La mano alzada
Esta es mi mano. Tiene cinco dedos, como cualquier otra. Meñique, anular, medio e índice se articulan con tres falanges, y el pulgar oponible solo con dos. Funciona como se supone que debe funcionar una mano. Rotación lateral y frontal, habilidad para extender y encoger los dedos. Podría saludar a alguien ahora mismo, también podría darle un puñetazo. Esta es mi mano y, aunque es completamente funcional, a Bam-Bam le resulta evidente que algo no cuadra en ella.
—¿Por qué lleva un guante?
Bam-Bam habla como si se hubiera tragado una flauta de pequeño, cuando aún era tierno e infante, y no medía dos metros de alto por medio de ancho. Se inclina para observar mi guante. Bajo sus sobacos, las fundas de las pistolas se balancean.
—Solo lleva un guante. —Se gira hacia Jotacé y el señor Sabago—. ¿Por qué lleva solo un guante?
Jotacé se encoge de hombros.
—Coño, Bam-Bam. ¿Cómo vamos a saberlo?
Hace calor en esta habitación. Estamos en la parte occidental de la finca. Más allá de la pared, campos agostados y amarillentos se extienden hasta formar una línea borrosa. Es un sol seco el de esta tierra, y hasta que no cae devorado por el horizonte, cumple su trabajo calentando, quemando y abrasando. La casa de los Ternán tiene una habitación así, orientada a poniente. El hijo de Dolores decía que si tocabas la pared, la mano quedaba enrojecida en tan solo unos instantes. Tras decir eso, me miraba y se echaba a llorar.
Bam-Bam vuelve a observar mi mano, ofuscado por el misterio. Creo que está a punto de volver a preguntar por qué llevo un solo guante, pero el señor Sabago se remueve, inquieto. Jotacé se inclina hacia el anciano, escucha sus murmullos y vuelve a incorporarse.
—El señor Sabago dice que ha pasado mucho tiempo buscándonos, husmeando por aquí y por allá, y que ahora ya nos ha encontrado. —En este punto ejecuta una pausa dramática—. El señor Sabago espera que el esfuerzo valiera la pena, teniendo en cuenta que este es el fin del camino.
Bam-Bam me agarra el brazo. Toca el dorso de mi guante y presiona el cuero con aprensión.
—Solo puedo decir —carraspeo— que yo también espero que esto valga la pena. Aunque no me hago ilusiones.
El señor Sabago vuelve a murmurar. Jotacé entona con voz neutra.
—El señor Sabago dice que conoció a su padre. Que le llegó a tomar aprecio. Dice que su padre trabajó para él durante muchos años, y que la relación fue provechosa en ambos sentidos. El señor Sabago lamentó mucho su fallecimiento.
—Gracias.
—El señor Sabago recuerda conversaciones con su padre en las que manifestaba el deseo de que su hijo tuviera una mejor vida. Que estudiara e hiciera carrera para acabar en una profesión menos miserable que la suya. —Jotacé se inclina con rapidez a un gesto de su patrón—. El señor Sabago dice que «miserable» fue la palabra exacta que empleó. El señor Sabago quiere saber si el hijo de Santiago Guerra cumplió ese deseo y consiguió un trabajo mejor que el de su padre.
—Sí. Aunque no me alejé mucho.
Hay un silencio largo que se vuelve incómodo. Bam-Bam deja de prestar atención a mi guante, consciente de la tensión. Jotacé le hace un gesto con la cabeza y Bam-Bam golpea mi costado.
—Al señor Sabago le gustaría que fuera más preciso —dice Jotacé.
Tras recuperar el aliento, murmuro:
—Soy médico. Médico forense.
El anciano asiente y murmura. Jotacé asiente y dice:
—La manzana nunca cae lejos del árbol.
Bam-Bam se coloca muy cerca. La curiosidad vuelve a enroscarse en su cabeza y ordena a su dedo que vuelva a toquetear mi guante.
—El señor Sabago quiere saber…
—El señor Sabago —interrumpo a Jotacé— podría emplear su propia voz, en lugar de meter el brazo por el culo del muñeco que tiene al lado para hacerle hablar.
Bam-Bam no necesita de ninguna señal para asestarme un puñetazo en las costillas, otro en el estómago, uno más en el costado. Jotacé da un paso para unirse a Bam-Bam, pero se detiene al escuchar un sonido. Alguien ríe entre dientes y suena como si aserraran madera.
—Lo que quiero saber —dice la voz raspada de Francisco Sabago— es por qué un médico forense se levanta un buen día y se propone encontrarme por cualquier medio mientras, por el camino, le da boleto a dos de mis amigos.
—Momo y Miguel el pequeño —dice Jotacé.
—Me gustaba Miguel el pequeño —se lamenta Bam-Bam.
—Asumo que están muertos —continúa Francisco Sabago—. Llevan desaparecidos desde hace días y eso significa lo que significa. Ahora, —el anciano se inclina hacia adelante— Momo no era ningún ángel, soy el primero en reconocerlo, pero Miguel no le había hecho nada malo a nadie.
—Miguel era un buen chaval —se lamenta Bam-Bam.
—Sí que lo era. No se parecía en nada a su padre —añade Jotacé.
—Pero no estamos hablando de su padre, que en paz descanse –sentencia Francisco Sabago—. Miguel el pequeño llevaba su vida alejado de nuestro mundo, tal y como su padre quería.
Hay una pausa, que interpreto como invitación a hablar.
—No tengo nada en contra de usted, señor Sabago. Apenas conocía al tal Momo y siento mucho lo de Miguel… Créame cuando le digo que soy el que más lamenta que, en esta historia, los hijos paguen por los pecados de sus padres.
Bam-Bam vuelve a agarrar mi brazo y su dedo dibuja una línea sobre el guante hasta llegar al puño de mi camisa. Los ojos del anciano brillan.
—Esta historia —repite Francisco Sabago.
Bam-Bam traza espirales sobre el cuero, sigue las costuras de lado a lado y de arriba abajo. Francisco Sabago se remueve en el asiento, acomodándose.
—Hace años que no escucho una buena historia.
Bam-Bam llega hasta la muñeca y mete el dedo por debajo del guante. Ve algo que le hace dar un paso atrás y soltar una exclamación.
—¿Quieres estarte quieto? —suelta Jotacé.
—Su mano, su mano… —susurra Bam-Bam.
Jotacé chasquea los labios y da una palmada. Avanza tres pasos, aparta a Bam-Bam a un lado, me lanza un puñetazo al estómago. Mientras me doblo hacia adelante y recupero el aliento, agarra mi brazo y tira del guante con fuerza.
Esta es mi mano. Tiene cinco dedos, como cualquier otra, pero no hay vello sobre la piel, no hay piel rosada que recubra la carne, apenas hay carne, tendón o músculo. Esta es mi mano, una mano muerta, y a saber qué corretea por la cabeza de Bam-Bam en forma de pensamiento, porque a pesar del espanto, a pesar del asco, no puede dejar de mirarla con una mezcla de angustia y curiosidad que le impiden controlar el impulso. Adelanta un dedo y toca mi mano con delicadeza.
—Es una historia dura. No creo que le vaya a gustar —le digo al señor Sabago, y es entonces cuando Bam-Bam mira su propia mano y empieza a chillar.
Hay partes de esta historia que he vivido en persona, otras me han sido reveladas. Algunas me ha parecido soñarlas. La historia empieza en una habitación como esta, pero a kilómetros de aquí, en la finca de la familia Ternán. La historia no empieza cuando Guillermo Ternán decide ampliar la casa, sino muchos años atrás, cuando la casa fue construida. Pero solo hace un par de semanas que Guillermo Ternán decidió ampliar la casa y ganarle terreno al campo, que se extiende centenares de metros hacia el oeste. La hija pequeña se fue a vivir a la ciudad, y si tira abajo una de las paredes de su habitación y extiende la otra unos metros más, Guillermo acabará teniendo dos habitaciones extra para cuando sus hijos vuelvan en Navidades con sus propias familias. Él mismo fue el que empezó a tirar la pared con un mazo y el que, con la mitad del trabajo hecho, encontró el cuerpo emparedado. Guillermo supo al instante que ese cuerpo era el de su madre.
Esta parte la viví en persona. Cuando llegué a la finca Guillermo rondaba fuera, lanzando miradas llorosas a la casa. Nadie de la policía se había atrevido a terminar de tirar el tabique, y se podía advertir la cabeza y parte del brazo izquierdo, extrañamente levantado. Una vez derruida la pared con cuidado, observé el cuerpo de una mujer envuelto en trozos de plástico.
Había empezado a atardecer, y recuerdo pensar que hacía calor en esa habitación. Que más allá de esa pared, entre campos que se extendían hasta el infinito, caía el sol seco e inclemente de esta tierra, que calentaba, quemaba, abrasaba. Todos esos años en la habitación que daba a poniente, el clima desértico, la escasa humedad… Mis compañeros no dejaron de hablar de desecación y alcalinidad, de circunstancias accidentales. ¿Cuáles eran las probabilidades de toparse con una momificación natural en el transcurso de nuestra vida profesional? Escasísimas. Recuerdo prestarles poca atención y observar esa mano esquelética, la izquierda, levantada en una postura que me pareció, en ese momento, de súplica. Antes de llevarnos el cuerpo le expliqué la situación a Guillermo Ternán. Guillermo me dijo que, por las tardes, esa habitación era la más calurosa de la casa. Me dijo que si colocabas la mano abierta en la pared, podías notar el calor acumulándose, tratando de alcanzarte. Dijo algunas cosas más que no entendí porque empezó a llorar.
El cuerpo de Dolores García de Ternán presentaba dos pequeñas incisiones en el torso, causa probable de la muerte. Se mantuvo apartado en una pequeña sala de la morgue durante algunos días, hasta que alguien de arriba decidiera si era necesario realizar la autopsia y si era posible llevarla a cabo, considerando el inusual estado del cuerpo. En esos días entraba en esa sala y examinaba su mano izquierda, la mano levantada. Pensé, contra toda lógica, que a través de ese gesto me pedía ayuda. Guillermo Ternán quiso ver el cuerpo tras una visita a la policía. Dijo que era un alivio saber, cincuenta años después, que su madre no lo había abandonado de pequeño. También dijo que le costaba dormir pensando que había estado emparedada en la habitación calurosa que daba a poniente desde antes de que se terminara de construir la casa. En su lecho de muerte, el padre de Guillermo le confesó que supo que habían matado a su esposa en el momento en que desapareció. Pero con el paso de los años, se llegó a creer la mentira de que un buen día se había marchado y dejado a su familia atrás.
—¿Por qué iba nadie a querer matarla?
—Mi madre era problemática para esa época. Sindicalista. Libertaria. No se achantaba ante nadie. —Guillermo suspiró—. Mi padre nunca entró en detalles.
Esa misma noche me quedé a solas con ella, observando la piel, el músculo y el hueso unidos en una misma materia desecada. Miré de nuevo su mano alzada. Extendí mi mano hacia la suya, lentamente, y la toqué. Seguí la línea de sus dedos hasta que sentí el mismo dolor que ahora siente Bam-Bam.
Esta parte de la historia creo que la viví en persona, pero no estoy seguro. Puedo haberla soñado, como quien sueña la vida de otro. José Antonio Moratalaz Morella, Momo, regentaba un burdel de carretera. De la misma quinta que Francisco Sabago, parecía risueño y afable, bonachón incluso. «Igual que cuando era joven», dijo Dolores. Momo fue el que remató la faena en la finca de los Ternán. Lo hizo con una navaja similar a la que sacó esa madrugada tras cerrar el garito y enviar a las chicas para casa. Momo me apuntó con ella, sonriente, y me informó de que ya habían cerrado. Que las putas se habían convertido en calabazas y habían marchado a esconderse a sus casas de mierda, y que si, por un casual, no estaba interesado en mujeres, aquí estaba él y aquí estaba su hoja, y que nunca se había dejado dar por culo pero era bastante conocido por clavarla bien adentro. «La misma lengua que cuando era joven», dijo Dolores. Momo no se mostró igual de ágil al acercarme, pero aún así acertó a clavar la navaja en mi antebrazo, ya disecado por completo. Al posar la mano muerta sobre su cuello, la piel empezó a resquebrajarse. Momo se quedó sin aliento mucho antes de que su cuerpo se apergaminara.
Miguel el pequeño sabía que su padre había sido una mala pieza, pero aún así Dolores quiso entrar en detalles. Miguel el grande fue el que la estuvo moliendo a palos durante la última hora de su vida. Puños como mazas en sus costillas, en sus riñones, en su estómago, en sus pechos. «Nunca toco la cara de una mujer bonita», recuerda Dolores que le dijo. Miguel el grande meneó la cabeza cuando Momo la pinchó dos veces en el corazón, porque de la manera en que se había empleado, todo lo que podía romperse dentro de ese pequeño cuerpo había quedado roto, y no era necesario el golpe de gracia. Miguel el pequeño se dejó la voz tratando de explicar que él no era su padre, que él no era como su padre, que él nunca haría lo que había hecho su padre. Me gusta pensar que, antes de que le tocara con la mano muerta, Dolores tuvo un momento de duda. Me gustaría que fuera cierto, pero no me hago ilusiones. Al pisar y patear su cuerpo, se rompió y se deshizo con la misma facilidad que el de Momo.
Esta es la historia. Es una historia dura, y no creo que a Francisco Sabago le guste.
Bam-Bam se retuerce de dolor en el suelo. El toque ha alcanzado su muñeca y sigue avanzando por el brazo, mientras Jotacé lo mira sin reaccionar. Le doy una bofetada suave con mi mano muerta, y Jotacé retrocede espantado, llevándose la mano a la mejilla. Mano y mejilla empiezan a acartonarse con rapidez, y en pocos segundos Jotacé se une al coro de chillidos de Bam-Bam.
Avanzo cojeando hacia Francisco Sabago. A mi rodilla le cuesta articularse con naturalidad, habiendo quedado músculo, tendón y cartílago reducidos a la mínima expresión tras desecarse. El anciano se levanta de la silla ignorando los gritos que resuenan en la habitación.
—¿Quién coño eres?
«Este es Francisco Sabago», dice Dolores. El único que no le puso un dedo encima. Francisco Sabago pensó en ella en muchas ocasiones. Pensó en los problemas que causaba con sus llamadas al hermanamiento, a la unión y a la lucha de clase. En la amenaza que suponía para el capital y la empresa. Pensó en cómo alguien joven y con iniciativa, como él mismo, podía solucionar un problema sin que nadie se lo pidiera, y ganarse un poco de buena voluntad con gente con la que valía la pena guardar favores. Supo que Dolores García de Ternán era de las que no se achantaban, y también que un aviso, un pequeño susto, no iba a conseguir nada. Alguien le dijo que se estaba construyendo una casa, y Francisco Sabago tomó la decisión. Observó cada uno de los golpes de Miguel el grande y rio las burlas y ocurrencias de Momo. Esperó a que el cuerpo alcanzara la rigidez de la muerte y ayudó a colocarlo en la pared. Agarró su brazo izquierdo y lo dejó levantado en el aire. Agarró su mano izquierda e intentó cerrarla para formar un puño. «La dejaremos cantando para toda la eternidad», eso fue lo que dijo, y Momo y Miguel el grande soltaron una carcajada. Francisco Sabago presenció la colocación del último ladrillo en la pared de la habitación que daba al sol de poniente.
Al igual que con Momo y Miguel el pequeño, es Dolores la que me hace levantar la mano muerta. La cierro hasta formar un puño y la dejo caer sobre el anciano. Francisco Sabago no grita al recibir el golpe, tampoco cuando la piel de su cara empieza a cuartearse.
Salgo al exterior y contemplo los campos interminables, descoloridos por el sol. No me hago ilusiones. Esta parte de la historia es la que me afecta, a pesar de que no había nacido por aquel entonces. «Eres el hijo de Santiago Guerra», eso fue lo que dijo Dolores cuando acudí a su llamada de auxilio y toqué su mano alzada. Mi padre conoció a Dolores. La atizó con la porra en las manifestaciones. La amenazó con la impunidad que otorga la placa. Santiago Guerra fue el que le dijo a Francisco Sabago que la perra roja se estaba construyendo una casa, y el que hizo guardia por un puñado de billetes fuera de la finca, mientras la mataban y la emparedaban.
No me hago ilusiones. La mitad de mi cuerpo está consumida y, ahora que todo ha terminado, no hay razón para que Dolores retrase el toque incorrupto de su mano sobre mi piel. Quizás en un mundo distinto, en el que una mujer como ella pueda levantar la voz y terminar muriendo de vieja en la cama, rodeada por los suyos. Pero no existe un mundo así, y esta no es una historia agradable. En esta historia los hijos terminan pagando por los pecados de sus padres.
Relatazo. Me quito el sombrero: todo está donde debe estar. No lo puntuo todavía pues veo que aún no lo han admitido.
Paso mas tarde.
Felicitaciones.
Un saludillo