CF - LA CANICA DE ACERO (III)

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reimundez
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LA CANICA DE ACERO (III)

El anciano marine está sentado en el borde del lecho ingrávido de un minúsculo camarote de crucero espacial. En una de sus manos se despereza una canica de acero, amuleto que perteneció a un antepasado cuyo nombre se ha borrado de su mente. Con la otra mano acciona mecánicamente el filtro ahumado del ventanal, produciendo la penumbra.
—Sigue contándome, abuelo —le dice el pequeño, que se acuesta envolviéndose en la nieve carbónica que armoniza su temperatura.
—Si prometes dormir hasta que entremos en la atmósfera, Samuel…
—Lo prometo.
Y el siempre servidor de la armada estelar continúa, intentando que su voz metálica no interfiera en los sensores.
—Cuando el capitán Kat se dirigió a mí para reclutarme supe que el peligro nos estaba acechando e, instintivamente, acaricié inquieto la canica de acero que siempre me acompaña. Me pareció escuchar la palabra criogenización y me preparé para una larga travesía. Luego, cuando me interrogó sobre los conocimientos que poseía sobre cultivos hidropónicos y mi experiencia en jardines alquímicos, despejé todas mis dudas. Sus palabras condicionaron al éxito de aquella misión la supervivencia de nuestro mundo. “Oficial ejecutivo Kobol, todo depende de usted, estamos en sus manos…” Fue lo último que escuché del capitán antes de partir…
El rudo marine hace una pausa para comprobar el efecto que el enardecido relato está produciendo en su nieto. Acaricia con sus dedos la canica de acero mientras observa el brillo de unos ojos inquietos que amenazan con rebelarse. Continúa:
—Embarcamos en el vehículo de exploración más sofisticado que la flota galáctica poseía. Mi tripulación estaba compuesta por un robot de última generación, un humanoide creado a partir de su cerebro, y yo. Sin nombres ni claves, siguiendo las instrucciones recibidas a través del sistema inteligente, porque el carácter secreto de la misión así lo requería. Era una operación de espionaje encubierta, pero a su vez tenía un componente de operación experimental que iba a proporcionar resultados a todos los enigmas, planteamientos y signos cabalísticos que los científicos teorizaban.
— ¿Llevabas algún medidor en nanómetros? Yo tengo uno que estoy reparando… ¿Y cuchillas de titanio? Son muy útiles para desbrozar cables…—Samuel ordena su mente y se pertrecha de todo lo necesario para acometer el viaje que su abuelo está proponiendo a su imaginación.
Kobol le observa detenidamente y sonríe, dirige los ojos hacia su mano y contempla los juegos de equilibrio que la canica de acero realiza a su libre albedrío, ajena al mandato consciente. Después, dulcificada la mirada y acariciados con ternura los cabellos de su nieto, sigue con su relato.
—Salimos con la luz mortecina del sol, buscando la simetría perfecta, geométrica. En poco tiempo abandonamos el límite del sistema solar. Viajábamos por el hiperespacio cuando un enorme aumento de la densidad, detectada en los sensores exteriores, me hizo pensar que podíamos estar cerca de un agujero negro; el campo gravitatorio provocado no permitiría escapar ni a los fotones de luz. Fuero instantes en que temí por la misión y por nuestras vidas, y apreté con fuerza la canica de acero, mi amuleto. Reaccioné bloqueando los ordenadores conectados en red y asumiendo el riesgo de un salto hiperespacial. Cuando volví a respirar nos encontrábamos en las entrañas de un agujero de gusano, atajo a través del espacio-tiempo que nos permitió comprobar la teoría del viaje superluminal… ¡Viajábamos más rápido que la luz!...
Samuel tiene los ojos extremadamente agrandados y la boca semiabierta. El tono vivo y el ritmo trepidante hacen que la narración le transporte al lugar de los hechos, y se sienta integrado en la tripulación que ocupa la nave y surca los espacios bajo el firme mando de un marine. El abuelo Kobol contempla su inquietud y le tranquiliza con una sonrisa, mientras resbala entre sus dedos la canica de acero; carraspea, hace ademán de levantarse y el nieto, con voz trémula e implorante, le incita a continuar.
—Sigue, abuelo… ¿Lo conseguiste?... ¿Salvaste a la tierra?...
—En cierto modo… Sí —responde con voz sigilosa y pausada, y sigue diciendo— Cuando avistamos en nuestras pantallas aquel extraño planeta introduje la clave y accedí al programa definitivo. Nuestra misión era bloquear las defensas coloniales de aquella sociedad colmena detectada, un sistema de inteligencia compuesto por las mentes de muchos seres, no sólo de uno, con pretensiones expansionistas y un proyecto de aniquilación de toda vida humana existente en las galaxias. Con nuestra actuación llevaríamos al sistema a considerar seriamente su vulnerabilidad. Y lo conseguimos, nuestros virus programados consiguieron introducirse y crear intranquilidad y preocupación suficientes como para  interferir sus planes. Acoplamos un traductor por ultrasonidos y captamos las órdenes de abortar el ataque previsto. Al menos durante algún tiempo podríamos vivir sin amenaza inminente.
— ¡Lo sabía! —exclama Samuel— ¡Eres un héroe!... Hiciste saber a todos esos alienígenas cómo se las gasta un marine de la armada estelar…
Al abuelo los ojos le brillan de una manera muy especial. Es su propia sangre la que discurre por las venas de aquella criatura. Pone un dedo sobre los labios de Samuel incitándole a callarse, y continúa.
 —Pero no contábamos con su poder de localización, nos detectaron e intentaron matar la tripulación despresurizando la nave. Creo que nos salvó la canica de acero, se me ocurrió interponerla para tratar de distorsionar los campos electromagnéticos generados.  Y funcionó. La canica de acero fue la verdadera heroína de una gesta cuyos honores no le alcanzaron. Controlado el peligro más acuciante nos dedicamos a repasar la nave, cubriendo con gel frío el interior cuando notamos un olor penetrante a cable quemado y el chisporroteo acre de los fluidos hidráulicos. Luego, cuando pensábamos que habíamos salido del caos, recibimos en nuestros ordenadores una señal que se transformó en un holograma gravitando sobre uno de los calibradores. Nos hacía reverencias pero su actitud distendida cambió de repente haciéndonos sentir la amenaza. Decidí colocar los detonadores electrónicos en los explosivos, las cargas energéticas esenciales secuenciadas y… armar el láser… Las señales que nos llegaban hacían presagiar que el ataque era inminente. Sólo nos quedaban dos alternativas: luchar hasta morir o… regresar a nuestro mundo…
Kobol calla. La incertidumbre es transportada por el silencio hasta el rostro inquieto que le mira. El gesto adusto y actitud estudiada de su abuelo hace que Samuel no soporte la tensión desatada, estire el cuello y pregunte:
— ¡Y qué pasó!, abuelo… ¡Tú eres un marine de la armada estelar!…
Y el abuelo, con una ingenua sonrisa invadiendo su cara, los ojos derramando cariño, envolviendo la inocencia que espera el triunfo de una pretendida verdad, contesta:
— ¿Por qué lo preguntas? Acaso no te alegras de tener a tu abuelo aquí, transmitiéndote sus experiencias, velando tu sueño… Cómo sino podría investirte de guardián intergaláctico de la canica de acero…
Samuel se queda un instante pensativo, con su mente cibernética recorriendo cada monstruo acoplado al minicomputador que gravita sobre su mesa de experimentación. Parece estar asimilando cuanto ha escuchado y, transcurridos unos segundos, se acerca al abuelo y le abraza. Después, extiende su mano con el gesto honorable de un joven valiente marine, y recoge la canica de acero que otra mano sabia, de raza vieja, le ofrece con orgullo.
 
 

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Victor Mancha
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Linda space ópera. ;-)

Néstor Darío Figueiras (Stratofan!!)

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