Carmen

Imagen de Manuel Fernando Estévez Goytre

Un relato de Manuel Fernando Estévez Goytre

 

A Mariluz, mi vida, por todo lo bueno que me aporta

 

La importancia de mi nombre en esta historia es intrascendente. Mi edad… ya se sabrá. Empezaré diciendo que mi residencia radicaba en una de esas angostas calles de empedrado medieval y aljibes de leyenda que se ensortijaban como un dédalo insalvable alrededor del mirador desde el que tantos y tantos atardeceres violáceos había dedicado a contemplar la fortaleza árabe. Un continuo estremecimiento marcaba como un estornudo húmedo y natural mi cuerpo casi impúber y jugueteaba con él recorriendo cada una de mis venas, haciendo hervir la sangre que las recorría como un galgo a la carrera.

Aquella tarde era calurosa, tórrida si me pongo en lo peor, aunque si tuviera que hacer honor a esa verdad de la que tanto me gusta alardear, nunca me he permitido olvidarla. Un sol cobrizo se precipitaba sobre una ciudad en ascuas que bebía los vientos por acuchillar el ocaso del día y despertar al amparo de una noche sobria y clara. ¡Majestuosa! Acomodé mis discretas posaderas en el viejo muro de piedra para poder observar con comodidad la vieja ciudad palatina que la colina de la Sabika, delicada y hospitalaria, me ofrecía cada anochecer. Metí la mano en el bolsillo de mi camisa, extraje un pitillo y lo encendí sin más pretensiones. No tenía que dar cuentas a nadie, pues solo me encontraba en ese momento y solo deseaba encontrarme el resto del día. Decenas de chispas incandescentes bailaron para mí ante mis agradecidas pupilas, que empezaron a hilvanar ensueños que me empeñé en instalar, mientras el vigor de mi conciencia caía en picado, en la alcoba de la realidad. ¡Tarea imposible! Mientras una panda de jóvenes desabridos y malintencionados se deshacían en insultos e improperios contra no sé qué compañero de instituto, mis oídos se distendían, obviando su petulancia y su grosería, y mis párpados, que iniciaban un rápido viaje hacia la pesadez más procaz, se desplegaban sobre mis ojos arenosos y lánguidos. Intentaba auscultar mi alma y ponerme en paz conmigo mismo cuando mi mente se descuartizó, no ya en reminiscencias semioníricas, sino en retazos de imágenes que no tardaron en seducirme, y aterricé sin remedio en un lugar que desprendía magia por sus cuatro puntos cardinales. «¿Dónde estoy? –me pregunté-, ¿será éste el sitio al que llaman Paraíso?» El susurro fresco y quedo de un arroyo de aguas cristalinas me mostró un camino serpenteante que lo bordeaba. Lo seguí. Tuve miedo, lo reconozco, pero la curiosidad me dio la oportunidad de dar ese paso del que jamás habría –no lo sabía aún- de arrepentirme. Momento cumbre en mi vida, ¿enjundia?, sí, creo que podría llamarlo así. Mis pies pisaban una hierba suave y mullida, capaz de refrescar el ambiente abrasador de la canícula más atrevida, y una lengua de terciopelo lamía mi estómago con delicadeza, ascendía por mi esófago para hacer un pequeño receso en mi garganta, donde saciaba su sed de juego, y seguía hasta mis labios, aún sin curtir en ciertas artes sensuales y sugerentes. Una sensación agradable, algo parecido a un beso tierno, cálido y algo húmedo, me invadió por dentro, y me sorprendí como por ensalmo en un nuevo escenario. «¡Hermoso bosque!» Era tan frondoso y acogedor que a día de hoy aún permanece fresco en mi memoria. Cientos, miles de pinos, casi todos ellos jóvenes y fuertes, determinaban una espesura que se esforzaba, y lo conseguía con creces, en mostrarme toda su belleza. Alcé la vista esperando nuevas sorpresas y observé un ruiseñor que desde su nido de pequeñas ramas me dedicaba un canto envolvente y armónico. «¡Qué hospitalidad la de este lugar!» Cuando el pajarillo levantó el vuelo, me permití seguir su trayectoria con atención y me agradó comprobar que se posaba en el tejado de una cabaña de madera, a unos cincuenta metros de distancia. «Preguntaré…, alguien me podrá orientar», me escuché decir a mí mismo, pese a que no me apetecía abandonar el edén que había tenido la suerte de encontrar. Una chimenea de la que escapaba un humo de una tonalidad desconocida para mí endeudaba su consistencia para alcanzar el cielo. «¡Qué olor! ¿Incienso? ¿Sándalo? ¿Bergamota?» No lo sabía, tampoco me interesaba, pero atraído por el aroma me acerqué a la puerta de caoba cuyas hojas esculpían sendos relieves de esbeltas ninfas en su entorno natural. Me impresionó la fuerza que derroché en los tres aldabonazos que di, cada uno más fuerte que el anterior. «¡Qué extraño –me dije-, no hay nadie!» Esperé, y después de un cuarto de minuto en el que la duda se ensañó a traición con mi conciencia, pensé que lo más viable sería afanarme en una nueva serie de golpes, ésa vez con los nudillos. Sin embargo, no sería hasta la tercera cuando mis oídos percibieron con agrado la voz acariciadora de una joven, que por su tono agudo e inmaduro no debía de ser mucho mayor que yo. «¿Quién va, quién anda ahí fuera?» –dejó caer con una exquisitez fuera de lo común-. No contesté, no sé por qué, pero no tuve valor para hacerlo, al menos en ese momento. Repitió aquella frase hasta alcanzar las cuatro veces, pero mis palabras, hinchadas, se amontonaron sin concesiones en mis labios, perdieron su aliento y se evaporaron como humo en el aire. Su confianza debía estar bajo mínimos, porque no intuí la más mínima intención por su parte de abrir la puerta antes de recibir una contestación que lijara las asperezas de desasosiego que pululaban por su mente, de manera que no me costó demasiado decidirme a bordear la casita. La primera ventana permanecía cerrada a cal y canto. «¡Rediez!» Aunque percibía cierto parpadeo lumínico a través del visillo impoluto de la segunda, no pude saber con seguridad lo que allí ocurría, lo que me produjo cierta dosis de incertidumbre mezclada con otro tanto de curiosidad. La tercera, ¡ay la tercera!, me mostró una imagen, no sabría decir si real o irreal, pero fui completamente consciente de que me resultó seductora, tal vez fascinante y a todas luces conmovedora. ¡Me agradó! Media docena de figuras femeninas dotadas de unas alas transparentes más grandes que su propio cuerpo se distribuían por el interior de la cabaña en un vuelo que rozaba la disciplina militar. «¡Hadas! ¡Pequeñas y atractivas! ¡Uhm…, juguetonas!» Un espectáculo de luz y color acarició mi mirada, en aquel momento idiotizada, y una lluvia de polvo dorado se abismó sobre mi cabellera de adolescente. Noté una tierna caricia en la sien y me sentí, no como en mi hogar, sino dentro de él. Cerré los ojos y en plena oscuridad noté que alguien o algo me elevaba y me hacía volar. «¿Levitación? ¡Sí, levitación!», afirmé. Cuando pude abrirlos, me encontré en la puerta de la cabaña, que alguien se había preocupado de abrir un instante antes. Un pequeño ejército de pequeños seres depositaron mi cuerpo fileteado en láminas de relax en el suelo, con tal primor y pulcritud que creí desvanecer en tierra santa. ¡Duendes! Con una estudiada zalema y una elegancia que quitaba el hipo, el que capitaneaba la formación que los jerarquizaba me invitó a pasar, y aunque después de dudarlo un instante no me atreví a hacerlo, el segundo en el escalafón tuvo la atención de presentarme a alguien. «¡Por todos los santos, qué hermosa joven!» Me sentí pequeño ante ella. Hice una discreta radiografía de su cuerpo y la encontré rodeada de un aura de tranquilidad y sabiduría que se expandía por la habitación y estampaba su propio sello con total naturalidad. Era morena, ¡y qué morena!, de aspecto grácil, y su mirada irradiaba felicidad. Su penetrante perfume anuló el olor que el humo de la chimenea se había encargado de dejar en el ambiente y sus labios carnosos compusieron una sonrisa, no sabría decir si en cuaderna vía o en fa mayor, que me trajo a la mente la historia viva de la poesía y de la música… y del baile, porque bailó para mí sin apenas moverse. ¿Fruto de mi imaginación? Podría ser… pero aún conservo en algún archivo de mi mente los pasos que me dedicó aquel bendito día. Todo era nuevo para mí. ¡Desconocido! La adolescente vestía una camiseta que se ceñía a su cuerpo de sirena y resaltaba sus hermosas curvas y un pantalón pirata de un color que no pude captar que pugnaba por apoderarse de sus estilizadas rodillas. Mis pupilas atrajeron su expresión más feliz y sugestiva, que no dejaba de ensancharse para mí, y su mirada profunda atravesó el umbral de mi timidez y mi introversión, ¡quién lo habría dicho!, y se introdujo sin remilgos en mi alma. Como Pedro por su casa. «¿Quién eres, que sin conocerte sé quién eres?», recordé aquella cita de los Evangelios. «Soy Carmen, ¿deseas pasar?», respondió en un susurro que se deslizó por las paredes de mi corazón, en aquel momento escuálido y aturdido, como un paño de terciopelo, mientras besaba mi mejilla con un entusiasmo y una entrega que despertó mi más desconocida pasión y acariciaba mi brazo con la yema algodonosa de sus dedos. «Claro», me tocó a mí contestar. De nuevo sentí la lengua cálida lamiendo mi estómago. «¡No hay duda! –me dije-, se trata del Paraíso, y la Providencia no debe andar muy lejos». Sin embargo, y para nuestro mal, cuando me hube atrevido a atravesar el umbral de la puerta de entrada llegó un hombre maduro. «Su padre», pensé. «Ya está bien», dijo, empujando a la chica hacia su alcoba y dando un portazo que hizo volar mi flequillo.

Un desagradable espasmo me devolvió al muro de piedra en contra de mi voluntad. «¡Me reviento en Judas!», blasfemé, y la cólera creció en mi interior hasta alcanzar una graduación que no recordaba de veces anteriores. Olfateé el aire, pero el aroma del perfume se había esfumado. Sentí una necesidad imperiosa de abrazar a la muchacha, acariciar su piel suave y fresca y besar sus labios de frambuesa, pero su lugar, ya, lo ocupaba el palacio árabe. ¡Que Alá me perdone, si es que tengo perdón de Ala!, pero fue la primera y única vez en mi vida que puse en tela de juicio mi gusto por el mirador y por la ciudad palatina que tantas satisfacciones me habían dado a lo largo de mi vida. Afligido y cabizbajo, me fui a casa y me acosté. ¡Insomnio! ¡Deseo! ¡Tortura…! ¿Amor? Sí, amor, «¡yo también soy humano!», me enfrenté a mi propio sentimiento. Estaba enamorado, lo reconocí al primer síntoma, por primera vez desde que mi madre me alumbrase a la vida. El constante aleteo que sentía en mi estómago me lo indicaba. Amor…, sí, pero ¿tortura? También. «¿Por qué?», me pregunté. «¡El recuerdo difuso de una figura!, ¡la distancia!», me respondió una cordial voz femenina que se enroscaba como una broca en mi mente febril. Desde aquel día, miles de imágenes de Carmen desfilan por mi mente, ¡de frente, de perfil , de espalda…, viste falda, pantalón, camiseta…, calza sandalias, zapato cerrado…!

No he conocido a demasiadas chicas, no soy hombre de muchas mujeres; de una, a lo sumo; de ninguna, quizá. ¿Por qué? No he encontrado a ninguna como Carmen, tan completa, tan singular, tan… ella misma. Pero ¿se trata sólo de una imagen o más bien de alguien de carne y hueso? Lo desconozco, pero mi sentimiento es tan real como la vida misma, mi corazón bota en mi pecho cuando la recuerdo. ¡Carmen! Sólo pronunciar su nombre me conmueve. ¡Carmen! Siempre la he llevado dentro, pero nunca, nunca, la he encontrado, por más tiempo que he invertido en buscarla. A unas les faltaba olor, a otras color, tal carecía de fuerza interior, cual de esa distensión moral, física y psíquica que siempre he buscado en una relación estable. Ni siquiera en la mujer con la que un mal día habría de contraer matrimonio encontré una décima parte de las virtudes de Carmen. «No es ella», me dije mientras introducía la alianza en su dedo anular, bajo la mirada inquisitiva del cura.

Cierto día, cuando las canas coronaban mi cabellera y mi mirada tibia se detenía alrededor de los cincuenta, no sé si se debería a una alineación de planetas o a la generosidad de la diosa fortuna, conocí a la persona que habría de cambiar mi vida. La amistad se apoderó de nuestros sentimientos en apenas unos días, si bien es cierto que esa relación de “amistad” escondía algo más profundo en la retaguardia. Un sábado de primavera, aún no la conocía lo suficiente, se presentó en mi tierra, y aunque no sabía de lo que se trataba, había algo en ella que me traía ciertos recuerdos. Programé un itinerario por lugares dignos de visita y, ¡cómo no!, subimos al mirador que tanto había frecuentado en mi infancia y adolescencia. «¡Éste es el sitio!», me repetía una y otra vez, mientras ascendíamos por las fuertes pendientes que nos llevarían hasta allí. Estábamos sentados en el muro que presentaba el palacio árabe como dueño y señor de la ciudad cuando por azares de la vida que a día de hoy aún no comprendo, cerré los ojos y olfateé el ambiente, como aquella vez en mi lejana juventud. La tenue ráfaga de un aroma vivificante llegó a mi pituitaria y la sedujo sin vacilar, la incendió, mientras la lengua cálida que ya conocía se deslizaba por las paredes de mi estómago con intención de quedarse. «Pero ese olor, ese perfume…», abrí los ojos. La miré. Me miró. «Pero esa sonrisa, esa mirada… ¿Carmen?», quise saber, cuando se acercó y me besó la mejilla sin contemplaciones ni aspavientos. «Carmen», contestó sutil. Su mirada incandescente taladró la mía y sentí que la suerte me sonreía por primera vez. ¡Por fin! Atrás quedaban años de intensa e infructuosa búsqueda, atrás fracasos amorosos y atrás la soledad. Carmen había irrumpido con fuerza, se había instalado en mi vida.

«Quédate conmigo, llena mis noches de pasión y dulzura, embriágame como lo hiciste una tarde de verano tantos años atrás; siente mi amor y hazme tocar el cielo; no te vayas, ni te alejes, ni me olvides; no me dejes ¡Carmen! ¡Permíteme quererte!, ¡sólo eso: quererte, amarte! ¡Necesito sentir el latido de tu corazón! No sabría vivir sin ti, mi amor, ¡ya no! Quiéreme cada día un poco más, ¡Carmen!, no tengas dudas, porque en mí encontrarás el amor verdadero, ese que conociste en tu adolescencia y se difuminó tras unas palabras que paradójicamente acabaron dando sentido a mi vida. ¡Te amo! ¡Carmen!»

 

Granada, Junio de 2012

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