El nacimiento de un caballero

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Un relato de Patapalo ambientado en el universo de StarWars

 

Era el más pequeño de su estirpe, y eso es decir tanto como que incluso los Otros reparaban en su diminuta talla, pues su gente era pequeña, y él todavía más. Tampoco era especialmente hábil, ni osado, ni trabajador, y seguramente fue por ello por lo que se lo recluyó en la bodega de carga durante los largos vagabundeos del hogar bajo los soles gemelos.

Sin embargo, en su encierro vio mucho más que sus hermanos a lo largo de sus mercadeos y sus emboscadas por las arenas del mundo. Vio las grandes ciudades en las que los Seres volaban llevando en sus generosas tripas a los Otros, vio el gran frío más allá de los dos soles, y los mundos de los que venían los Visitantes, en los que abundaban cosas que allí eran raras, y donde eran raras las cosas que allí abundaban.

Vio todo esto y mucho más a pesar de que rara vez se asomaba fuera del hogar, aunque, por mucho que viajasen, él nunca mirara hacia afuera si no era necesario. Lo vio porque escuchaba con atención a uno de los náufragos que habían rescatado, durante su errar, de la voracidad del desierto.

Este era dos veces más grande que él y su piel negra relucía como si nunca hubiera visto el exterior. Su rostro estaba destrozado cuando lo encontraron, pero lo fue arreglando despacio, con paciencia, con el amor que su gente profesa a los Seres. Y cuando por fin fue tomando forma aquella cabeza maltratada, empezaron sus conversaciones.

El náufrago venía de más allá de las estrellas, de mundos donde no conocían las arenas eternas ni los soles gemelos. De un universo donde ocurrían cosas fascinantes -duelos, batallas, romances, aventuras-, donde existían energías que él nunca había conocido, como el honor o el desprecio.

Así, su existencia transcurría ricamente en su encierro sin muros, escuchando una y otra vez las historias del náufrago, hasta que un día encontraron un destino para él. Fue entonces cuando, sin que sus hermanos se enteraran, tomó una pieza que no era necesaria para el náufrago, un extraño cilindro, para tener un recuerdo del que fuera su ventana a otra existencia. Fue poco antes de que los mestizos de corazón blando vinieran a por ellos.

Llegaron montados en sus terribles reptiles verdes, con sus cuerpos blindados, blancos como los soles cuando vierten su ira, y empuñando sus terribles bastones de energía. Les hicieron salir a todos al descubierto, fuera de las entrañas del hogar, y empezaron a interrogarlos con violencia.

Tuvo miedo. Tuvo miedo de sus palabras y de sus gestos, de sus imponentes estaturas y de su naturaleza perversa, pues los Seres no deberían estar mezclados con los Otros. Tuvo miedo y por ello se aferró al cilindro que había tomado del náufrago, pues este le había explicado que el miedo solo conduce a la oscuridad, y él, en su fuero interno, quería ser un caballero como los de sus historias.

Cuando la energía recorrió su cuerpo, sacudiéndolo con una extraña mezcla de euforia y paz, creyó que se convertiría en uno para proteger a sus hermanos, que podría escapar de ese temor que lo asolaba. Y cuando la luz surgió del cilindro creando su espada justiciera, supo que incluso a él, tan pequeño, ese don le estaba permitido. Pero al mismo tiempo, al ver la luz, el miedo nació en los corazones de los mestizos blancos -pudo sentirlo con total claridad-, e, inmediatamente, alzaron sus bastones de energía y trajeron la muerte.

Antes de que el rayo le impactara, sumiéndolo en la corriente de la existencia, se acordó de la lección sobre la que tanto había insistido el náufrago. Que el miedo conduce al odio, y el odio a la oscuridad.

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