El último esclavo de los faraones

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Un relato de terror ambientado en el universo de Espejo Victoriano.

Cuando había llegado a Londres tres meses atrás, con una carta de recomendación del juez de paz de Wexford para facilitar su ingreso en Scotland Yard, William Archer había escuchado una y mil veces que en la metrópolis era posible encontrar cualquier cosa, sobre todo en cuanto a depravación se refería, según su abuela. Sin embargo, no fue hasta aquella noche que el joven irlandés tuvo una noción precisa de a qué podía referirse aquello de la depravación. Y no, no tenía nada que ver con los besos fugaces que se había dado con la hermosa Siobhán a la salida de la iglesia.

Amparados en las sombras de aquel oscuro antro se desplegaban ante él espectáculos nunca antes soñados. Sobre varias mesas bailaban odaliscas vestidas tan solo con algunos velos y algo que su abuela hubiera considerado indecente incluso como ropa interior. En su corta vida, jamás hubiera pensado que contemplaría tanta carne desnuda, ni siquiera en su lecho nupcial, y mucho menos bailando de aquella manera entre jarras de cerveza y tintineantes monedas. A sus pies, un puñado de músicos con la piel tan tostada que parecía cuero tocaba panderetas, pequeños tambores y extrañas flautas que se le antojaban serpientes como las mencionadas en la Biblia, áspides dignos de morder a reinas como Cleopatra. Y estaban los guardianes, porque en aquel extraño lugar no había matones para mantener a raya a los excitados clientes, sino enormes guardias de torso desnudo y cabezas afeitadas que, en lugar de porras, llevaban grandes espadas curvas en los cinturones con los que sujetaban sus pantalones bombachos. Parecían la guardia de honor de algún sultán.

Aquellas maravillas hubieran bastado para marearlo, pero además tenía que lidiar con la gran cantidad de alcohol que había bebido para mantener su papel y con aquella densa atmósfera que no solo olía a sudor y tabaco, sino que estaba impregnada también del punzante olor de las especias. Incienso, mirra... quién podía saber qué producía aquel extraño aroma que lo embriagaba y que, aunque traía ecos de su parroquia en Wexford, le suscitaba sensaciones bien distintas aquella noche.

A decir verdad, y aunque jamás lo hubiera confesado a sus compañeros del cuerpo, estaba aterrado. Por un lado, porque si aquel precario disfraz de noble irlandés caía, no estaba muy seguro de que el pequeño revólver que le había suministrado el inspector Scott fuera a constituir una gran diferencia. Por otro, porque era la primera misión de importancia que le encomendaban y no soportaba la idea de fracasar. Los sueños de gloria que había tenido desde pequeño parecían por una vez cerca de hacerse realidad. El destino había puesto al alcance de su mano la posibilidad de conseguirlos y no quería desperdiciarla.

Todo era tan improbable como aterrador. Hacía tres días, lord Hallam había aparecido con tres extraños cuchillos clavados en la espalda en el despacho de su mansión londinense. La prensa no había tardado en hacerse eco de la noticia y no hacía falta ser un lince para comprender que ese había sido precisamente el objetivo de tan brutal y extravagante asesinato: era una advertencia. Una advertencia a todos los que cometieran el mismo error que el viejo aristócrata. Solo quedaba averiguar cuál había sido este, y las hipótesis habían sido numerosas: deudas de juego, líos de faldas, sospechas de espionaje industrial, la venganza de algún mal perdedor, celos por su magnífica colección de antigüedades traídas de Egipto...

Únicamente el inspector Scott, a cuyas órdenes se encontraba William, había optado por otra pista, una que ni se había molestado en compartir con sus superiores. El joven agente tenía la impresión de que estos preferían dejarlo al margen de las operaciones habituales y sospechaba que a él lo habían aparcado en su unidad precisamente por ello: se fiaban tanto de los irlandeses como de aquel extraño mestizo que se había especializado en sectas orientales.

Pero por mucho que lo despreciara la jerarquía de Scotland Yard, estaba claro que el inspector había dado con una pista interesante. William había visto ya dos cuchillos labrados con motivos idénticos, o al menos muy parecidos, a los que lucían los clavados en la espalda de lord Hallam. Al parecer, era cierto que había una conexión entre el crimen y aquel local situado en lo más recóndito del Soho, al que solo se podía acceder con una cartera bien repleta y los contactos adecuados.

William estaba seguro de que no hubiera sido elegido para una tarea tan delicada si el inspector hubiera tenido alternativa, como infiltrarse él en persona, pero su aspecto oriental hubiera hecho imposible interpretar el papel de noble británico recién llegado a la metrópolis que encarnaba el joven. Que fuera realmente una cara nueva en la ciudad era, sin duda, una ventaja; esperaba que no fuera la única, pero era difícil sentirse seguro rodeado de todos aquellos tipos siniestros y juerguistas ruidosos. Intentando dominar su creciente nerviosismo, se dirigió al extremo de la barra que se encontraba más cerca de un portal cubierto por una cortina de cuentas brillantes. Estaba convencido de que ahí se cocía algo, quizás la explicación del crimen que andaban investigando. Tan absorto estaba en aquella idea que, cuando salió alguien por entre las cuentas, no pudo evitar dar un respingo.

—¿Impaciente por ver el espectáculo? —le espetó el recién llegado al ver su sobresalto—. Le aseguro, joven señor, que va a merecer la pena.

—Eso espero —balbució retrocediendo, sin querer, para alejarse de aquel tipo de piel cetrina y maneras untuosas que lo observaba con ojos brillantes bajo un turbante rojo—. Me han hablado muy bien de este local.

—¡Ah, es su primera vez! Magnífico, magnífico. Me permitirá entonces que le busque el mejor sitio. Tenemos que cuidar a nuestros nuevos clientes, sobre todo a los más distinguidos...

William hubiera deseado encontrar una buena réplica, tomar las riendas de la situación, sentirse capaz de decidir su próximo movimiento, pero se encontró siguiendo a su anfitrión al otro lado de la cortina, aturdido. Para su alivio, de inmediato los siguieron numerosos clientes, ruidosos y alterados, por el angosto pasillo que se escondía tras esta.

Si la sala principal de aquel antro lo había llenado de una espantosa fascinación, la trastienda a la que lo condujeron le causó una impresión todavía más honda. En tiempos había sido, seguramente, algún tipo de bodega, como atestiguaban los grandes toneles que permanecían arrinconados contra algunas paredes, pero en el centro habían alzado un cercado de madera en torno al cual habían dispuesto en altura una serie de bancos para poder contemplar, protegidos, el espectáculo que se desarrollaría en su interior. Recordaba a los pozos para las peleas de ratas, pero de un tamaño muy superior, lo que anunciaba que no verían meros perros destrozando alimañas. Más bien, parecía adecuado para un combate de boxeo, aunque había un detalle que captó su atención y acrecentó su inquietud: había un acceso al pozo en el ángulo más alejado de la entrada que no era una simple puerta de madera, sino un enrejado de gruesos barrotes de hierro negro.

Intentó atisbar algo más, pero pronto lo distrajeron los sirvientes que vociferaban para que fueran haciendo sus apuestas, unos moros que también parecían sacados de algún grabado de «Las mil y una noches», con sus chalequitos de seda sobre los pechos desnudos, los pantalones bombachos y sus turbantes rojos y blancos. William se volvió hacia el caballero que se había sentado a su lado, algo perplejo:

—¿Cómo pretenden que hagamos las apuestas? —le preguntó mientras una de las odaliscas llenaba su jarra con el líquido de un cántaro que portaba al hombro—. Todavía no ha salido el segundo combatiente.

En efecto, un único hombre estaba en el pozo, un joven robusto que, por su ropa y los tatuajes de sus brazos, bien podía ser un marinero. Incluso borracho como estaba, parecía un tipo temible.

El caballero, que no estaba menos embriagado, se echó a reír.

—¡La apuesta no es sobre quién ganará, sino cuánto tiempo durará!

En ese mismo momento, la puerta enrejada se abrió con un ominoso chirrido y salió a la arena una visión de horror como jamás hubiera imaginado William. Cubierta de vendas marrones de los pies a la cabeza, despidiendo un olor acre, a muerte y sed infinitas, se arrastraba una momia hacia el desdichado marinero. Bastaba ver la expresión de espanto de este para saber que tampoco él conocía las reglas del combate.

El público se puso en pie, rugiendo como una jauría de leones carroñeros. Los sombreros volaban y las jarras salpicaban en derredor al verse agitadas por los aspavientos. Tan solo William permanecía sentado, catatónico. Apenas tuvo fuerzas para echar un trago con la esperanza de darse valor, pero el amargo licor que le habían servido no lo reconfortó en absoluto.

Tras el pánico inicial, el joven marinero recuperó el ánimo y William, al verlo, recobró la esperanza. La momia era una visión aterradora, pero se movía con lentitud. Así, su adversario tuvo tiempo de ponerse en guardia y prepararse para el primer ataque, que esquivó con facilidad. Tampoco tuvo ningún problema en encajarle un puñetazo en el costillar pero, a juzgar por su expresión, aquel golpe le dolió más a él que al engendro.

Los billetes pasaban de mano en mano mientras los gritos se recrudecían en la grada. Uno de los sirvientes, aquel que lo había conducido a la trastienda, se había situado al lado de William y lo acosaba a preguntas.

—Sahib, sahib, ¿cuánto se jugará esta noche? ¿No tiene ánimo de apostar? ¿No disfruta del espectáculo?

El joven policía intentó retomar su papel, decir algo, pero no podía apartar la mirada de la macabra danza que tenía lugar ante sus ojos. Era un combate abocado al desastre. Aunque la momia era lenta, también era insensible a los golpes, e infatigable. El marinero, por el contrario, estaba cada vez más angustiado y la fatiga iba lastrando sus miembros. Los poderosos puñetazos del principio estaban transformándose en timoratas ofensivas, menos y menos seguras, carentes de la fe necesaria para derrotar a un enemigo tan formidable. No había que ser un experto para ver que tenía perdido el combate. Incluso William lo había comprendido.

Aun así, todavía intentó un último ataque. Concentró todas sus fuerzas en un gancho y lo incrustó en la cabeza vendada del monstruo. El crujido de los huesos, de sus falanges o de la mandíbula del no-muerto, se impuso por un instante al rugido de los espectadores, pero pronto solo quedaron los gritos de dolor del marinero, que se acrecentaron cuando la momia lo asió por el cuello. Durante un eterno minuto, la criatura descargó su otro brazo, una y otra vez, sobre la cabeza del desgraciado hasta reducirla a una pulpa sanguinolenta. William deseó vomitar, pero el brebaje que le había dado la odalisca se aferraba, viscoso, a su estómago.

Cuando la criatura dejó caer el cuerpo inerte del marinero, el joven irlandés temió que se volviera contra ellos, contra ese inconsciente público que no dejaba de vociferar, beber y gastar su dinero sobre la muerte de otro ser humano, pero entonces reparó en la cadena que la sujetaba por un tobillo. No, no podría franquear el cercado de madera. De hecho, ni siquiera parecía interesada en ello. Tan solo aguardaba, una visión de horror incongruente, quieta en mitad del pozo. En sus ojos perdidos en el infinito, William pudo leer que no la animaba ninguna sed de sangre, que todo aquel espectáculo le resultaba ajeno e indiferente. Solo esperaba el próximo sacrificio. Y este no tardó.

—¡Nadie ha de romper el juramento! —gritó uno de los sirvientes como anuncio del próximo número—. ¡Nadie puede quebrar nuestro pacto de silencio! ¡Nadie... sin pagar las consecuencias!

En respuesta a sus palabras, dos de los fornidos guardianes de cabeza afeitada arrastraron a una nueva víctima al pozo. Esta no fue llevada al sacrificio con engaños, sino a la fuerza. Era un escuálido sacerdote anglicano, un hombre mayor que parecía todavía más frágil bajo la brutalidad de aquellos dos matones, que lo arrojaron al suelo, a los pies de la momia. William tuvo la certeza de haberlo visto antes, quizás cuando había acompañado al inspector Scott en sus pesquisas sobre el asesinato de lord Hallam, pero no conseguía concretar la impresión. Tampoco reaccionar. Se sentía preso de las brumas en que aquel infame brebaje había sumido su cerebro.

En el pozo, la momia se giró hacia el sacerdote. Este, de rodillas, rezaba con los dedos entrelazados, sin mirar al monstruo. El público comenzó a insultarlo y a blasfemar, a chillar para que acabase con él con una bestialidad infernal. Sin embargo, el engendro se limitaba a contemplarlo con sus ojos muertos. William se preguntó qué estaría pasando por su cabeza. ¿Podían pensar los muertos, sentir, padecer?

Con un gran esfuerzo, el sacerdote se puso en pie, lo que provocó que los gritos de indignación del público se redoblasen. Lentamente, con gestos temblorosos, comenzó a trazar la señal de la cruz frente a la criatura al tiempo que musitaba una plegaria que quedó ahogada por los chillidos de la muchedumbre. William no pudo evitar sentir una gran admiración por aquel viejo, por el aplomo con el que afrontaba un seguro martirio, y también una inmensa repugnancia por la turbamulta que lo rodeaba y que pedía su muerte. Cobardes, pensó haciendo amago de ponerse en pie. Y, en ese momento, la momia lanzó un salvaje revés contra el sacerdote.

El impacto fue tan violento que lo desnucó al instante. Como un fardo, como un saco de huesos. Muerto. Fue tan brutal aquella ruptura, aquel inesperado ataque, que William se encontró chillando sin ser consciente de hacerlo, con el revólver en la mano. Lo dominaba una furia tal que ni siquiera entre los tres hombres que lo sujetaban conseguían detenerlo. A trompicones, bajó los dos peldaños que lo separaban del cercado, haciendo caer al sirviente que se aferraba a su brazo derecho, el del arma, y provocando que los otros dos acabaran tumbados y enredados en el banco.

Los dos guardias de cabeza afeitada que habían arrastrado al sacerdote saltaron al pozo con sus espadas curvas desenvainadas. La muchedumbre gritaba, excitada por la nueva ración de violencia que se paladeaba en el aire. Solo la momia permanecía en pie. Era una triste figura. William abrió fuego. Saltó la sangre, las astillas, la madera y el hueso. Una, dos, tres, cuatro veces. La pólvora restallaba en aquel espacio confinado, hería los tímpanos, punzaba el olor a azufre en las narices. Algún borracho reía, ebrio de emociones y locura, otros corrían despavoridos. Uno de los guardias se sujetaba el estómago, miraba con rabia la densa sangre que escapaba de sus entrañas. El otro yacía con el cráneo destrozado, en el suelo. Parte de sus sesos goteaba de la mano vendada de la momia.

William saltó al pozo para librarse de los que intentaban aferrarlo, perdió el equilibrio y rodó por el suelo de tierra apisonada embebida de sangre. Cuando recuperó el equilibrio y la verticalidad, la momia estaba junto a él. Se tiró de nuevo al suelo para esquivarla. A su alrededor todo eran gritos, sombras agitadas, terror. Alzó su revólver, lo amartilló. Pero no apuntó al engendro. Dirigió el cañón hacia la cadena, que reptaba a sus pies, y descargó los dos últimos disparos. Luego echó a correr hacia la cerca de madera.

Podía notar cómo la criatura se precipitaba tras él, cómo devoraba los pasos como una pesadilla hambrienta. Apoyándose en el borde, intentó franquear de un salto la barrera, pero se le enganchó la pierna y cayó del otro lado con torpeza. Aún estaba recuperando el aliento, como un animal acosado, cuando la madera se astilló tras él. La momia avanzaba. Se arrastró, se arrastró con desesperación, hasta que uno de los enormes toneles cortó su ciega huida. Le quemaba la garganta, el aire del sótano estaba lleno de un denso humo negro. Alguien había hecho caer alguna de las lámparas de parafina y terminado de esbozar aquel infierno en la Tierra. Perfilada contra las llamas, la momia lo acorraló contra el tonel. Alzó su poderoso brazo y descargó uno de sus salvajes golpes. Unas pulgadas. Solo unas pulgadas. La tapa del tonel se astilló como se hubiera astillado su cráneo, y una bocanada de aire fresco entró por aquella apertura e inflamó el incendio.

El instinto de las ratas, pensaría luego el joven policía, ya perdido en las entrañas del pasadizo que ocultaba la barrica, era lo que lo había lanzado a aquella loca carrera hacia la oscuridad. Tras él quedaba el antro en llamas, la momia, quizás solo brasas ardientes como un alma atrapada en una maldición, y también una pregunta sin respuesta: ¿Había fallado a propósito aquel brutal puñetazo? ¿Había abierto para él una ruta de escape tal y como él había cortado sus cadenas físicas o era aquello imposible en aquel olvidado esclavo de los faraones, en aquel engendro de ultratumba? ¿Podía tener un gesto de humanidad aquel espeluznante monstruo, tal y como los hombres, en aquel oscuro rincón de Londres, habían sido capaces de abandonarse a tantas monstruosidades?

Entre sollozos, con la culpa palpitando desbocada en su pecho, William se apresuró en las sombras, tanteó los muros y se afanó hasta conseguir llegar a la calle, sabiendo, en lo más íntimo, que él no había pretendido liberar a nadie, sino tan solo soltar sobre sus enemigos lo que para él era un horror sin nombre y no la figura enjuta y triste del hombre que, a partir de aquella noche, lo visitaría tantas veces en sus pesadillas.

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Relato admitido a concurso... ;-)

Me encanta el universo de Espejo Victoriano, de hecho (y creo que ya te lo comenté) creo que merece al menos una novela o una serie de relatos concatenados. Tiene un trafondo que le da una riqueza brutal.

Y luego el dominio de la prosa, logras un tono tan victoriano que te podría preguntar si estás emparentado con los Lake de Dorset o con los de Cornwall.Logras un ambiente opresor, casi se hace espeso el aire mientras lo lees.

Me gusta la idea de la momia esclavizada, convertida en una bestia de un circo sangriento,y el policia entre fascinado, excitado y horrorizado. El incendio se me hizo un poco confuso, pero creo que es más un efecto que un defecto.Tenía que ser así.

En otro punto, sin embargo la descripción si me saca un poc de la lectura por acumulación de infomación.Me refiero a:

Quote:

 A sus pies, un puñado de músicos con la piel tan tostada que parecía cuero tocaba panderetas, pequeños tambores y extrañas flautas que se le antojaban serpientes como las mencionadas en la Biblia, áspides dignos de morder a reinas como Cleopatra. 

Ufff,el efecto inicial es muy bueno, pero a medida que avanzas en la frase te vas encontrando con más y más informaciónque digerir, sobre todo por dos referencias históricas no inerconectadas. Te deja un poco KO. Y no acaba. Esperas otra frase del mismo estilo, pero no, la descripción de los guardianes acaba abruptmente

Quote:

Parecían la guardia de honor de algún sultán.

Será que  estoy  demasiado apegado a la simetria, pero el parrafo queda un poquito cojo: los múscos tanto y los guardias tan poco. No se ,tal vez "un sultan de algún reino olvidado, dignos herederos de la fiereza de un Tamerlán" hubiera contiuado el tono.

Y un último detalle,la cerveza. En el ambiente oriental encaja fatal. Es como pedir una Mahou en lata en Versalles.

Pero son eso,detalles. No emborronan un relato de tensión y acción que me parece muy sólido, tanto que podría ser el capítulo I de una novela de las aventuras de un poli irlandes y una momia esclava.

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Patapalo
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Muchas gracias, compañero. Tienes mucha razón en lo de las descripciones. En la versión final seguramente las compensaré, pero me he querido forzar a las 3000 palabras por respetar el tema del Polidori.

Sobre lo de la cerveza, confieso que tuve mis dudas. En un antro londinense, junto con la ginebra (sobre todo la ginebra) sería la bebida de base, y me sentía dividido entre el lado exclusivo, el tema oriental y el lado sórdido. Creo que, en efecto, otro tipo de bebida hubiera sido más adecuado. Le daré una pensada.

Mil gracias por el comentario.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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