Romasanta

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Un relato de Sanbes para la vivisección de Calabazas en el Trastero: Asesinos históricos

Las manos de Manuel Blanco Romasanta apretaban la almohada contra el rostro de su mujer. Cuando todo su cuerpo quedó inmóvil, apartó la almohada de su cara y se quedó mirándola durante un rato, preparado para volver a atacar si descubría el mínimo atisbo de vida.

Arrastró a su mujer hasta la cocina. Allí partió un trozo de pan duro, restregó el pan por los dedos de la mujer y se lo metió en la boca. Con la ayuda del mango de un cuchillo empujó el pan hasta colocarlo justo en la garganta. Dejó a un lado el cuchillo, se tumbó junto a su mujer y, sin asomar una sola lágrima a sus ojos, la abrazó. Así, inmóviles, pasaron toda la noche, una con los ojos cerrados, el otro con los ojos abiertos, viendo pasar de largo a la luna llena a través de la pequeña ventana de la cocina, y aclararse el cielo con la luz del alba.

 

Al entierro fueron sobre todo mujeres, pues Manuel se relacionaba poco con los hombres debido a su sentimiento de inferioridad. Era muy bajo y, aunque velludo y con una pronunciada alopecia, su dedicación a la costura, que en aquella época se relacionaba y se enseñaba solo a las mujeres, convertían a Manuel a los ojos de los hombres en un tipo amanerado cuya compañía trataban de esquivar.

Durante aquella semana de luto, en las casas vecinas se oía a los padres pedir a sus hijos que masticaran bien la comida, y tomaban de ejemplo a la difunta Francisca Gómez. En cambio, en el interior de la casa de la recién fallecida, Manuel cosía los bajos del pantalón de un anciano viudo en total silencio, y solo interrumpido de vez en cuando por un susurro que hacía que volviese la cabeza hacia los rincones oscuros de la casa.

La seriedad con la que se movía en el interior de su hogar contrastaba con la sonrisa que le dedicaba a la gente, y en especial, a las mujeres que recogían las prendas ya cosidas. Trataba de iniciar una conversación y retrasar la partida de estas mujeres, pero solo conseguía palabras frías de cortesía y gestos de malestar que Manuel, deseoso de cruzar unas palabras con alguien, no se daba o no quería darse cuenta. Pronto, sus escasos clientes se sintieron tan incomodos que dejaron de llevarle prendas, recibiendo el único sustento económico del anciano viudo; sustento que desapareció el día en que sus marchitados pulmones dejaron de funcionar.

Sin dinero, y sin saber cocinar, Manuel se colaba por las noches en las casas vecinas para robar algo crudo que llevarse a la boca. A punto estuvieron varias veces de reconocerlo. En la aldea se formó un grupo nocturno de vigilancia para atrapar a esos indeseables que se colaban en sus tierras para robarles, condenando a Manuel a quedarse en casa.

Lo susurros que se escapaban de los rincones oscuros de su casa aumentaron en la misma proporción que los rugidos de hambre de su estómago. Cada vez que la madera de un mueble crujía Manuel giraba la cabeza con los ojos abiertos de par en par, seguro de haber escuchado pronunciar su nombre o su apellido. Cada vez que veía por el rabillo del ojo el movimiento de su propia sombra, se espantaba creyendo haber visto a alguien. Se pasaba las horas sentado en una silla de madera, hablando solo, en parte para que su voz taponara los susurros de la casa, en parte para tener una conversación con alguien, aunque fuera consigo mismo.

Decidió que vendería las prendas y las pocas joyas de su difunta esposa. Las guardaba para cautivar a alguna mujer, colmándola de regalos y así conseguir enamorarla, pero sus intentos frustrados de acercase al genero femenino hicieron que se decantara por llenar su estómago. Abrió un armario y fue depositando sobre la cama las prendas, pulseras y pendientes de su esposa. Se volvía del armario con un collar en la mano cuando dio un respingo al ver a su esposa sentada en la cama.

— Que poca vergüenza –dijo Francisca, mirándole con asco—. Para cuatro tonterías que tengo, y ni siquiera me has enterrado con ellas. No tienes sentimientos.

Francisca se levantó de la cama y desapareció en la oscuridad del pasillo. Temblaban tanto las manos de Manuel, que el collar cayó al suelo.

Sin dudarlo y sin detenerse a cerrar la puerta, abandonó la casa y pasó la noche en el interior del bosque, prefiriendo los aullidos de los lobos y los sonidos de las aves nocturnas a volver a ver el espíritu de su mujer. Espíritu que sin duda volvía para vengar su muerte.

Ya hacía horas que brillaba el sol cuando Manuel se atrevió a entrar de nuevo en su casa. Recogía las prendas y las joyas de su mujer cuando volvió a verla en el umbral de la puerta, mirándole. Dio un respingo, pero ni esta vez se le cayó nada, ni era su difunta esposa.

—Perdone, don Manuel, pero me encontré la puerta abierta esta mañana y nos preocupamos. Mi marido salió a buscarle, por si le había pasado algo.

—¿Sí? Pues dile que ya puede dejar de buscarme. –dijo Manuel, dudando mucho de que su marido se hubiera preocupado un poco de su desaparición.

—Muy bien.

Se daba ya la vuelta, cuando Manuel, mostrándole los colgantes a su vecina dijo:

—¿Quieres algo de esto?

—¿Son de Francisca?

—Eran suyos, si.

—Entonces no, lo siento. Es por respeto a ella.

—Ya.

La vecina salió de la casa, dejando a Manuel con los colgantes en la mano.

Se pasó el día intentando vender las cadenas y las pulseras a sus vecinos, pero nadie quería llevar o regalar las joyas de su difunta. Ofreció varias veces cambiarlas por un plato caliente, y varias veces rechazaron las joyas pero le aseguraron que pasarían por su casa para llevarle algo de comer. En cuanto le daban la espalda, Manuel se recriminaba mostrarse tan débil, y se avergonzaba al pensar en el que dirán y en la imagen de muerto de hambre que estaba dando. Aun así, se sentó en el suelo de su calle, con sus pertenencias entre las piernas; vigilaba la puerta de su casa, para no tener que esperar allí dentro el plato que le habían prometido, a merced del vengativo espíritu. Pero la tarde fue dejando paso a la noche, y nadie se había detenido ni delante de él, ni en la puerta de su casa.

Se puso en pie como un anciano de huesos atrofiados y se dirigió al bosque para pasar otra noche entre aullidos y los crujidos de los árboles. Tiró las pertenencias de su mujer junto a un tronco y se tumbó en el suelo. Recogió del suelo un par de hojas y se las comió. Estaban amargas y no sabían absolutamente a nada, pero el estómago mandaba. Gateó en busca de más hojas, las masticó y tragó con esfuerzo hasta dejarse caer de espaldas y echarse a llorar; el llanto agitaba tanto su cuerpo que la masa amarga se le salió de la boca y le manchó la barba. No lloraba así desde los primeros días de casado con Francisca, cuando ésta descubrió en su noche de bodas que se había casado con un hombre cuyo pene era tan diminuto como un clítoris. Lo insultaba, le decía que no era ni un hombre ni una mujer, y que su madre debió de enseñarle a coser creyendo, al menos hasta que le salió la barba, que tenía una hija. Entonces Manuel enloquecía, gritaba y concentraba toda su rabia en sus puños. Luego, por la noche, lloraba a escondidas en algún rincón de la casa, porque su mujer, sin saberlo, acertaba de lleno en sus insultos, recordándole sin querer que sus padres lo trataran como una niña hasta la pubertad, cuando en su rostro y en su cuerpo se hizo eco el vello del hombre.

Sus padres llevaron a Manuela, pues este es el nombre que sale en su partida de nacimiento, a un médico. El caso tuvo algo de eco, ya que en contra de lo que imaginaban, Manuel no era hermafrodita; realmente, su clítoris había mutado a pene y todo cuanto había de mujer en el cuerpo de Manuela, estaba desapareciendo. Uno de los doctores, licenciado en psicología, llegó a la siguiente conclusión: Manuela tiene despierta una parte del cerebro que permanece dormida en la gran mayoría de las personas durante toda su vida, su profundo deseo por ser hombre hace que el cerebro mandé una y otra vez al cuerpo las señales de un cambio. El cuerpo obedece al cerebro, y poco a poco empieza a cambiar para ser un hombre, pasando de Manuela a Manuel.

 

Manuel entreabrió los ojos y tuvo que cerrarlos por la molesta claridad del día. Se sentó, frotándose los ojos y tratando de desenganchar de su barba los trozos pegados de hoja masticada. El olor de la hoja en su barba y el solo pensamiento de tener que volver a masticarla hizo que vomitara. Cuando ya no quedó nada en su estómago se puso en pie. Mareado, recogió las pulseras y las cadenas, se las metió en los bolsillos y se marchó, dejando atrás las prendas que resultaban pesadas para su dolorido y debilitado cuerpo.

Llevaba cerca de una hora caminando a paso torpe cuando pasó junto a una liebre sin cabeza, devorada hasta los huesos y con moscas posándose sobre la sangre aun fresca. Pasados unos metros se detuvo. Regresó a la liebre y se arrodilló. Tras pensarlo unos segundos mojó un dedo en la sangre del animal y lo olió, quería quitarse de encima la peste a grumos de hoja. No era un olor agradable. De hecho, hubiera vomitado si quedara algo más por expulsar de su estómago. Estómago, por otra parte, que reaccionó con un doloroso y hambriento rugido. Sin mirar, lamió la sangre. Solo por humedecer la garganta ya valió la pena. Volvió a mojar el dedo, restregándolo bien y manchando hasta el nudillo, y lo lamió hasta dejarlo limpio. Fijó la mirada en la liebre y lo pensó durante un minuto. Regar el interior de su escocida garganta con sangre le había sentado muy bien, y se preguntaba como le sentaría a su cuerpo meterle algo de comida. Le contestó otro rugido proveniente de la tripa. Sin pensarlo más, se lanzó a arrancar con las manos las costillas y los tendones, metiéndoselos en la boca y masticándolos con fuerza y dedicación para poder tragarlos. Chupaba las costillas e intentaba arrancar con los dientes los diminutos trozos de carne pegada que los lobos habían dejado.

Su estómago enmudeció y el temblor de sus piernas fue desapareciendo a medida que su cuerpo recuperaba las energías. Se puso en pie con las manos, la boca y la barba llena de sangre. Y se encontró observándole de frente, escondido entre los árboles, a un hombre barrigón de pelo y barba canosa, con una carretilla de dos ruedas llena de troncos de madera.

El hombre se sobresaltó al verse descubierto, se dio la vuelta y se alejó con la carretilla. Manuel tardó en reaccionar, pero finalmente corrió tras él. El hombre avanzaba sudoroso y fatigado, por lo que Manuel no tardó en alcanzarlo.

—Hola, hola –dijo Manuel.

El hombre se detuvo. Estaba asustado.

—Me he perdido. Llevo días sin encontrar mi aldea y sin comer. ¿Podría ayudarme para volver a mi casa? Vivo en la aldea de Regueiro.

—No se donde está, lo siento.

—¿Tiene al menos algo de comer?

—Solo leña, y tengo que regresar ya, lo siento –dijo el hombre, y se alejó tan rápido como pudo, sin pararse a recoger el tronco que se le había caído de la carretilla.

Manuel se quedó mirando como se alejaba. Luego miró sus manos manchadas de sangre y echó un vistazo a su alrededor, observando solo árboles, maleza y hojas muertas.

Iba ya el hombre creyéndose a salvo de aquel tipo raro, manteniendo una conversación consigo mismo en la que se imaginaba en la taberna, ganándose unas bebidas gratis al contar la historia del hombre que había visto por la mañana devorando a un animal a mordiscos, cuando Manuel salió de detrás de un árbol. Tan sumergido en su historia estaba aquel hombre, que no escuchó las pisadas que sonaban a su espalda. Cuando finalmente el ruido de las pisadas fue más alto que el de sus propias palabras y quiso girarse para mirar, recibió un golpe en la cabeza que lo tiró al suelo. Se llevó una mano a la frente y se manchó la palma de sangre. Manuel se acercaba a él, llevando el tronco. El hombre trató de ponerse en pie, pero su barriga pesaba. Manuel levantó el tronco con ambas manos y asestó un fuerte golpe en la cabeza. Y luego otro, y otro.

 

Llegó a una aldea la carretilla de dos ruedas de aquel hombre, conducida por Manuel. En lugar de leña ahora llevaba las pertenencias de su difunta esposa y lo que había conseguido robar del cadáver del leñador, como un reloj de pulsera y una navaja. Se había aseado y se había quitado la sangre en un riachuelo del bosque. Vistiéndose con la misma ropa una vez estuvo seca.

Los habitantes de la aldea se acercaron al desconocido, la mayoría solo para mirar el contenido de la carretilla. Uno compró la navaja, y otros pocos se atrevieron a comprar alguna prenda y pulsera de mujer, debido a que Manuel, ansioso por quitarse de encima todo lo que le recordase a su exesposa, las vendía a precios muy bajos.

Aquella noche cenó al fin un buen plato de cocido con pan y un vaso de vino, y durmió en la posada de una vieja que alquilaba las camas de sus ocho hijos ya mayores.

Estaba desayunando un vaso de leche con pan y queso cuando entró el alguacil de la aldea al comedor de la posada. No le costó dar con Manuel, pues se encontraba solitario junto a una mesa, sentado en un banco de madera.

La vieja le preguntó al alguacil si quería comer algo, pero éste ni la miró.

Se sentó frente a Manuel, que aunque éste le había echado un par de miradas, disimulaba centrado en cortar un pedazo de queso.

—¿Qué tal la comida? –preguntó el alguacil.

Manuel alzó la mirada sin mover la cabeza.

—Buena –dijo, llevándose un trozo de queso a la boca.

—¿Tan buena como los objetos que vendes?

—Lo mejor ya lo vendí en otra aldea. Aquí me quedan algunas cosas buenas.

—Si. Hay unas cuantas mujeres contentas con sus pendientes nuevos. Muy baratos, por cierto.

—Son de mi difunta esposa. Me daña su recuerdo.

—Ah –el alguacil miraba el manejo de Manuel con el cuchillo y el queso—. ¿Está bueno?

—¿El queso? Está bien. Si.

El alguacil sacó una navaja y la dejó sobre la mesa.

—¿Porqué no lo cortas con esto? Te irá mejor.

Manuel se quedó mirando la navaja. Le dio un vuelco el corazón al reconocerla. Disimuladamente, dejó el cuchillo en la mesa y lo ocultó colocando el queso justo encima.

—¿Qué? –Preguntó el alguacil—. ¿La reconoces?

—Es una navaja.

—Si. Es una navaja con unas iniciales. ¿Las ves? Están ahí, en el mango de madera. Pocos caprichos tenía, pero uno de ellos era el de grabar su nombre a todas las cosas que creaba con sus troncos. Lo ha descubierto el hijo de Jacinto está madrugada, el hombre al que se la vendiste ayer. ¿Qué hacías tú con esta navaja?

—¿Yo? Yo no. Esta navaja no es mía.

—Él dice que se la vendiste tú.

—Pues no es verdad. Aquí solo he vendido las cosas de mi pobre y difunta esposa –dijo, remarcando las últimas palabras.

—¿Y no estaba esta navaja entre las cosas tan buenas que ya habías vendido?

—No.

—Jacinto dice que lleva tres días sin ver a Ramón, el propietario de la navaja. ¿Sabes tu algo?

—Nada. No se quien es ese señor, ni se nada de esta navaja –se le acababa de ocurrir que podría haber dicho que se la había encontrado, y así hubiera empezado con mejor pie. Se maldijo así mismo por la ocurrencia tardía.

—Te vas a meter en un problema como Jacinto afirme que se la vendiste tú. ¿Seguro que no…?

—¡He dicho que no! ¿Está sordo o que le pasa? –gritó Manuel poniéndose en pie.

El alguacil se levantó. A su lado, Manuel parecía un niño.

—¡Carmen! –Llamó. La vieja, que llevaba rato que se había olvidado de disimular y escuchaba atentamente, solo tuvo que dejarse ver—. Avisa a Jacinto y dile que venga inmediatamente.

Manuel siguió a la vieja con la mirada. Luego volvió a clavarla en el alguacil, cuyos ojos marrones no se separaban de los suyos.

—Déjeme verla –dijo Manuel, alargando su mano hacia la navaja.

El alguacil retiró la navaja.

—No. Ya no.

—¿Se me carga a mi el muerto por no ser de aquí?

—¿Qué muerto?

—La… la desaparición, o lo que sea de ese hombre. Yo nunca he visto esta navaja. Tendría que estar interrogando al hombre que dice que se la he vendido, ese me quiere engatusar a mi lo que sea que él haya hecho.

—¿Cómo se llama?

—Eso no es mío. No era mío.

—Usted. ¿Cómo se llama?

—¿Yo?... Antonio –mintió.

—Dígame Antonio, ¿ayer usted vendía sus objetos llevándolos en una carretilla, no?

Manuel no contestó.

—Vamos, conteste.

—Creo que si.

—Ah, cree. Dichosa memoria la suya –dijo el alguacil en tono burlón—. ¿Y dónde está ese carro? ¿Me lo puede enseñar?

Manuel apartó la mirada. Se hubiera cortado las manos para que dejaran de temblar.

—¿Es ese carro que está ahí fuera?

Manuel seguía sin contestar, estaba tan nervioso que se peinó el escaso pelo que le quedaba.

—Conteste Antonio, conteste o juro que le detengo ahora mismo.

—No es el mío, el mío…, está en otro sitio.

—¿Dónde?

Manuel empezó a llorar. Se sentó y se cubrió el rostro con las manos.

—Un hombre que no ha hecho nada no llora –dijo el alguacil, intentando ocultar su sonrisa de vencedor.

—Es ese –dijo Manuel entre gimoteos—. Es ese de ahí—. Y señaló hacia una esquina del comedor.

El alguacil giró la cabeza hacia la esquina y Manuel le clavó el cuchillo del queso en la entrepierna. Romasanta salió corriendo de la posada, dejando tras de si los gritos del arrodillado alguacil.

Cruzó la aldea y entró en el bosque sin dejar de correr. Manuel podía escuchar los gritos de sus perseguidores, pero siempre que miraba hacia atrás no veía a nadie. Al fin decidió detenerse y recobrar la respiración, comprobando que los gritos que poco a poco dejaba de oír eran fruto de su temerosa imaginación.

 

Llevaba Manuel una semana refugiado en el bosque. Los primeros días había cazado a pedradas alguna liebre y ardilla, comiéndolas crudas, pero llevaba varios días diluviando, y los animales estaban refugiados en sus madrigueras.

Volvieron los temblores en las piernas y el costoso trabajo de dar un paso más sin caer al suelo. Apenas podía dormir debido a la lluvia, la tos y el frío que pasaba por las noches. Si seguía así moriría antes de hipotermia que de hambre.

A pesar de ser una noche tan fría como las anteriores, el viento había cesado de soplar, y esto era motivo de alegría, pues podía refugiarse bajo las hojas de los árboles sin que el viento le salpicara de agua. Creía escuchar sonidos de animales por todas partes, animales que se reían de él y esperaban pacientemente a que cayera muerto para alimentarse con su cada vez más delgado cuerpo. De pronto, vio una luz a lo lejos. Costándole un gran esfuerzo que sus piernas obedecieran a su cerebro, se separó del árbol y caminó hacia la luz, con la fina lluvia cayéndole sobre el cuerpo y deslizándose por sus arrugados dedos. Pensó que quizá le seguían buscando, y aceleró el paso, deseoso de despertar en una celda seca y junto a un plato o una rata muerta, lo mismo le daba.

Avanzó tambaleándose hacia la luz, como una polilla seducida por la lámpara, y se apoyó en un árbol al llegar a ella. La temblorosa luz salía de la ventana rota del piso superior de una iglesia. A la cruz que coronaba la iglesia le faltaba un brazo; la esquina derecha del tejado estaba derrumbada, la fachada tenía tanta suciedad que parecía que satanás hubiera escupido en ella. La iglesia estaba rodeada de una maleza salvaje que antaño tuvo mejores cuidados, y a unos metros había un camino de tierra que terminaba en el sagrado edificio y que provenía de sabe dios donde.

Manuel fue a la gran puerta, que medía cerca de dos metros de altura y tenía grietas en la madera. Como no había picaporte llamó con los puños. Un búho desplegó sus plumas y abandonó volando la cornisa de una de las ventanas. El hombre volvió a llamar con la palma de la mano.

—¿Quién eres? –preguntaron desde el otro lado de la puerta.

—Me he perdido en el bosque. Por favor, solo quiero refugiarme de la lluvia.

—¿Está solo?

—Si. Si. Estoy solo.

Hubo un silencio que duró cerca de un minuto, luego se escuchó deslizarse el cerrojo y la puerta se abrió con un crujido de madera carcomida. Medio escondido tras la puerta, y mirando a Manuel con desconfianza, había un hombre con una larga barba y unas prendas tan harapientas como las del nuevo visitante. A unos metros, con una mano en la espalda y con la otra sujetando una vela, había otro hombre con la camisa rota y manchada de sangre.

—Gracias, muchas gracias –tosió Manuel entrando en la iglesia.

Hasta donde la vela alumbraba, podía verse un suelo con piedras y trozos de muebles rotos. Las paredes parecían intactas. A la derecha había un marco sin puerta y con el techo circular que llevaba a una sala iluminada con la luz parpadeante que había atraído a Manuel. Flotaba un olor a comida que provenía de esta sala.

—¿Tenéis comida? Llevo días sin comer.

Se cerró la puerta, y el hombre que le había abierto quedó oculto en la penumbra.

—Así que quieres refugiarte de la lluvia y un plato de comida –dijo el hombre que sujetaba la vela.

—Si. Solo eso. Por favor, me muero de hambre.

Hubo otro silencio.

—Dale de comer –dijo al fin el hombre de la vela.

—Sígueme, te vas a chupar los dedos –dijo el otro hombre, saliendo de la penumbra y pasando a la otra sala.

Entró Manuel en una sala con unos pocos bancos alargados de madera. El cristo que antes hubo en el altar, se consumía ahora junto a un banco en una hoguera que había en el centro de la sala. En el altar había un fuego mucho más pequeño que servía para calentar la base de una olla.

El hombre de la vela hizo un gesto a su invitado para que se sentara. Manuel se quitó la ropa empapada, la dejó cerca de la hoguera y se sentó en calzoncillos. El hombre se sentó en el mismo banco, dejó la vela entre los dos y por fin retiró la otra mano de su espalda, reflejándose la llama de la hoguera en la hoja del cuchillo que acababa de sacar.

El cocinero trajo tres platos con un caldo oscuro y trozos de carne. Los repartió, tocándole a Manuel un plato sin cuchara de palo.

—No esperábamos visita.

A Manuel se le abrieron los ojos ante el plato de comida y una burbuja de saliva asomó por sus labios entreabiertos. Cogió el plato con las manos arrugadas, sopló y bebió un poco del caldo.

Los otros hombres lo miraban.

—¿Está bueno? –preguntó el cocinero.

Manuel se llevó un trozo de carne a la boca y afirmó con la cabeza.

Ellos empezaron a cenar. El cocinero se dedicaba a buscar trozos de carne en el caldo. El otro hombre tomaba la cucharada sin perder de vista al invitado.

Manuel dejó el plato vacío sobre el banco. Se le escaparon dos pequeños eructos.

—¿Hay más?

El cocinero dedicó una mirada sonriente a su compañero antes de contestar.

—Hay más, está ahí, en el primer banco. Estás en tu casa.

Manuel se levantó y fue hacía el altar.

Los otros dos hombres también se levantaron y fueron hacía allí, cada uno por un extremo distinto de los bancos.

Manuel se detuvo junto al altar.

En el suelo, entre el primer banco y el altar, había el cadáver de una chica de diecisiete años. Le habían abierto en canal desde el cuello hasta el pubis. Le faltaban los riñones, el corazón, y el intestino estaba a medio sacar, colgando a un lado del cuerpo hasta tocar el suelo. Sus ojos estaban cerrados, y su boca entreabierta dejaba ver una dentadura rota y amarilla.

—¿Ya no tienes hambre? –preguntó sonriendo el cocinero.

El otro hombre se encontraba justo detrás de Manuel, empuñando el cuchillo con fuerza y preparado para clavárselo en la espalda.

Pero Manuel no gritó, ni se echó hacia atrás; lo que hizo fue arrodillarse junto al cuerpo destripado de la chica. El olor no era distinto al que desprendían los animales con los que se había alimentado en el bosque, y la carne, por lo menos cocinada, estaba muy buena. Recogió el intestino del suelo y lo olió.

Los hombres lo miraban sorprendidos, inmóviles como estatuas.

Manuel le dio un pequeño mordisco al intestino. Masticó, tragó, y esperó la contestación de su estómago. El jefe de abajo le pidió más. Así que está vez dio un buen mordisco. Tiró el intestino y sacó el hígado, arrancando un buen trozo con los dientes.

El cocinero se arrodilló a su lado.

—Es un animal –le dijo a su compañero entre risas—. ¡Un lobo hambriento!

Y aulló imitando al lobo, levantando la cabeza hacia la luna llena, que se podía ver, como el ojo brillante de un monstruo que mira por el hueco de una cerradura, a través de la ventana rota de arriba.

Manuel, divertido, se unió al juego. Solo que los aullidos que salían de su rostro bañado en sangre resultaban mucho más tenebrosos que los de su compañero.

El cocinero arrancó una víscera y se la metió en la boca, sin dejar de masticar arrancó otro trozo y se lo tiró al hombre del cuchillo. Éste se quedó mirando la víscera, que había aterrizado entre sus zapatos, la pinchó con la punta del cuchillo y la probó. Sus labios delataron una pequeña sonrisa. Golpeó a los otros dos con la pierna para que se echaran a un lado.

Aquellos aullidos humanos duraron cerca de un par de semanas. Junto con aquellos hombres, Manuel conoció las sendas del bosque y averiguó en que tramos del camino de tierra debía separarse para encontrar aldeas habitadas. La manada humana se dedicó a cazar a gente que se perdía en el bosque o a niños solitarios que robaban por los alrededores de las aldeas, devorándolos, robándoles sus pertenencias y enterrando luego sus huesos.

Romasanta fue feliz durante aquellas dos semanas, pero despertó un día y descubrió que sus amigos se habían marchado. El motivo de la marcha era que aquellos dos hombres se juntaban una vez al año para burlarse de dios, asesinando y devorando un cuerpo inocente. Mientras que Manuel, que había llegado a inspirarles terror, asesinaba por el placer de comer.

Esperó el regreso de sus amigos durante otras dos semanas. En estos días encontró un lobo muerto, con gusanos arrastrándose por sus cuencas vacías. Cortó la piel del animal y empezó a ponérsela por encima cuando salía a cazar, consiguiendo así la sensación de compañía y creyendo obtener de la piel la fuerza y la furia del lobo.

Convencido de que sus amigos no volverían, Manuel recogió los objetos robados de sus víctimas, se vistió con sus ropas y abandonó la iglesia.

Así, limpio y sonriente, hizo su aparición en una aldea lejana. Consiguió cambiar unas monedas por una carretilla en el que llevar sus objetos, y cuando le preguntaban su nombre él contestaba con su apellido “Romasanta”. Pronto conoció a una mujer soltera con una hija pequeña que se paraba a mirar las cosas del carro pero que nunca compraba, excusándose en su limitado sueldo. Manuel le contó que había en Santander varías casas de conocidos suyos que buscaban sirvientas. Seducida por la promesa de un trabajo digno y un mejor sueldo, la mujer cogió de la mano a su hija y siguieron a Manuel hacía el lugar donde empezarían una mejor vida.

Pero para llegar a esa mejor vida había que hacer una parada en una iglesia abandonada.

Al llegar la noche, madre e hija yacían asesinadas en el suelo de la iglesia, con un hombre cubierto de piel de lobo desgarrándolas con las manos y devorando sus cuerpos. Desde la oscuridad, una mujer cuyo cuerpo hacía tiempo que habían enterrado lo miraba comer con expresión de desagrado.

—Naciste mujer y fuiste hombre –decía la difunta Francisca, mezclándose su voz con el sonido del masticar de Manuel, que retumbaba por toda la sala—. Pero en el fondo siempre supe que solo eras un maldito animal.

Manuel echó la cabeza hacía atrás y aulló a la luna, en su calva había nacido vello, sus orejas estaban puntiagudas y sus dientes se habían afilado.

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