Harlem Blues

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Un relato de Weiss a ritmo de blues

 

Antes de arrojarse al río Hudson una fría madrugada de noviembre, Clarence Jones me confesó que las prodigiosas notas que brotaban de su saxo nacían en el interior de un viejo baúl que guardaba en su apartamento. Acodados en la barra del “Holly’s” ante sendos vasos de bourbon, Clarence me contó que aquel baúl de madera labrada con arabescos era todo el mobiliario que había dejado el antiguo inquilino, un oscuro pintor de alma atormentada cuyo rastro se perdió tiempo atrás, quizás porque nadie se molestó jamás en seguirlo. Salvo por el baúl, el apartamento sólo contaba con algunos bocetos trazados sobre cartulinas y media docena de lienzos sin enmarcar. Unos estaban colgados sobre las paredes del pasillo, otros apilados sobre el piso de baldosas de la sala de estar, deslustradas e inestables como los dientes de un heroinómano. Las pinturas retrataban rostros solitarios de hombres y mujeres que deambulaban por calles vacías, no de personas, pero sí de algo impreciso parecido a la esperanza, o tal vez al amor. A veces, me confió en una ocasión, se les adivinaban miradas esquivas y al mismo tiempo suplicantes por el rabillo del ojo. No era tanto belleza como desasosiego lo que transmitían aquellos cuadros, pero a Clarence le gustaban, y ahí siguen.

Clarence había llegado desde Alabama a bordo de un autocar Greyhound, con unos pocos dólares en el bolsillo y el corazón roto manchado de carmín. Nos lo contó a Marla y a mí –por aquel entonces los dos frecuentábamos el “Holly’s”- después de compartir con nosotros el par de copas que habrían de templar sus nervios antes de su primera actuación. Por mediación de un familiar lejano, nos relató, había encontrado un piso en Harlem, en una de esas callejas en perpetua penumbra a las que los taxistas nunca saben llegar sin que les indiques. El apartamento tenía baño, cocina, un dormitorio y una sala de estar con dos ventanas abiertas a un húmedo patio interior desde el que a veces subían vaharadas de fritura y arroz hervido. Clarence ignoró el exótico baúl plantado en mitad del salón, pero pasados unos días se rindió a la curiosidad y terminó por abrirlo. Para su sorpresa, el baúl no estaba vacío: en su interior resplandecía un viejo saxofón Selmer cuyas curvas sinuosas irradiaban el magnetismo de unas piernas infinitas de mujer por las que el más respetable padre de familia vendería sin dudarlo su alma.

A la semana de aquella primera actuación Clarence consiguió un puesto en la orquesta de Brad Sullivan, y comenzó a tocar todos los jueves y sábados en el “Holly’s”. Era jodidamente bueno, y al mes y medio se le presentó un tipo bien trajeado que había estado estudiándolo desde una mesa al fondo del local. Le saludó con palmaditas en la espalda y una amplia sonrisa y, tras compartir una copa, le ofreció un contrato con Nova Records.

Clarence era un tipo bastante desprendido, especialmente desde que aquel productor discográfico se cruzara en su vida. El tipo, contento con el resultado en el estudio de grabación, le había adelantado hacía unos días un buen puñado de billetes. El disco de Clarence sería presentado al mercado en pocas semanas, y aquella fría noche de noviembre, con los bolsillos llenos de dólares, el músico se dedicó a derrochar generosidad entre los parroquianos del club, lo cual todos interpretamos como un gesto de celebración. En ese “todos” se incluía Marla, que todavía se dignaba a acompañarme al “Holly’s”, aunque para entonces ya le costaba disimular su creciente falta de entusiasmo por mis caricias.

Clarence llevaba tres o cuatro rondas invitando al personal cuando, palmeándose el pecho, me dijo en tono confidente: “Cada vez duele más; es ese condenado baúl. El casero me aseguró que estaba vacío, pero dentro encontré esto”. Y señaló el viejo Selmer del que todas las noches brotaban los más conmovedores solos de jazz. No le di más vueltas a aquella enigmática revelación, acaso por el aturdimiento que me provocaba el bourbon. Tampoco se me ocurrió preguntarle a dónde iba cuando lo vi levantarse y abandonar el local. “Con cada nota que sale de sus entrañas se me lleva un jirón del alma” fue lo último que me dijo.

Cuando la paciencia o las ganas de disimular de Marla se agotaron -lo cual no tardó mucho en suceder-, me vi obligado a buscarme un nuevo techo. Llamé a un par de anuncios del periódico desde el teléfono del “Holly’s”, hasta que el tercer casero me confirmó que tenía libre un apartamento. En Harlem, en una callejuela que el taxista no supo encontrar hasta pedirle indicaciones a un transeúnte del barrio.

El arrendador –es extraño, ahora me es imposible recordar su nombre- me recibió en el portal. Ambos subimos un colchón desde el sótano, porque -me aseguró- el apartamento se encontraba prácticamente desamueblado. Aproveché para preguntarle si podría subir también el escritorio y alguna de las sillas que se amontonaban bajo el polvo del trastero, para ir arreglándomelas de momento.

—¿Es usted periodista, quizás?

—Escritor —le respondí, a lo que él me sonrió con amabilidad.

Pese a no ser gran cosa, no está mal este apartamento; dudo que pudiese haber encontrado algo mejor por ese precio. Tiene baño, cocina, un dormitorio y una sala de estar con dos ventanas abiertas a un patio interior desde el que, a veces, parecen elevarse las notas melancólicas de un saxofón envueltas entre vaharadas de humo de cocina. De las paredes cuelgan algunas pinturas sin enmarcar, lienzos que retratan a personajes que me lanzan miradas furtivas cuando les doy la espalda. Sólo entonces, por el rabillo del ojo, descubro en sus rostros destellos de amargas soledades, de traiciones irredimibles, o de nostalgia por los amores perdidos.

Y en el centro del salón, sobre las baldosas flojas y deslucidas, descansa un viejo baúl de madera labrada. El casero me aseguró que estaba vacío, pero cuando lo he abierto, días después de instalarme, he encontrado en su interior una máquina de escribir. Yo ya traía la mía, pero algo me ha impulsado a cogerla; un magnetismo que no sabría explicar más que con aquellas palabras de Clarence sobre piernas infinitas y mujeres fatales. Esa máquina es la que utilizo en este preciso momento para redactar estas líneas, y con cada golpe de tecla, con cada letra y cada palabra que va imprimiéndose en el papel, noto cómo se me escapa un jirón del alma.

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Patapalo
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Un relato de muy buena factura. Me ha encantado su elegancia. La estructura circular, el tono de novela negra que nos remite a los garitos de Torpedo 1936, la femme fatale de fondo, el saxofonista, el escritor -casi podemos imaginarlo con un borsalino y camiste de tirantes frente a la máquina de escribir-... todo está muy bien captado y muy bien enlazado. Quizás le falte un punto de sorpresa para resultar sobresaliente, pero sin lugar a dudas deja muy buen sabor de boca por lo bien ejecutado que está. Vamos, que me lo he pasado muy bien leyéndolo. Espero que nos mandes más cosas.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Bestia insana
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Sin duda, Weiss,  tu prosa es elegante, por eso mismo me permito llamarte la atención sobre algunas imágenes que me han, digamos, chirriado: eso de las baldosas  inestables como los dientes de un heroinómano, me ha hecho dar justamente un respingo. En cuanto a la estructura del relato, sí, el final parece un poco forzado, demasiado explícita la frase: Esa máquina es la que utilizo en este preciso momento para redactar estas líneas. Tal vez se podría habría mantenido una insinuante imprecisión hasta el final y golpeado luego con: noto cómo se me escapa un jirón del alma. Pero vamos, esto es muy fácil decirlo. En cualquier caso, un trabajo más que digno.

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Vaya, ya me ha salido el comentario donde no debía, lo siento

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weiss
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Gracias por los comentarios, chicos Sonrisa. Sí que lo del heroinómano es una pincelada sórdida que rompe con la línea, oscura y punto siniestra pero elegantona. Quizás le iría mejor otro símil más acorde con el estilo general. El final se hace previsible, pero va, tampoco era intención hacer un relato "de giro". Celebro en todo caso que os haya gustado. Ya colgaremos otras cositas más adelante.

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Fly
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¿Por qué tenía yo descuidada esta sección? Hay pequeñas grandes joyas como ésta. Muy buen relato, Weiss. Arriba

Es probable emitió su esperma de una forma muy descuidada.

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