De princesas y dragones

Imagen de Nachob

Un cuento algo diferente

 

No cabía duda. Era una princesa.

Cuanto más la miraba, más claro lo tenía. Esos ojos, esa sonrisa, esa manera de moverse entre presumida y tímida. Sabiendo cómo comportarse en cada situación, diciendo la palabra justa, adoptando la postura más adecuada. Siendo el centro de atención de una manera tan natural, tan desenvuelta...

Y sus gustos, siempre tan femeninos, tan sensibles y delicados. Con esa finura y esa elegancia innata tan envidiable. Pero, a la vez, sin abandonar su proverbial preocupación e interés por los demás, de ese modo tan maternal y acogedor. Siempre escuchando, siempre comprendiendo, siempre acariciando con ternura infinita. Partícipe de todos los secretos, cómplice de todos los enredos, dulce confidente de sueños e ilusiones.

Naturalmente también estaba lo otro. Y es que era difícil no fijarse en cómo se le iban los ojos detrás de unas manos fuertes, una espalda ancha, un bulto prometedor. Incluso sus labios se humedecían ante un rudo muchacho envuelto en el acre olor del sudor y la confianza.

¡Era una princesa!

Pero, ¿cómo sacarla de allí? Ese era el problema. De qué modo se la podría rescatar de su jaula dorada. De su prisión invisible, cuyos barrotes eran aún más fuertes que el más duro de los metales. Más sólidos que los muros de cualquier inexpugnable fortaleza.

Por eso cada día se levantaba, se ponía su traje de príncipe, cogía su carruaje de príncipe y acudía a su trabajo de príncipe, avistando de soslayo la ventana donde veía reflejada la imagen de la princesa una y otra vez, con su mirada suplicante y arrebatada. Se retorcía las manos y se mesaba los cabellos tratando de encontrar una respuesta, una solución al que le parecía un problema irresoluble y fatídico.

Luego cuando el día acababa regresaba a su castillo de príncipe, agotado y entristecido, impotente y deprimido, sabiendo que su vida no tenía sentido si no encontraba la forma de liberarla. Tenía la absoluta certeza de que mientras aquella princesa siguiera prisionera y oculta, en su vida no luciría el sol, ni retornaría la risa y la alegría.

Pero había tantas dificultades, tantos obstáculos... Le fallaba tal vez el valor, tal vez la convicción. A lo mejor no era digno de un desafío tan importante, ni merecedor siquiera de optar a una recompensa semejante. Tal vez él no fuera un príncipe de verdad, de esos capaces de luchar contra viento y marea y superar mil y una pruebas imposibles, bajando al más aterrador de los abismos y subiendo a la más alta de las montañas, todo por rescatar a su amada.

O puede que sólo necesitara un poquito de ayuda, un empujón.

¿Sabéis?, lo más bonito que tienen los cuentos es que cuando todo parece perdido, cuando ya nadie creería que la historia pudiera tener un final feliz, siempre sucede algo maravilloso y especial que lo cambia todo. Cuando en el mundo real de cada día sólo nos quedaría sacudir la cabeza y comentar ‘¡qué pena!’, aparece un personaje mágico, como un hada madrina, un talismán secreto, o un viejo duende que vive bajo una seta, y le concede la oportunidad al protagonista de poder cambiar su destino.

En este, fue la casualidad. O el azar, que es una palabra aún más bonita y una de las fuerzas más poderosas del Universo.

Y así, una tarde de primavera nuestro príncipe acudió invitado a una cena que daban los jefes príncipes del país de las consultorías de empresas. Entre bromas y risas acudió con otros compañeros a un mesón famoso por sus jocosos bufones y sus prodigiosos espectáculos.

Allí, mientras se deleitaba devorando increíbles y desconocidos manjares creados por el célebre mago de la deconstrucción glaseada, bromeando ufano y haciendo gala de su proverbial buen humor, sucedió. Entre nubes de vapor, envuelto en ostentosas pieles e increíbles joyas, tan grande que los cuernos que sobresalían de su cabeza rozaban el techo, un legendario dragón real de mil colores y mil fragancias hizo su aparición ante él. Era gigantesco y magnífico, el ser más fabuloso que jamás hubiera podido imaginar. Su aspecto imponente, su desafiante mirada y el fuego que emanaba de él los dejó a todos estupefactos, incrustados en sus asientos. Se produjo entonces un estremecedor silencio. Nadie fue capaz de reaccionar mientras aquella fabulosa quimera se paseaba pavoneándose de la admiración que su poder y presencia habían provocado.

Pero no detuvo allí su influjo sobre aquel atónito público. Seguro de sí mismo y observándoles desdeñoso uno a uno a la cara, empezó a moverse, primero suavemente, exquisito, para ir aumentado progresivamente la intensidad de su danza, en un ritmo hipnótico y seductor al que acompañó con una vieja y dulce canción. Aquello acabó por someter a su embrujo la voluntad de todos los presentes, que entraron en un letargo mágico en el que no podían dejar de corear y obedecer cuanta instrucción daba aquella mítica entidad.

Él mismo se vio subyugado por similar encantamiento, y bailó, canturreó y brincó como todos los demás. Más tarde, cuando exhausto se desplomó riendo sobre su silla, sudoroso y agotado, sintió una extraña sensación subiéndole por la espalda y congelando su nuca. Se giró inquieto y descubrió los enormes ojos de aquella bestia salvaje clavados él. Rojos como el fuego. Ávidos de su carne. Un escalofrío le recorrió de arriba abajo y toda su piel se estremeció ante el embriagante aliento del monstruo. Se supo perdido, atrapado. Presa de aquel atávico ser. Pero, por primera vez en mucho tiempo, no tuvo miedo... ni dudas.

Al día siguiente se despertó radiante. Nunca había conocido un amanecer más luminoso y bello. Se levantó de un pequeño salto y corrió al servicio. Como cada mañana en el espejo del cuarto de baño le esperaba la princesa. Pero hoy no se mostraba apagada y triste, sino sonriente y feliz. Por fin era libre. Para siempre. Le guiñó un ojo con un gesto coqueto y él le devolvió un mohín ufano. Se mojó el rostro con agua fría para refrescarse después de tanto ardor. Detrás de él, en el dormitorio, escuchó el ronco rugido de aquel dragón soberano, que descansaba agotado víctima de la intensa pasión de aquella inolvidable noche.

La primera noche de su nueva vida de princesa.

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