Defoe, el Diablo y unas tijeras

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Un somero vistazo a las habilidades desplegadas por el autor en El diablo y el relojero

En sus populares cuentos de crímenes y fantasmas, tema de mezclar churras y merinas para mayor regocijo del pueblo llano, Daniel Defoe recurrió en más de una ocasión al temido Diablo. Quizás no fuera tan chocante, de hecho, en la época, especialmente en Inglaterra, de la que se decía, con orgullo, que no tenía una sola casa que se preciase sin su correspondiente fantasma. Y es que aparecidos, criminales -carne de fantasmagorias, al fin y al cabo- y el diablo -director de orquesta de todo esto- iban bastante de la mano, sobre todo en las mentes supersticiosas.

No es de extrañar, con su formación periodística -que se refleja muy bien el Diario del año de la peste- y su vocación folclorista, que en su abultada bibliografía dedicara unas cuantas historias al personaje, mezclándolo con acierto con otros elementos. Particularmente me quedo con una, un cuento de ahorcados en el más puro sentido de la palabra, que constituye tanto una joya literaria insospechada como una de las mejores historias de campamentos (u orales) que jamás haya encontrado: El diablo y el relojero.

El argumento es simple y se desvela en el primer párrafo, y probablemente viene de alguna vieja historia tradicional, pero la gracia, principalmente, es cómo Defoe consigue mantener la tensión a través de la palabra escrita (algo más complicado que con la oral) con tan pocos elementos: tenemos una escalera de una pensión donde se encuentran varios de los inquilinos y la patrona alarmados por un ruido en la habitación de la buhardilla; al abrir la puerta de la misma, se encuentran con que su ocupante cuelga de una viga, ahorcado pero todavía vivo, y con que, junto a él, un desconocido parece acercarse a cortar la soga con unas tijeras, sin llegar a hacerlo nunca. El desconocido, por supuesto, es el Diablo, que juega con sus amagos a retrasar el socorro que los espectadores intentan llevar al desdichado moribundo.

Más allá del simbolismo que tiene en sí esta puesta en escena, en el relato de Defoe (como, seguramente, en el original que recogiera el escritor) encontramos una serie de elementos que despiertan en los lectores terrores atávicos. El primero, obviamente, el ahorcado.

Como dice mi hermana, los ahorcados dan mucho miedo, sobre todo los pies separados del suelo. Es algo instintivo, absurdo -porque el mayor peligro que tiene un ahorcado para los vivos, si dejamos los infartos de lado, es que se balancee mucho y te dé un leñazo en la cabeza-, pero que está allí. Puede que sea porque no es natural tener los pies en el aire, o porque nos recuerda cuál vulnerables somos. Quizás son siglos de acumular ahorcamientos en nuestro imaginario popular... En cualquier caso, una de las muertes que más horrorizan, a pesar de -o gracias a- su carácter ejemplarizante.

Como refuerzo, tenemos la tijera. No es un arma, pero transmite peligro. Además, su presencia en numerosas historias fantásticas, tanto de la propia mitología celta que inspiraba a Defoe, como de la nuestra propia, más mediterránea, agudiza su simbología sobrenatural. En la angustia del momento, nos llegan ecos de las parcas cortando los hilos de la vida, y, curiosamente, al final nos sentimos aliviados porque el Diablo no ha usado sus tijeras.

Este -el desconocido desenmascarado, un nuevo elemento aterrador, porque no sabes cuándo te lo volverás a encontrar- nos hace un último número desapareciendo sin dejar rastro. Este cierre casi nos deja un peor sabor de boca que haber dejado morir en paz al desdichado inquilino, pues añade un grado de terror adicional a las tijeras y, además, un motivo -el pecador- para que el Diablo vuelva a visitarnos a ajustar cuentas. Una sombra difícil de borrar, incluso con agua bendita...

Sin duda, un cuento este que nos muestra hasta qué punto Defoe era un auténtico maestro del terror psicológico, de uno tan profundo que no se ha quedado obsoleto con los cambios de mentalidad de estos cuatrocientos años que median. Qué más se puede pedir: Defoe, el Diablo y unas tijeras...

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