Dani (T)

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Trigodon
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Odio a mi hijo. Pero, ¿por qué…? ¿Por qué a mí? Los pensamientos se precipitaban en la mente de
Lucas, noche a noche. Ninguna respuesta se asentaba, ninguna salida.

Dani jugaba sentado en el piso
con unos soldaditos de plástico apoyados sobre el campo de batalla que estaba
representado por una mesita ratona. Un grueso hilo de saliva cayó al piso desde
su boca entreabierta. Al son del tic tac
del reloj del salón, canturreaba una canción, la que siempre cantaba su madre.
Tan solo repetía, una y otra vez, la melodía del estribillo, haciendo parecer a
la escena como parte de un disco rayado. Tarará
taratatá tarará taratatá. Ad eternum, en una noche que a Lucas le parecía
congelada en el tiempo, en la cual el tic
tac del reloj no era evidencia del paso del tiempo, sino todo lo contrario:
una clara demostración de que la vida estaba estancada en un pozo, bañada por
la cacofonía generada por el reloj y su hijo.

Dani movía los soldaditos sin
sentido alguno. Su ropa olía a orina y su cara tenía restos de comida, quizá
alguna que halló por allí y la comió. Lucas en los últimos meses trataba de
evitarlo, no soportaba verlo, escucharlo ni sentirlo cerca. Solo le dejaba
comida a mano en la cocina.

 

Desde la muerte de su madre, cerca
un año atrás y en causas poco claras, Dani se quedó solo con su padre. Al
principio, Lucas tuvo la ayuda de su vecina Hilda, que vivía en la quinta
contigua y adoraba al chico. Ella les preparaba de comer, aseaba a Dani y los
ayudaba en cuanto podía. Cuando ella se mudó y los dejó por su cuenta, Lucas se
dio cuenta de la situación. Eran él y su hijo. Nadie más.

Y lo odiaba, era cierto, aunque
luchaba a veces contra ese pensamiento. Al nacer fue una fuerte decepción, que
reprimió con fuerza por unos años, aunque en algunas situaciones afloraba ese
resentimiento, como si la culpa de haber nacido y tener un fuerte retraso
mental y discapacidad física fuese de su propio hijo.

Susana, novia de Lucas, casi
muere en el parto a causa de complicaciones por una hemorragia interna que los
médicos lograban detener. No fue un buen comienzo para la vida de Dani ni la de
Lucas. Un embarazo no deseado a los veinte años y la llegada de un hijo idiota,
junto con la casi muerte de su novia, fue un golpe duro de asimilar para Lucas.
Pero ocho años habían pasado de aquella tarde donde los ojos de Dani se
abrieron por primera vez, y desde entonces había mantenido aquel rencor
subyacente hacia su hijo como un sentimiento reprimido. Durante ese tiempo, él
discutía consigo mismo, argumentándose que no podía no querer a su hijo, que el
chico era lo que era, y que no tenía la culpa. La culpa de haber arruinado su
vida. Pero lo odio, se repetía, y
enseguida lograba calmar sus aguas y apaciguar esos sentimientos. Luego del
nacimiento de su hijo, Lucas pudo conseguir trabajo para alimentar a los tres y
aquello mantenía la sonrisa de Susana, que amaba, como solo las madres saben
hacerlo, a su hijo Dani, fuera cual fuese su condición. En los brazos de su
madre, Dani gemía, reía y babeaba de alegría, y muchas veces posaba su mirada
en los ojos de su padre, que los observaba con ojos mudos.

Susana siempre supo que no todo
estaba bien dentro de Lucas. Él nunca le había dicho todo lo que pensaba de
Dani, eso la habría espantado. Y él la amaba demasiado como para espantarla. Le
atribuía sus eventuales malos humores a muchas cosas y a ninguna, a la vez. Y
Lucas se tragaba las palabras, las sentía muchas veces contaminando su alma y
deseaba gritarlas a todo el mundo, preguntando si realmente estaba tan mal lo
que pensaba y sentía. Mi vida sería
perfecta sin él, pensaba, como un eco sin cesar.

 

Al volver a la realidad, luego
de ciertas retrospecciones que solía realizar inconscientemente e hipnotizado
mirando a su hijo jugar y canturrear, Lucas se dio cuenta que su cigarrillo se
había consumido casi sin darle una pitada. La ceniza completa yacía en el
parqué, como un suicida lanzado de un edificio. Encendió otro y aspiró una
profunda pitada. Recordó una vez más aquel quince de Octubre, casi un año
atrás, cuando regresó del trabajo a su casa y llamó con un grito a Susana, ya
que no estaba en el jardín como de costumbre a esa hora en aquella época de
clima tan benigno.

- ¿Susi? ¿Dónde estás? – dijo Lucas aquella tarde. Las palabras sonaban
en su cabeza, que rememoraba el momento. Y también estaba el tic tac, que hoy le perecía un insulto. Al
no recibir respuesta, caminó hacia la cocina, guiado por una suave voz, una
melodía. Era Dani, que canturreaba aquella canción que su madre le cantaba. Tarará taratatá tarará taratatá, una y
otra vez, más audible a cada paso de Lucas. Y también con cada paso, acompañaba
al canturreo un golpe. Un golpe húmedo. Susana yacía en el suelo de madera
color roble, con un charco de sangre rodeando la cabeza, como una gran fuente
roja con un extraño plato principal. Dani estaba sentado en el estómago de su
madre, y tarareando su melodía, le golpeaba la cara con un coche de plástico.
Llevaba así una o dos horas, la cara de Susana estaba desfigurada. Al notar la
presencia de su padre, Dani detuvo sus golpes y dejó de cantar. Giró su cabeza
y lo miró. Y Lucas se jura a sí mismo que los ojos lo analizaban, aguardaban su
reacción ante la escena. Hasta apostaría que vio una sonrisa de satisfacción en
aquel rostro casi desconocido. Sus recuerdos se nublan a partir de este punto.

Se patinó mientras limpiaba, le había dicho el forense. Él sabía que esa
sería la respuesta. Pero Lucas estaba seguro que había algo más. Había algo en
su hijo, él lo había percibido. Algo malo.

 

Lucas aceptó la ayuda de Hilda
para no estar tanto tiempo solo con Dani. Él salía a trabajar temprano por la
mañana cuando llegaba Hilda y regresaba por la tarde, cuando ella debía volver
a su casa. Desde que Hilda no estaba, dejaba solo a Dani y el resto del tiempo
que él pasaba en su casa lo único que hacía era sentarse en aquel sillón y
pensar. No había ninguna vía de escape, ningún camino que pueda aliviar su
vida. ¡Lo odio!, se decía a sí mismo.
Cada sílaba que tarareaba le sonaba a burla. Él sabe que lo odio y que odio que cante eso, y lo hace a propósito,
se aseguraba. Cada día le daba más asco, su olor a orina y a mierda, no sabía
ni podía ir al baño, y las pocas veces que lo bañaba era más como un favor a sí
mismo que para su hijo. Y Dani cantaba la canción de su madre, haciendo que con
cada repetición la melodía pierda todo su sentido. Y Dani mostraba su sonrisa
mojada, y sus movimientos torpes e inútiles.

Y esa noche, como todas las
noches, en el sillón, Lucas se imaginaba una vida sin él. Libre. Y de sus ojos
nació una idea.

Fue hasta la cocina, pisó en el
mismo lugar donde Susana había yacido, rodeada su cabeza por un halo escarlata
de sangre muerta. Y su idea tomo un renovado impulso ante el recuerdo de la
cara desfigurada. Tomó un pequeño cortaplumas, de hoja muy delgada. Iba a poner
fin a su odio y a la farsa que se escondía tras ese cuerpo y esa mente
trastornada y maligna que se representaba en su hijo.

Se movió con el mayor sigilo
posible. Dani seguía cantando y moviendo los pequeños soldados sobre la mesa.
El reloj insistía: tic tac, tic tac. El punto de inflexión en su
vida se acercaba. Sentía el corazón a punto de salir de su pecho, en un redoble
furioso. Su sonido se sumó al tarareo de Dani y al caminar del reloj en una
sinfonía repetitiva más compleja. Tarará
taratatá, seguía feliz Dani en su canto. Media docena más de pasos y
estaría justo delante de él. Lucas percibía su propio cuerpo como el de una
tercera persona, se sentía ajeno. Se detuvo justo detrás de Dani. En su pecho
parecía no haber límite máximo de pulsaciones. Es lo que debo hacer, es esto, no hay otra salida, pensaba.

Dani se percató de la presencia
a su espalda, giró su cuerpecito delgado y desde el piso sonrió a su padre,
entrecerrando los ojos hasta casi no poder verlos entre los párpados, y con un
poco de saliva viajando del lado derecho al izquierdo del labio, cayendo luego
al piso y dejando una más de muchas manchas en el piso. Gimió y estiró su mano
hacia su padre, abriéndola y cerrándola. Lucas sintió algo luchar dentro de él.
Con la mano derecha sujetando el cortaplumas a su espalda, sollozó ante la
situación, llevando su mano izquierda a sus ojos cerrados. En unos pocos
segundos pudo recomponerse y volver a tomar posesión de sí mismo. El odio hacia
su hijo estaba intacto. Solo le bastó recordar la cara muerta de Susana y
aquella sonrisa macabra de Dani. O al menos es lo que recordó haber visto.

Antes de abrir los ojos, preparó
su mano derecha y pensó en como hacer le corte. Rápidamente, de izquierda a derecha, sangre y basta, pensó. Tragó
saliva y abrió los ojos. Dani no estaba allí. La sorpresa lo paralizó. Tic tac. Cuando retrocedió para
dirigirse a la cocina, tropezó con algo y cayó pesadamente contra el
apoyabrazos de un sillón. Sintió un crac
y vio como Dani se levantaba de debajo de sus piernas, con él había tropezado.
Luego hubo un bache de inconsciencia. Volvió a abrir sus sentidos. Todo giraba
en su cabeza, nada estaba quieto, el reloj lo miraba y se burlaba de él: tic tac. Como era costumbre, el canto
del reloj no estuvo solo en su mareo, Lucas oyó el desafinado tarareo de Dani
en otra habitación y enseguida sus pasos. El chico apareció caminando, pero no
como siempre, de otra forma: normal,
pensó Lucas en la lejanía de su mente, ese
no es Dani. Se acercó a su padre y se sentó en su estómago, mientras Lucas
sentía su cabeza latir sobre un creciente y cálido manto de sangre. De la boca
seca y de afilada sonrisa de su hijo se escapaban, bailando, las notas del
estribillo de la canción de su madre, y en la mano llevaba un coche de
plástico. Tic tac.

 

 

 

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jane eyre
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Poblador desde: 02/03/2009
Puntos: 10051

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Ed.N.
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Poblador desde: 30/09/2010
Puntos: 17

 Me ha gustado mucho, sencillo y contundente. Se expresa muy bien el interior del padre, aunque no estaría de más alguna descripción física. No obstante, buen relato. 

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