Acecha entre raíces

Imagen de Patapalo

Otro relato breve de terror decimonónico ambientado en Espejo Victoriano.

A Lizzie Butcher nunca le ha gustado volver sola a casa por la vereda que discurre junto al bosque de álamos. Mucho menos ahora, después de lo que ha ocurrido en la mina. En la escuela, sus compañeros se divierten contando historias espeluznantes sobre los mineros que han quedado atrapados en sus túneles, imitando los alaridos de terror y los estertores de asfixia. Tom Jenkins lo hace incluso cuando los Blackburn asisten a las clases, algo cada vez más raro. Pobres, piensa, ser hijos de mineros con un nombre así...

Lizzie tiene mucha imaginación y, desde el derrumbamiento, oye voces cuando vuelve a casa, sola, por la vereda. Es verdad que ya las oía antes, pero esas eran (está segura) voces de duendes, pixies y hadas; las de ahora, por el contrario, son suspiros hórridos, como un sollozo callado que se filtrara a través de las raíces de los árboles. Cuando las escucha, se le encoge el corazón. Ha rezado por ellos cada domingo en la iglesia e incluso se acuerda de los pobres mineros cuando recita sus oraciones antes de acostarse, arrodillada junto a la cama, pero está segura de que, aun así, los Blackburn lo tienen que estar pasando muy mal. Se pregunta si no debería prepararles una tarta, quizás un buen bizcocho de yogur, pero ya sabe que su madre se lo prohibirá. No le dejará nunca ir a la aldea de los mineros a entregárselo y tampoco le gusta que hable con ellos en la escuela. Además, seguro que Tom Jenkins se reiría de ella si apareciera con un bizcocho para los Blackburn. Y no sería el único.

El mundo es injusto, piensa, pero en ese momento una silueta blanquecina cruza a toda velocidad la vereda y el pensamiento se esfuma como una mariposa en un día de viento. ¿Es un conejo? Lizzie está convencida de ello: tiene que ser un conejo. Un conejo blanco y furtivo. Y gordo. Por lo menos era tan grande como un perro, determina con la lógica de sus seis años. Quizás se haya escapado de casa de la vieja Maggie. Conejos así de gordos no duran mucho tiempo correteando por la arboleda, discurre. Si no hace algo, se lo comerá algún zorro.

Sin pensárselo mucho, Lizzie se lanza a la carrera hasta el lugar por el que ha desaparecido la sombra blanca. Es un recodo del camino donde dos grandes álamos se han peleado por el mismo terruño y sus raíces se alzan, enmarañadas, como una extraña cúpula sobre unas rocas grises cubiertas de musgo. Es solo un efecto óptico, pero parece el portal a algún reino subterráneo. La chiquilla se tumba frente a ese umbral misterioso y escarba un poco entre las raíces para ver si localiza al conejo. La tierra se desprende con facilidad y queda al descubierto una oquedad más profunda, casi una madriguera. La niña aventura una mano tierna por el agujero, sin miedo a las escolopendras, a las arañas, ni a las comadrejas. Entonces toca algo, algo suave, pero no como el pelaje de un conejo, sino como las manos de su hermano pequeño, William, que apenas tiene un año y todavía no tiene callos porque nunca ha trabajado como Dios manda. Sobresaltada, retira su brazo. Un instante después, se vuelve a asomar a la madriguera.

Mete la cabeza tanto como puede, sin dar importancia al beso frío de la tierra negra, y llama tímidamente a través de las raíces:

—¿Hay alguien ahí?

No hay respuesta, pero algo se mueve entre las sombras. Lizzie introduce de nuevo la mano, con el ceño fruncido, y da otra vez con esa piel suave que no está cubierta de pelo blanco. Una sonrisa ilumina su rostro inocente cuando la estrecha entre sus dedos. Es una mano, sin duda. ¿Quién será?

De improviso, la mano tira de ella con una fuerza sobrenatural y las raíces la engullen.

 

Horas después, cuando el crepúsculo ahoga el sol en el horizonte, Lizzie aparece por fin frente a su casa. La madre la ve desde la cocina. Sola. Pequeña. Sucia. Espera justo a la entrada del jardín, sin atreverse a franquear la puerta de la verja de madera. Está a punto de echarse a llover, pero la chiquilla está ya empapada, como si se hubiera caído en un charco de lodo. Un desastre así podría costarle una buena azotaina cualquier otro día, pero tiene un aspecto tan desvalido que solo suscita preocupación.

—¡Lizzie! —exclama la madre—. ¡Lizzie, pequeña, ¿qué haces ahí!? Corre, corre, entra —la llama mientras se apresura a secar el cuchillo de pelar patatas en el delantal, precipitándose hacia ella.

La niña sonríe. Una sonrisa negra como la tierra que oxigenan los gusanos. Y, en respuesta a la invitación, se introduce en la casa. Poco después, la noche se cierra sobre ellas.

 

Al día siguiente, sus amigas se preguntan por qué no habrá ido a la escuela. No parecía estar enferma cuando se despidieron la víspera y sus padres no suelen obligarla a quedarse a trabajar en la tienda. Su carnicería funciona bien y tienen hasta un aprendiz. Es rara su ausencia. Como raro es también encontrársela en el camino del molino, sentada encima de una gran piedra gris, con las piernas cruzadas bajo el vestido sucio de tierra y el pelo enmarañado.

—¡Lizzie! —grita su amiga Mary, la mayor de las dos hermanas que corren hacia ella. Sus otras dos amigas, Clementine y Gertrude, por el contrario, se quedan rezagadas. Hay algo que no les gusta en el cuadro.

—¿Qué haces aquí? —pregunta la última desde una distancia timorata.

—Estás hecha un asco —interviene Clementine arrugando la nariz—. Cuando te vea tu madre te va a dejar el culo como un pimiento.

—Mi madre no hará nada parecido —replica Lizzie sin levantar la vista de los tallos que está trenzando con sus deditos y cierto eco en su voz, como de madriguera húmeda, hace que la pequeña Arabella detenga sus pasos. Solo Mary, su hermana, sigue acercándose... al menos, hasta que la chiquilla termina su frase—. Ahora, mi madre hace lo que yo quiero. Solo lo que yo quiero.

Entonces, incluso Mary se detiene. Esa niña no suena como Lizzie. Es su voz, sí, y su cuerpo, sus gestos, pero no sus palabras. Tampoco el modo de decirlas, aunque conserve el mismo ceceo de siempre. Mary no sabe ni cómo expresarlo.

—¿Por qué dices... esas cosas?

—Porque es la verdad —replica la chiquilla saltando de la roca con una inesperada agilidad. En sus manos, sus amigas pueden ver ahora qué es lo que ha trenzado: se trata de una cruz, una pequeña cruz que huele a cementerio, a día de difuntos—. ¿Queréis saber por qué lo hace? —inquiere con un acento que es hijo de una víbora y un mal sueño.

Arabella se echa a llorar. Clementine trastabilla un paso hacia atrás, se choca con Gertrude, que intenta avanzar para consolar a la más pequeña del grupo. Mary permanece clavada en el suelo, en medio, entre Lizzie y el resto de la tropa, y contempla a la chiquilla como si fuera una tempestad ineludible que se alzara desde el horizonte, lejana e imposible de evitar. Algo se retuerce en el cielo, y hace frío, y el propio camino no huele como debería. Hay notas de tierra y gusanos ácidos en el aire crispado de la tarde.

Entonces Lizzie sonríe. Sus dientes, negros como tizones apagados con agua sucia, duelen más que una pelea, que un mal paso, que un traspiés en la glera. Ahora las cuatro chiquillas tiemblan y ella brilla como las brasas cubiertas de ceniza, rencorosas, dispuestas a desatar de nuevo un incendio.

—Os da miedo saberlo, ¿verdad? —susurra con una dulzura que promete tormenta—. No os atrevéis a preguntarlo, ¿eh? ¿EH? ¡¡Tontas!! —chilla—. ¡Sois tontas! ¡Y sois mías!

Sus gritos son demasiado. Prenden en el miedo como las chispas en la hierba seca. Ahora gritan todas, se desgañitan como lechones acuchillados con torpeza. Echan a correr, desesperadas, presas del pánico, incapaces de digerir ese horror arbitrario, esa traición sin nombre. Es Lizzie. Es un monstruo. Es imposible.

El camino del molino es amplio, lo suficiente para que pasen carros tirados por una yunta de bueyes, pero tampoco tanto: en sus lindes crecen árboles, grandes árboles que tienden sus ramas y su majestuoso follaje sobre las chiquillas, su manto de sombras. Robles, álamos, fresnos, hayas, olmos... grandes árboles con profundas raíces que reptan bajo la tierra como una intrincada tela de araña. Con una lentitud escalofriante, pero no menos implacable, asoman entre los cantos rodados y la vegetación y se aferran a esos tobillos tiernos, a los calcetines de lana, a los zapatos maltratados por idas y vueltas a la escuela... y tiran; tiran, tiran y engullen hasta que en el bosquecillo ya solo queda el silencio.

 

Horas después, cuando la oscuridad amenaza con enseñorearse de la comarca y sus habitantes empiezan a revolverse inquietos, Clementine aparece en la plaza del pueblo con las rodillas ensangrentadas, el rostro sucio de tierra y el vestido desgarrado. Se acerca tambaleándose al pozo, sollozando como una muñequita rota, como si buscara apoyo en el brocal. Al principio, nadie osa reaccionar, como si pudieran quebrarla todavía más. Solo cuando su madre se desmorona en un grito salen de su letargo y echan todos a correr hacia la niña.

No la tocan. Ellos no. Permanecen a una distancia de un par de yardas, creando un círculo de dolorosa decencia, expectantes. Solo su madre la abraza, la palpa con desesperación, con un alivio sediento, ante las miradas anhelantes del resto de los habitantes del pueblo.

—Mi niña, mi niña, ¿dónde estabas, mi niña? —solloza de alivio y desesperación, entre lágrimas, mientras ella, la niña, se mece como en un mal sueño, sin dejar de llorar, sin decir nada.

Uno de los ancianos congregados, con la voz tranquila de quien habla a un caballo asustado, interviene con la esperanza de sacarla suavemente de su mutismo.

—Dinos, pequeña. Dinos dónde estabas. Tus amigas todavía no han vuelto.

Todos desean saberlo, todos, pero es difícil encontrar las palabras justas para moldear ese miedo, para aferrarlo sin que se deshaga en algún horror mayor. La niña hipa todavía dos o tres veces, con los ojos anegados, hasta que consigue esbozar un asentimiento, y luego otro.

—En la alameda —hipa, desconsolada—, en la alameda. Fuimos... con Lizzie... por la vereda... bajo los álamos... a... buscar al conejo... en la madriguera... oh, en la madriguera...

—¿Qué pasó, chiquilla? Cuéntanoslo —la conmina el anciano de la voz pausada.

—Era... era como un fosal, estrecho, y las raíces nos arañaban... en los brazos... y la cara. Pero oíamos las voces. No era el conejo, no: eran los mineros. ¡Los mineros! Lizzie nos dijo que estaban ahí, los Blackburn y los otros, atrapados, atrapados todos ellos, bajo tierra, como los gusanos, y no podíamos dar la vuelta. ¡Era tan estrecha la madriguera!

Los más jóvenes e impetuosos ya no tienen paciencia para escuchar explicaciones adicionales. Cogen faroles, a los mejores perros de caza, algunos incluso una buena vara por si, Dios no lo quiera, hay que sondear en alguna poza, en algún arroyo crecido, tal vez en una sima. Los niños se pierden. A veces, son víctimas de las alimañas. Los bosques son voraces. No saben bien cuánto...

—Las raíces... las raíces nos aferraban... hambrientas —murmura la chiquilla con la mirada perdida, y no hay nadie que ose plantear nuevas preguntas. ¿Cómo hacerlo?

Poco a poco, los que quedan se van organizando en algo parecido a una partida de rescate y la madre y la niña quedan solas en la plaza. Solas las dos. Los besos no remiten, ni las caricias, pero se hacen más lentos, más espaciados, como si tuvieran la responsabilidad de marcar un ritmo diferente, uno que invite a la calma y reconforte. Lizzie parece apaciguarse, vencer al pánico de esa extraña pesadilla que ha compartido, entrecortada, con todos sus vecinos. Su madre le mista, le susurra palabras de consuelo, pero ella no puede beberlas.

—Lizzie nos dijo que haríais lo que nosotras quisiéramos...

Es una afirmación, algo sorprendida, vaga como el naufragio que se lleva una tormenta mar adentro, implacable pero despacio.

—No pasa nada, cariño. No pasa nada —replica la madre sin mirarla, con la cara apoyada en su cabecita sucia, contra sus cabellos que huelen a musgo y, en el fondo, al bebé que un día fue. Sin ver la sonrisa de la chiquilla. Su sonrisa negra—. Lo importante, mi amor, es que has conseguido escapar, que ya estás con nosotros.

Ella se vuelve hacia su madre, aunque se tenga que separar de su abrazo, para que la vea. Porque es importante que la vea. Es importante que lo comprenda. Así que ensancha su sonrisa de tizones apagados con agua sucia y le explica:

—No, mamá: no me he escapado. Nadie ha escapado. Ni escapará.

 

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