Nunca más (F)

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yosu
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            Era una ciudad pequeña, y los hombres en ella eran pocos. Casi la totalidad de los varones habían partido ya en dirección a los Campos Ártabros a luchar contra los ejércitos enemigos. Yo, sin embargo, no era uno de ellos…

            No es algo de lo que estar orgulloso. En aquel momento, me invadía la vergüenza por mi reciente actitud. El verme por primera vez pertrechado para el combate, montado sobre mi caballo y acompañando a los soldados de mi pueblo debiera haberme hecho sentir como al resto de mis compañeros, henchido de orgullo. Pero no fue así. Me invadió una extraña sensación. Miedo, terror, pánico… El resto es indigno de ser relatado. No quiero volver a pensar jamás en ese momento.
            Por eso, en lugar de estar apoyando a mi ejército, me quedé aquí, en la ciudadela; acompañado de mujeres, niños y ancianos. Mi única e insulsa misión era cuidar de que el fortín estuviese debidamente robustecido. Cada día, me armaba de valor para salir de la ciudadela y comprobar nuestras defensas, aguantando tras de mí el bombardeo de burlas e insultos que tenían todo el derecho a proferir los ancianos que ya habían sobrevivido a guerras anteriormente libradas.
            Los nervios me invadían en noches sobresaltadas de pesadillas, de espadas estocándome, de cañones mutilándome o de ejércitos persiguiéndome; y por el día me impedían mantener la calma y realizar mis labores con la facilidad que quisiera. Así, una mañana, encaramado a una de las almenara, di un traspié que me hizo caer violentamente por la escalera y me llevó directamente a reventar el cráneo contra la dura roca.
            No recuerdo, aún hoy, que tal suceso haya acontecido de ese modo, mas así me lo relataron tiempo después los ancianos que presenciaron el suceso desde la ciudadela. En aquel momento, perdí el conocimiento y el vínculo con la realidad por completo.
 
            Y aquí es donde los extraños sucesos que cambiaron por completo mis días comenzaron a tener lugar. En un abrir y cerrar de ojos, pasé de estar temblando en lo alto de una de las almenaras del fortín a verme tumbado en un camastro en, supuse, las casas de curación. Me disponía a incorporarme cuando una figura se movió frente a mí, en la penumbra. Salióseme el corazón de su cajón al verla. Era una persona totalmente desconocida para mí. Mil cosas pujaron por subir a mi malograda cabeza, mas las que sobre todas se alzaban eran la siniestra idea de haber caído hacia fuera del fortín y recogido por el enemigo, o la de que hubiésemos sido conquistados ya por ellos.
            Tratando de no ser descubierto por mi temblor, observé que la figura que allí permanecía asió una lámpara de aceite y se giró, advirtiéndome sin quererlo de que debía permanecer quieto y tumbado; pareciendo todavía convaleciente de mis heridas para tener más tiempo de pensar y observar.
            Sin embargo, se me barrió el sentido al ver lo que el aceite me permitía. Durante el poco intervalo de tiempo que pude escrutar su rostro, mientras la muchacha salía del cuarto, pude captar con todo detalle su rostro y dibujarlo en mi mente una vez me vi solo.
            En aquel momento fue, y no después, cuando me di cuenta de que estaba soñando. Había tenido el mejor tropiezo de mi vida, pues el golpe en la cabeza me transportó al mejor sueño que puedo mentar desde que tengo uso de razón. Acostumbrado a las terribles pesadillas que sufría hasta ese día, un impulso de vitalidad me sacó del camastro de un salto. Arriesgándome a estar en territorio enemigo, decidí salir de las casas de curación, tras ella, para poder verla de nuevo; esta vez a la luz de una lámpara mayor. No pude evitar, al salir, tropezar con la puerta y alzar un estruendo que la hizo regresar a donde yo estaba. Esta vez pude ver su sonrisa, su hipnótica e imborrable sonrisa. Tras ella, escondía dos colecciones de hermosas perlas. Acercose a mí, haciéndome descubrir también con admiración que, tras las ventanas de sus ojos, escondía dos asombrosos cielos azules tiznados de verde oceánico. Y todo ello coronado por una larga cabellera que con arte caía sobre su rostro, y que nada debía envidiar a todo el oro de mi pueblo.
-Caballero, ¿estáis bien? ¿A qué tanto estrépito? -preguntó riendo.
-Perdonadme, pero… -como siempre, no me salían las palabras. Incluso en un sueño-. ¿Dónde estamos? ¿Qué lugar es este?
-Es la ciudadela, sir. Es vuestro pueblo.
-¿Mi pueblo? ¿Cuánto tiempo llevo durmiendo, pues no la recuerdo así? -estaba mirando por una ventana sorprendido, y decía verdad, pues mi pueblo no era así en absoluto. Algo extraño había sucedido en el tiempo que me encontrara doliente.
-Oh, sir. Acompañadme, pues no parecéis estar al tanto de los últimos acontecimientos.
 
Me llevó la muchacha cogida del brazo por la ciudadela, cruzando la plaza pública, hasta el exterior del fortín, precisamente pasando por el lugar donde me había caído; en el cual permanecía fresca la mancha de sangre derramada tiempo atrás.
Asomóse sobre la almenara, invitándome también a mí a hacer lo propio. Una gran calma me invadió, sentí un gran alivio del dolor sobre mi cabeza y tomé mi lugar a su lado. Todo lo que anteriormente era verde hierba, estaba ahora siendo cubierto por un vasto ejército: caballería, artillería, infantería…; incluso máquinas de guerra sobrevolando nuestras cabezas. Eran miles, incontables miles ante nosotros; pero mantuve la calma. Por algún motivo, aún hoy oculto a mis ojos, aquello no me afecto. Sentí la necesidad de luchar, luchar por salvar vidas.
-Vino un gran rey -dijo ella- y cercó la ciudad y edificó contra ella grandes fortalezas. Y hoy es hallado en ella un hombre -necesitado, pero sabio-, y ese proveerá escape para la ciudad por su sabiduría.
-Sea, pues -respondí, sin saber por qué.
 
En un abrir y cerrar de ojos, dije antes. Y repito ahora. De nuevo desperté, acostado en un camastro pero en la ciudadela, la auténtica ciudadela; siendo atendido por mujeres de mi pueblo y estrechamente rodeado por los ancianos. No sé cómo explicarlo, pero así fue. Aquel sueño que duró escasos minutos, mas ningún segundo de mi vida; terminó tan pronto como comenzó, pero con el poder de tornar para siempre mi modo de ser. Aquella hermosa muchacha que me enfrentó a todo un ejército me hizo ver lo que debiera estar haciendo.
Quedeme acostado mientras era atendido por las mujeres e increpado por algunos ancianos, pero una vez vi de ellas recoger sus útiles de curación y decirme “Ahora, reposa. Te hará falta.”; salté del camastro con más fuerza y decisión que la primera vez y corrí en busca de mis pertrechos y de mi caballo, aguardando fiel en los establos.
 
Encontré al ejército de mi pueblo a punto de lidiar con el enemigo y lo acompañé a la victoria. Liberamos al pueblo de la invasión, y regresamos a casa. Nunca le conté a nadie lo que me sucedió. Prometí, al regresar a la ciudadela, contárselo sólo a quien lo había hecho posible, a quien me había ayudado, y a nadie más.
A quien no volví a ver, nunca más.

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