Elvián en la Ciudad Perdida: Calles vacías

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Primer capítulo de esta nueva novela de Gandalf

 

Las calles estaban vacías. Aparentemente, se trataba de una ciudad desierta. Ni siquiera los pájaros se atrevían a sobrevolar los edificios derruidos y ennegrecidos por el paso del tiempo. El único sonido que un posible espectador podría captar sería la suave brisa que recorría las avenidas. Algunas construcciones todavía seguían en pie, pero la mayoría estaba reducida a escombros. A parte de eso, no había nada más. Ni siquiera los restos de un viejo carromato. Había un cartel a la entrada de la ciudad, pero los años habían borrado por completo lo que en él se indicaba.

De pronto sonó un tremendo estruendo debajo del suelo. Dos ojos luminosos se asomaron a una ventana de uno de los edificios que aún resistía el paso de los años, a tiempo para observar cómo se abombaba un poco la calzada mientras algo gigantesco pasaba por debajo y se dirigía a la montaña. Parecía que “Eso” estaba inquieto, y aquello siempre significaba algo. El dueño de los ojos salió a la calle cuando estuvo seguro de que “Eso” se había ido. Porque le daba miedo, y él no era precisamente alguien que tuviera miedo por cualquier cosa.

Paseó por la calzada pensativamente. Era algo que hacía con frecuencia. Porque 2000 años de cautiverio daban para pensar mucho. Él era el único habitante de la ciudad, aparte de “Eso”, pero tampoco echaba de menos la compañía. Estar solo tenía sus ventajas. Lo único que le atormentaba era no poder salir de la ciudad. Eso y el hambre. El hambre que hacía ya mucho tiempo que sentía y que pocas veces podía saciar. De vez en cuando alguien entraba en la villa. Normalmente eran exploradores, pero a él eso le traía sin cuidado. Todos le servían de alimento. No había nada que le reportara más placer que saborear un poco de carne humana.

Siguió su camino hasta que llegó a la biblioteca. Pocos libros estaban intactos. Unos estaban completamente destrozados y otros se convertirían en polvo si alguien los tocase, pero había algunos que se podían leer. Cogió uno de estos y lo abrió por la primera página. La lectura era la única distracción que se podía permitir en un lugar como ese. En el resto de ciudad sencillamente no había nada que hacer. El volumen en cuestión semejaba una especie de historia del reino, porque al parecer esa ciudad pertenecía a lo que otrora había sido un gran reino, pero él conocía la historia de aquel lugar, incluso de cuando todavía estaba en pleno apogeo.

Rápidamente perdió interés en la lectura y contempló sus manos azuladas. A eso era a lo que había quedado reducido. A un simple espectro que cuando podía se alimentaba de humanos, cuando él mismo había sido uno, hacía ya mucho tiempo. Dejó el libro donde estaba y se ajustó la capucha que ocultaba su rostro. No le apetecía leer. Había algo que le inquietaba.

Salió de la biblioteca y se dirigió nuevamente al edificio del que había salido, y mientras lo hacía seguía pensando. “Eso” estaba muy agitado, y aquello solo le ocurría cuando alguien iba a llegar a la ciudad. Pero el nerviosismo de la criatura no era normal, y eso fue algo que no podía comprender. Muy lejos oyó el rugido de la bestia, y él se estremeció. Apuró el paso, porque aunque “Eso” se encontraba a mucha distancia se movía increíblemente deprisa, a pesar de su colosal tamaño.

Solo una vez se había encontrado con “Eso”, y no quería que se volviese a repetir. En aquella ocasión se había salvado por los pelos, y seguramente en un segundo encuentro no tendría tanta suerte. Porque el apetito de “Eso” era insaciable. Incluso en el pasado se alimentaba de los demonios de clase baja que se dignaban a visitar la ciudad.

Pero en el nerviosismo de “Eso” había algo más. Nunca le había sentido tan agitado, y eso solo podía significar problemas. Pero eso poco le importaba. Seguramente alguien vendría, y él podría degustar algo de carne humana. Hacía mucho tiempo que nadie se acercaba, y él tenía mucha hambre.

Con paso lento, entró en el sucio y maloliente cuarto de estar y se recostó en un rincón para descansar un rato. Bajo la capucha, relució una especie de gema roja.

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