No me encerraré como un gorrión atrapado

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Álvaro huía como todas las mañanas con aquel relente que embotaba su cabeza y su ánimo. Y siempre se topaba con las mismas gentes, andariegas, que iban de aquí para allá, sin hacer caso a las miradas fulminantes que les echaba el adolescente.

El camino desde su casa hasta el instituto, y de ahí a su guarida matutina, eran en total unos cinco kilómetros. Bastantes piedras se encontraba Álvaro por aquel recorrido, que aquella mañana recogió y las lanzó con rabia hacia un árbol solitario y hacia un perro famélico. Por allí no pasaba nadie ni había casas alrededor, por lo que se sentía el dueño de aquel pequeño microcosmos que se había estado creando desde comienzo de curso.

 

Total ―pensaba― ni nadie de la clase le caía bien; ni los profesores le enseñaban lo que estaba buscando para su alma rota; ni el ambiente forzado que veía con los casos difíciles de aguantar, una vez tras otra, sin poder llevar a buen puerto ni a educar lo que venía ya de casa desenfocado y turbio. Aquel paraje, en lo alto del monte, que veía de lunes a viernes le proporcionaba tranquilidad y sosiego. Pensaba que esto era la paz interior de la que hablaban los místicos, alejados del estrés diario. Allí únicamente tenía como compañía una vieja silla con grandes desperfectos, oxidada y muy incómoda; por ello, hoy decidió ir más allá y buscar nuevos senderos que quizá le llevaran a lugares ocultos, tras la fronda salvaje. Caminó largo rato sin vacilación de ningún tipo. Llegó exhausto y desfalleció.

 

Una fuente abandonada, semicircular, emanaba agua por cinco pitorros hacia el centro; los chorros eran intermitentes cuyos chapoteos despertaron a Álvaro. Él estaba tendido en uno de los cuatro bancos que rodeaban el semicírculo. Desnudo, se incorporó rápidamente y supo que lo que estaba viendo no era normal; estaba descolocado y lo mejor es que le atraía esa descolocación, como si estuviera en un espacio feérico sin importarle lo que venía de su día a día.

 

―Lo que ves es todo real ―dijo una voz melodiosa desde alguna parte.

 

Álvaro se giró pero no vio a nadie. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Le dio vergüenza estar así, desnudo, y más sabiendo que esa voz femenina estaba allí. Se dio una vuelta por el paraje. Miró por entre los arbustos altos, se asomó al interior de la fuente y se vio reflejado, como todos los días en el espejo de su habitación. Hoy, no obstante, se vio más guapo. Una belleza especial le rodeaba.

 

Aparcó estas ideas que se le antojaban vacías. Nervioso, comenzó a dar vueltas rápidas alrededor de la fuente. Un orvallo lastimaba su débil cuerpo, como si fueran dardos envenenados lanzados desde el cielo. La fina lluvia persistió y al joven cuerpo se le estaba acabando la paciencia.

 

―¿Y ahora qué? ―se preguntaba una y otra vez―. No sólo estoy aquí abandonado a mi suerte sino que esa voz misteriosa no ha vuelto a pronunciarse.

 

―Estoy aquí ¿no me ves?

 

―No puedo verte, ¿dónde te escondes? ¿A qué juegas? ¿Qué hago aquí?

 

―Eso más adelante. No llenes tu cabeza de preguntas sin sentido, porque aquí no tendrás que pensar en esas cosas.

 

―Tengo miedo y frío. Dame algo con lo que me pueda tapar.

 

Pero la voz desapareció y él se quedó allí solo, sin ropa, con miedo, sin alimento, con magia en los ojos.

 

Mientras una libélula batía sus alas, Álvaro se acercó a oír el zuñido y pensó que era como saborear un sonido. Y decidió que todos sus sueños tenían que ser así, con fuentes, con voces de ninfas, con libélulas de colores. Ahora era feliz, en aquella pompa que quizá se había escapado del baño de alguna princesa.

 

Princesas y dragones, qué vieja historia y qué tediosa al final. Él no se explicaba cómo siempre acababan rescatando a la princesa y más sabiendo que el monstruoso dragón echaba fuego sin piedad. Haciendo un cálculo de probabilidad era muy difícil que el fuego no lo alcanzara. Si me quieren regalar el oído tendrán que esforzarse un poco más, porque una buena historia es más que una simple ley física.

 

Y así llegó el aburrimiento a pesar de los acontecimientos acaecidos tan maravillosos y tan sorprendentes. Y el aburrimiento pasó a congoja. Sintió miedo; miedo a la diferente rutina, a lo extraño de esa mañana, a su persona y a lo que le iba a deparar la vida a partir de aquella mañana.

 

―Toc, toc. ¿Hay alguien ahí?

 

―¿Es a mí? ―respondió el muchacho, sorprendido.

 

―Claro… chico. ¿Acaso ves a alguien más por aquí?

 

―Sólo a mí. Y el caso es que yo no sé ya si soy yo o estoy soñando. Pero ya es la segunda voz que oigo y no veo.

 

―¿No crees en el poder de los sueños? Mírame. Deséalo con toda tu fuerza y me verás. Lo que te ocurre, muchacho, es que la naturaleza te quiere robar para ella, para seguir con el equilibrio entre los que se van a la tumba y los que se van al regazo de una madre.

 

―¿Y qué tengo que ver yo con eso? Que yo sepa, ni me voy a morir ni acabo de nacer.

 

La voz jocoseria se paró, pero se oían ruidos y murmullos…

 

―Sólo te diré que se puede estar viviendo y a la vez naciendo

 

―No, eso es imposible. El orden lógico-temporal de la vida. Me lo explicó un maestro, el único al que he apreciado.

 

―¡Bagatelas, niño!, tú no sabes nada de la vida así que no me des lecciones. ¡Tienes los ojos tapados con dos vendas que no te dejan ver más allá de lo palpable y lo lógico! Acuérdate de esto: El sueño es un pequeño adelanto que nos hace la muerte para que nos sea más fácil pasar la vida.

 

―Eso me ha gustado, pero es imposible ―dijo Álvaro con cara de tristeza.

 

Nada es imposible si tú lo deseas, chico. Porque si los gatos subiesen unos sobre otros llegarían a la luna. Y la luna es todopoderosa, es la madre del universo. Yo creo que esa voz que me comentabas era ella.

 

―¡Bah! No me creo absolutamente nada de nada. ¡Que lo sepas, pequeño goblin, trasgo, gnomo o como te llames!

 

Y entonces, un gran movimiento de tierra asoló aquel paraje de ensueño. Los árboles lloraron por la incomprensión de las palabras juveniles. Después, iracundos, con sus brazos robustos abrazaron el microespacio y a toda aquella cosa, personal o animal allí presentes. La voz del gnomo desapareció y Álvaro se desintegró.

 

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Pasaron las horas y la familia del pequeño y la Guardia Civil daban al niño por perdido. La madre, ya sin fuerzas, preguntó al único habitante de aquellas tierras montesas, situadas al norte de la ciudad.

 

―Ahora que me lo dice, señora, creo recordar que ayer mañana alguien apedreó a mi animal y salió corriendo. No quise salir por si eran mala gente buscando pelea. Cerca de aquí, en lo alto de la colina hay como un escondite. Busquen allí.

 

Dicho y hecho. Los perros policía corrieron, nerviosos, hasta allí. Por la forma de actuar habían olido algo. La madre corrió la primera hacia allí. Vio una manta blanca que cubría algo. El corazón se le salía. Iba a perder el conocimiento. El agente la ayudó y la tranquilizó. Él levantó la manta y vio una jaula y pudo reconocer que era de oro blanco. Dentro un pequeño gorrión, sobre cuya cabeza reposaba una nota que decía: No me encerraré como gorrión atrapado. Al guardia le chocó el enunciado y soltó al pajarillo, mientras la madre miraba con cara de incomprensión.

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Félix Royo
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Bonito cuento, sí señor; me ha gustado el realismo del chaval, imperturbable y cabezón hasta el último momento.

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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jspawn
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Gracias, compañero. Quería hacer una mezcla de géneros y ver cómo salía el asunto.

"Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo a mí" (Ortega y Gasset)

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