Una de piratas

Imagen de Jack Culebra

En tiempos de mares revueltos y de corsarios huidos del cofre del muerto, los amantes del género estamos de enhorabuena. ¡Descorchemos una de ron!

Me gustan los libros de piratas. Me gustan los cómics de piratas. Y también los simples dibujos que los retratan. Me gustan incluso si son de bucaneros, de corsarios o de filibusteros, que no son exactamente lo mismo, pero tampoco son otra cosa. Y, por supuesto, me encantan las películas de piratas.

 

Todo esto viene de mi más tierna infancia y, según creo, el origen de esta pasión está en Los Goonies, que no es una película de piratas sino una película sobre niños a los que les gustan los piratas. ¿Quién no se ha sentido alguna vez atraído, de pequeño, por la aventura que destilan estos personajes por los cuatro costados? Incluso los que somos más de secano que un camello hemos sucumbido a la llamada de ese mar mítico y desconocido. Algunos, de hecho, todavía no hemos acallado su canto de sirena.

 

Supongo que todos los que siguen, como yo, bajo este influjo, celebrarían la llegada de Piratas del Caribe. Sin duda, los motivos para festejar la llegada de la Perla Negra eran numerosos. Por lo menos en mi caso.

 

La primera vez que fui a Eurodisney me quedé fascinado con dos atracciones. Éstas, aunque no eran las más trepidantes, me sedujeron totalmente. En contra de lo que cualquiera pudiera esperar en un parque de atracciones, eran más narrativas que de acción. Y no eran otras que la Casa Encantada y los Piratas del Caribe. Años después, como todos sabéis, ambas se llevaron a la pantalla. Y así como disfruté enormemente con la de piratas, no iré ni harto de vino a ver la de los fantasmas. Bajo ningún concepto dejaré que Eddie Murphie arruine el encanto de dicha mansión victoriana.

 

Dejando los cerros de Úbeda y volviendo a la que nos atañe, a la de los piratas, lo primero que sorprenderá al que monte en la atracción después de haber visto la película, es cómo están ahí todos los elementos del filme, desde el perro con las llaves en el calabozo, hasta el renegado durmiendo la mona con los cerdos. Es algo que le puede llevar a error, que le puede hacer creer que la película ya estaba en la mente del que diseño la atracción. Craso error: todos los elementos están ahí porque Piratas del Caribe tiene todos los elementos de los clásicos del género. Ésa es su razón de ser y por eso coincide –consideraciones estéticas a parte- con la atracción, que también recopila, como es natural en un parque temático, todos los tópicos de rigor.

 

Alguno dirá que esto es un simplismo, pero Piratas del Caribe funciona así de bien, precisamente, por recoger todos los tópicos que –oh, sorpresa- ya se habían usado en el cine: el tesoro inca, la hija del gobernador, el motín, el pirata bondadoso, las mujeres a bordo –Anne Bonny, ¿quién te hubiera dicho que serías el arquetipo de un personaje de ficción?-, etc. De hecho, el exponente más claro de este modo de reutilizar los elementos indispensables y estirarlos en una comedia lo tenemos en un brillante clásico del cine del maestro Roman Polanski: Piratas -¿cómo, si no, iba a llamarse semejante película?-.

 

Sin duda, el largometraje de Gore Verbinski tiene unas cuantas cartas marcadas en la manga para desmarcarse de tan excelsos precedentes. La primera, e incontestable, los efectos especiales. Si uno de los pilares de las películas de piratas es la espectacularidad, ¿qué no hacer con los efectos especiales actuales, con esas cámaras y esos retoques digitales que hacen –o han hecho- creíbles hasta a los dinosaurios? Más o menos patentes, éstos están presentes a lo largo de todo el filme –los efectos especiales, no los dinosaurios-, dando un color y una viveza extraordinarios tanto a combates como acrobacias –sublimes, todo sean dicho, en la escena inicial del puerto y la cuasifuga del capitán Jack Sparrow-.

 

La otra carta trucada, y en mi opinión la más interesante, es la de llevar al extremo el concepto de la maldición. Los piratas eran hombres supersticiosos, como se pone de manifiesto en numerosas ocasiones, por ejemplo, en “La isla del tesoro”, de Robert Louis Stevenson. Además, la imagen de unos esqueletos ataviados de piratas es de lo más sugerente, como sabe cualquiera que haya visto Los Goonies. Disfrutar de estas dos cosas de un modo tan efectivo, es un sueño. En concreto, es el sueño que tuve desde que era niño y vi como Maiki descubría a Willy el Tuerto.

 

Está claro que, al principio, me desesperó un poco que se le diera un toque cómico a la película. Sin embargo, tengo que reconocer el acierto del señor Verbinski para navegar entre dos aguas: nadie se queda defraudado, ni los amantes de las aventuras, ni los escépticos de las mismas. Sin duda, el mérito no es sólo suyo. Johnny Depp demuestra su talla de actor dándole su toque mágico personal al capitán Sparrow, un personaje destinado a permanecer por siempre en la memoria popular y en cuyo papel difícilmente imaginaremos a otro actor, al menos haciéndolo mejor. Quizá Barbossa haya sido el único que le diera la réplica en condiciones.

 

Para rematar la jugada, ahora tenemos trilogía, y lo que parecía no tener solución de continuidad, nos presenta un segundo giro de tuerca que busca llegar muy lejos. El cofre del hombre muerto, por lo menos, no consiguió decepcionarme, y eso que iba mentalizado a ello.

 

Quizá se deba a que soy un devoto del género, no lo voy a negar, pero creo que estamos de enhorabuena. Desde La isla de las cabezas cortadas no habíamos podido disfrutar de una buena pelea de taberna ni de unas acrobacias en condiciones con el maderamen crujiendo bajo las botas y el olor a ron y salitre impregnando la cubierta. Ahora, crucemos dedos para que dure. Seguramente vendrán luego con una de vaqueros, o de arqueólogos con látigo –que tampoco están mal-, pues es inevitable: la industria del cine, el propio público, así lo reclaman. Lo bueno es que, para ese periodo de calma chicha, tendremos la bodega bien surtida.

 

Así que, de momento, abramos el ron y brindemos por ello.

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