Tormenta eterna en Kios: Capítulo I

Imagen de Patapalo

Kios era una gran polis situada en la orilla de un mar siempre embravecido y construida sobre las ruinas de una ciudad ya olvidada. Sus dominios se extendían por las montañas graníticas que la circundaban, las cuales le servían de protección frente al continente, y, principalmente, por las oscuras y rebeldes aguas que bañaban sus murallas costeras.

Este helado mar proporcionaba sustento a la ciudad y le permitía enriquecerse mediante el comercio, ya que los rocosos acantilados se utilizaban para extraer minerales, que debían venderse si se quería sacar beneficios de ellos. Así pues, la ciudad, gracias a su naturaleza inexpugnable y a la estabilidad de las rutas comerciales que había establecido, suponía su futuro próspero y tranquilo a pesar de la amenaza constante de los Señores del Mar, cofradía pirata asentada en unas islas cercanas que vivía de la rapiña y el saqueo de los enclaves civilizados.

Así, los pilares que sustentaban la polis eran la minería, el comercio y el mar, siendo estos dos últimos inseparables. No obstante, por las venas de sus gentes aún corría sangre de sus ancestros corsarios y, además de las actividades ya nombradas, organizaban de cuando en cuando, practicando una doble moral característica de muchos reinos, incursiones de saqueo y piratería, en las cuales tomaban como objetivo los dominios de otras polis cercanas. Asimismo, demostraron ser un pueblo en posesión de un gran talento tanto en la metalurgia como en la orfebrería, y los miembros de tales profesiones, junto con los mercaderes y mercenarios, constituían las clases privilegiadas en el seno de la polis.

El orden social reinante en Kios estaba fuertemente asentado, y se basaba en una división por castas dependiendo de la ocupación y el origen natalicio del sujeto, aunque este último sólo marcara el derecho a ser ciudadano. En la cúspide de la sociedad se encontraba el monarca, única figura noble en la polis, encargado de coordinar el gobierno. Este cargo era hereditario y sólo accesible a los varones. Todo aquél que no fuera el monarca no tenía ningún privilegio, pasando a ser un ciudadano normal. El gobierno efectivo estaba a cargo de un consejo de doce hombres, tres perteneciente a la casta de los artesanos, tres a la de los hombres de mar, tres a la casta de los guías espirituales y tres más elegidos entre pastores, mineros, guardas y otros oficios de menor categoría social. Estos oficios de menor valía los realizaba gente de denostada condición, tales como extranjeros, enanos o ausentes.

Una última particularidad queda por nombrar, una muy importante para nuestro relato: la de Kios era una sociedad patriarcal, en la cual las mujeres carecían de voz y voto. Esta circunstancia, de hecho, condujo a los hechos que aquí consigno. Durante mucho tiempo, fui de la opinión, al igual que mi amigo Cain, de que fue precisamente este sector de la sociedad el protagonista de estos hechos debido a que poseían el orgullo que caracterizó a los habitantes de la polis, negado a las otras clases desfavorecidas; aunque, a medida que pasa el tiempo, me doy cuenta de que fue el azar aliado con el destino el que creó la situación para mostrarnos algo que quizá a fin de cuentas tuvo algún valor. Mas no nos adelantemos a la historia y dejemos que los hechos hablen por sí mismos. Será lo más honesto.

Se me ha olvidado resaltar que no todos los guardas eran de casta baja, sino que una gran parte de ellos pertenecían a alguna de las dos Sectas de la Espada, las cuales solían poseer algún representante en el consejo. Estas sectas se hallaban enemistadas entre sí desde tiempos inmemoriales y la más antigua de ellas, los Demonios de la Noche, se encontraba, durante la época en la que se desarrolla esta historia, desfavorecida respecto a la otra, la Guardia de Reos. Esta última había sido creada por un gran héroe de la ciudad hacía tres siglos y, gracias a su apoyo al actual monarca, el cual la había tomado como guardia personal, habían conseguido desacreditar y empobrecer a sus eternos rivales. Estas dos sectas estaban compuestas por los más diestros guerreros, todos ellos naturales de la polis o extranjeros que habían obtenido su derecho a la ciudadanía, y eran los que aseguraban la defensa de la ciudad frente a posibles, aunque improbables, invasiones.

Gracias al control de las fuerzas armadas por parte del gobierno y a la participación de todas las castas, aunque algunas lo hicieran de forma muy reducida, en el consejo, se había conseguido una robusta paz social que el monarca había conseguido manipular bajo sus designios mediante la influencia de los guías espirituales. Esta última casta estaba compuesta por hombres que eran capaces de comunicarse con los espíritus de los antepasados. El culto a dichos entes era el único permitido en la polis, aunque anteriormente se había adorado a un ancestral dios al que ofrecían sacrificios humanos.

Manipulando todos estos poderes desde el trono, se encontraba el rey. Éste era una persona enjuta, de cabello moreno y mirada penetrante; astuto, frío y calculador, había conseguido mantener a la ciudad en calma gobernando con mano férrea y gracias al fiel apoyo del obispo, maniobra con la que se había asegurado el beneplácito de todos los espíritus. En el tiempo en que se sitúa la historia que os refiero, su gobierno estaba asentado sólidamente y todos sus enemigos políticos habían sido convenientemente exiliados o eliminados, siempre con la ayuda del obispo o de la Guardia de Reos. Así que, con todos los enemigos internos bien controlados, había centrado sus miras en el comercio exterior, consiguiendo dominar las más importantes rutas del Mar del Norte. Otro de sus grandes logros fue el de mantener a raya a los cada vez más osados piratas, a los que había derrotado en varias batallas, llegando incluso a arrasar dos de sus islas. Con ello había conseguido labrarse una considerable fama como guerrero y estratega, virtudes vitales para los habitantes de Kios.

 

El día en que comienza la historia que nos atañe, el monarca se encontraba presidiendo un juicio en la plaza central de la ciudad, donde se había congregado la mayor parte de la población de la polis. En el centro de todas las miradas y de la plaza misma se encontraban tres jóvenes ataviados con destrozadas corazas de cuero y cascos con cornamentas de ciervo.

Eran prisioneros, tripulantes apresados de uno de los navíos de guerra de los Señores de Mar que había sido derrotado por una de las embarcaciones de Kios. Su suerte ya estaba echada. Eran piratas y no iban a poder defenderse. La multitud quería su sangre para saciar su ansia de venganza. Los muertos de cada familia velaban omnipresentes para que no se rompiera la cadena que los arrastró a la tumba. Los tres conocían su destino y, a pesar de ello, se mantenían en pie, observando fríamente a la multitud, como si con una simple mirada pudieran hacerlos desaparecer o modificar su decisión. El más alto de los tres miraba con desprecio al monarca mientras el viento mecía sus rubias trenzas. Lo contemplaba con odio, con rabia y furia, con una impotencia que le impedía sentir miedo, como si el afán de venganza le ocupara todos sus pensamientos.

Una pareja de guardias les fue colocando con deliberada calma la soga al cuello. Cuando llegó el turno del joven rubio, éste les atravesó con la mirada, retándoles a que continuaran, como si aun atado y derrotado todavía pudiera plantearles resistencia. Esto les retraso apenas un instante y, sin ninguna dificultad, acabaron su cometido. A sus pies la multitud rugía, implorando presenciar la ejecución de la venganza. Tras una breve pausa, los guardias fueron empujando a los tres jóvenes piratas desde el balcón sin barandilla del Edificio de Justicia. Dos de ellos tuvieron la suerte de romperse el cuello al caer, muriendo el tercero de una agónica asfixia mientras se balanceaba a escasa distancia de los que habían reclamado su vida. Notando cómo escapaban de su interior los últimos rescoldos de su energía vital, su vista se posó en una cara que no le observaba con odio, sino casi con reconocimiento, tal vez incluso con admiración, pero antes de que algún juicio pudiera formarse en su cabeza su cerebro dejó de actuar y se vio sumido en una profunda y tranquila negrura.

Al poco rato, la multitud comenzó a abandonar, con lentitud, la plaza central para ir a ocuparse de sus propios asuntos. Era un día festivo, pues habían vuelto, victoriosas, las embarcaciones de guerra destinadas a la última campaña contra los Señores del Mar. La ciudad bullía de actividad y la alegría era la expresión predominante en los rostros de los ciudadanos de Kios.

El cielo comenzó a descargar una fina llovizna sobre la ciudad costera, pero tan leve incidente no iba a perturbar la fiesta generalizada. Ésta continuó durante el resto del día y toda la noche, materializada en largos banquetes en los que el vino circuló con alegría, soltando las lenguas y levantando los ánimos de marineros y guerreros que, ansiosos de contar historias y anécdotas, consumieron el tiempo a la lumbre de las chimeneas de los salones comunales, donde les sorprendió el amanecer del día siguiente.

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