer el título impreso en la portadilla: «Emilio Ayerbe». Estaba escrito bajo el grabado del rosal silvestre, la gabarda, que daba nombre a la casa y que habíamos visto pintado en la verja de la finca. A diferencia de los otros volúmenes de madame Mirambeau, este no estaba redactado en francés, sino en un español ágil y moderno. No encajaba en la colección del castillo, aunque su aspecto exterior fuera similar al de los ejemplares que la conformaban. Me lo quedé, con intención de leerlo más tarde, y salimos de la biblioteca para inspeccionar el resto de la casa, a pesar del miedo que nos aconsejaba abandonar el lugar. Pero seguía lloviendo y era tarde para buscar otro refugio.
Subimos por una escalera de mármol, bajo la mirada severa de un batallón de hombres y mujeres de otras épocas que parecían vigilarnos desde los cuadros que habitaban. En la primera planta encontramos cuartos de baño y dormitorios. Uno de ellos, el más grande, era una alcoba de matrimonio. No fuimos capaces de resistirnos y, como niños, nos lanzamos sobre la enorme cama con dosel que ocupaba el centro de la estancia. Era blanda y acogedora. Apartamos la colcha polvorienta y rodamos sobre las sábanas bordadas con el emblema de La Gabarda. Nos hicimos una foto con mi teléfono móvil, pero no pudimos enviársela a nadie. No había cobertura.
Seguimos curioseando y subimos al piso que nos faltaba por explorar. Unas habitaciones más sencillas, que supusimos destinadas a la servidumbre, ocupaban la mitad de la planta. En la otra mitad se extendía un taller dedicado a la conservación de libros.
A diferencia del resto de la casa, estaba muy desordenado y sucio. Su atmósfera polvorienta oprimía tanto los pulmones que costaba respirar e impedía avanzar bajo las telarañas que colgaban del techo. Sobre una larga mesa de trabajo se apilaban libros deteriorados, páginas arrugadas, herramientas punzantes, bastidores, fragmentos de piedra pómez, raspadores y otros artilugios. Había también, repartidas por el cuarto, grandes cubetas y sacos repletos de cal, huesos y marañas de pelos. Todo apuntaba a que el señor Ayerbe fabricaba el material con el que reparaba sus libros más antiguos, pergamino, a partir de pieles de animales, como nos habían explicado en la biblioteca de un monasterio italiano que visitamos en unas vacaciones, hacía muchos años ya.
Algo siniestro flotaba en el ambiente, incierto, amenazante. Rubén tomó el último periódico de una pila de diarios viejos abandonados en un rincón y lo blandió para librarnos de las telarañas que nos caían encima. Bajamos corriendo al dormitorio. Ya habíamos visto bastante.
Extendimos el diario sobre la cama. Era un ejemplar de El Pirineo Aragonés, un periódico de la zona, fechado el 12 de abril de 1942, en cuya primera plana reconocimos una fotografía de la casa en todo su esplendor, bajo el titular «Tragedia en La Gabarda».
La noticia relataba el hallazgo del cuerpo de doña Quiteria Lafuente, esposa del célebre anticuario Emilio Ayerbe, colgada de la rama de un manzano del huerto. Se especulaba que, tras la desaparición de su marido, hacía ya más de un mes, su estado físico y mental se había deteriorado hasta caer en una terrible melancolía, causa de su triste final. En la mesa de la cocina había dejado una carta reconociendo ser la responsable de su propia muerte y explicando su última voluntad respecto a la casa.
Todas las puertas y ventanas, incluso las chimeneas, debían bloquearse con tablones, de forma que no quedara ningún resquicio por el que fuera posible entrar en ella. Además, había depositado en el banco una importante cantidad de dinero a nombre del jardinero para que se encargara de comprar y alimentar al perro guardián más fiero que encontrara. Cuando muriera, compraría otro, y así sucesivamente. Nadie debía volver a pisar La Gabarda.
Sus deseos se cumplieron, a juzgar por el aspecto del edificio, y, aunque ya no lo vigilaba sabueso alguno, el olvido lo había mantenido a salvo de ladrones y curiosos. Y, tras setenta y ocho años, ahí estábamos nosotros, profanando el último deseo de la ahorcada.
Tras la lectura del periódico, abrí el libro de Emilio Ayerbe y pasé un dedo sobre sus líneas, como había hecho con los tomos de madame Mirambeau. Comprobé que deslizándolo a cierta velocidad, se activaba una especie de murmullo, una profunda voz masculina que relataba en primera persona la historia del anticuario. A pesar del espanto, escuchamos toda la narración.
Los primeros capítulos eran muy aburridos, infancia, adolescencia, estudios en París. Cuando cumplió treinta años, se casó con una prima segunda y se establecieron en la mansión de la familia. Gracias a las amistades que entabló en la universidad con jóvenes de familias importantes, organizó una red de contactos que le permitió mantener un próspero negocio de venta de antigüedades y aumentar los fondos de su biblioteca privada, su gran pasión. Pero algo se torció. El libro terminaba de forma confusa, hablando de maldiciones y horror. No explicaba nada sobre su desaparición. ¿Quién era el autor? ¿Cómo había llegado ese texto a la colección Mirambeu? ¿Tenía algo que ver con la locura y muerte de la esposa?
Palidecimos y nos abrazamos temblando. Necesitábamos descansar. Nos acostamos y, antes de dormirme, estuve contemplando el tatuaje que adornaba la nuca de Rubén, un trébol de cuatro hojas que, según él mismo reconocía, solo le había dado suerte una vez: por la infección que le produjo en la piel, nos conocimos. Yo fui la enfermera que le atendió.
Me pegué a su espalda y lloré en silencio. Por él, por mí. Hasta ese momento no había sido consciente de mi egoísmo. También él sufría la pérdida de un hijo y yo le había negado el consuelo del dolor compartido. Me indigné conmigo misma porque había necesitado que una momia apolillada me aterrorizara para comprender cuánto le necesitaba. Me juré que, cuando saliéramos de esa casa, todo iba a cambiar. No quería perderlo a él también. Y, así, me dormí.
Me desperté bruscamente. Algo se me clavaba por dentro, como un puñal. Extendí el brazo y no encontré más que la cama vacía. Miré el reloj del móvil; habían pasado dos horas. A su luz, comprobé que estaba sola en la habitación.
Encendí una vela y llamé a gritos a Rubén. Me pareció escuchar una risa, pero no pude distinguir de qué parte de la casa provenía. Bajé corriendo a la biblioteca, doblada por el dolor lacerante que me partía, y entré en el despacho. Todo seguía como lo habíamos dejado: las cajas, abiertas, y el cuerpo de la mujer, tirado en el suelo. Registré el resto de la planta baja sin encontrarle.
¿Dónde estaba? El pánico no me dejaba pensar; grité, aullé su nombre, pregunté a los personajes mudos de los cuadros si le habían visto. El silencio me hizo imaginar mil insensateces, como que me hubiera abandonado, harto de mi negatividad. Pero no, no podía ser, Rubén me quería, me lo había demostrado obligándome a emprender aquel estúpido viaje hasta aquella maldita casa.
Le busqué en todas las habitaciones de la primera planta, sin dejar de chillar su nombre. El dolor era cada vez más intenso y, desesperada, bajé de nuevo a la biblioteca. No podía quitarme de la cabeza la visión del rostro mezquino de la muerta, burlándose de mí. Estaba segura, no habían sido fantasías, unas horas antes me había agarrado la mano, demostrando con ese gesto su dominio y superioridad. Su imagen me taladraba la cabeza.
Me planté ante ella y la zarandeé. La amenacé, le exigí que me dijera qué había hecho con Rubén, y sonrió. Sí, abrió sus ojos vacíos y sonrió mostrándome sus dientes amarillentos y torcidos.
Le escupí y la aplasté contra la pared. Enloquecí. No comprendía lo que estaba ocurriendo, nada tenía sentido. Solo quedaba un lugar por registrar, la tercera planta.
Subí corriendo y, aunque se me apagó la vela, llegué hasta arriba a tientas. Jadeando, abrí a patadas las habitaciones del servicio sin que mis llamadas recibieran respuesta. Pateé la puerta del taller, pero no se abrió. Estaba cerrada con llave.
Me desmoroné y caí al suelo llorando, impotente. Algo salió de mi bolsillo dando tumbos; era el teléfono móvil y, a su luz, descubrí que lo que durante todo el tiempo había estado mortificándome, clavándose en mi interior, era una llave picuda que aferraba dentro del puño izquierdo y que me había rajado la palma de la mano.
La probé en la cerradura del taller. Encajó. La giré y empujé muy despacio la puerta. Sin atreverme a entrar, susurré el nombre de Rubén. Silencio; fue lo único que escuché, silencio y los latidos de mi corazón.
Recogí el móvil y entré. A pesar de la escasa iluminación, como en un déjà vu, reconocí el revoltijo de restos esparcidos sobre la mesa de trabajo. En el centro, varios bastidores tensaban unas láminas blanquísimas y suaves, como las de los libros guardados en las cajas del Château Mirambeu. Una de ellas mostraba un título escrito en grandes letras rojas sin secar todavía, «Rubén González», bajo el dibujo de un pequeño trébol de cuatro hojas.
A pesar del horror, comprendí y me serené. Después de todo, había descubierto un modo de reunir a la familia. A toda.
Cogí una cuerda que asomaba debajo de unos sacos, bajé las escaleras, salí por la puerta de la cocina y me dirigí al huerto.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.