Mi más sincero arrepentimiento (T)

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Gulliver
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¡Pobre Wilson Manfredo! Todavía recuerdo con detalle su cabeza dentro de una bolsa del Mercadona. Minuciosamente fui descuartizando su cadáver, muy minuciosamente. Al principio, al carecer de las herramientas adecuadas -o quizá por mi natural falta de experiencia en tan sangrientos menesteres-, aquel cuerpecito contrahecho se me resistía. Pero una vez puesto en faena, y salvado el primer escollo de los tercos tendones que se empecinaban en ligar las articulaciones de aquellas escurridas piernas, el resto del trabajo fue coser y cantar: allí mismo, en el vestíbulo del que un día fue mi apartamento, y sobre un montón de estiércol, desmembré a ese pobre diablo como quien desmonta un rompecabezas.

Mil veces le advertí, ¡mil!:

— Wilson, sólo tienes que entrar de vez en cuando para echar un vistazo por si faltara algo. Ya sabes... mi barrio está cada día más...

— ¡Claro, mi pata! Márchate tranquilo, ya sabes que yo...— me interrumpía, siempre risueño con su cara tostada.

¡¿Cómo no matarlo?! ¡Cómo!

¡Ay! ¿Por qué pediría aquella maldita excedencia? ¡Yo y mis estúpidos anhelos de conocer más mundo! Mas en aquella lejana y dichosa etapa de mi vida, clavado siete horas diarias en la silla número cinco del departamento de reclamaciones contencioso-administrativas, mi excitada fantasía se desbocaba como la de un niño: viviendo mil aventuras, explorando exóticos países, surcando los embravecidos océanos... ¿Cómo no, pues, aunque sólo fuese durante los doce meses de asueto que me correspondían según las inflexibles leyes del régimen funcionarial, intentar llevar la vida de un Wilfred Thesiger o de un Lawrence de Arabia? Hechos los trámites pertinentes, una vez cursada y aprobada mi correspondiente petición, decidí hacer, por libre, un tour por el siempre desconocido y apasionante continente asiático.

Pero había algo que me inquietaba, algo que probablemente se debiera a este pequeño espíritu burgués que todavía, para mi pesar, sigue castigándome: doce meses alejado de la que era mi casita, dejando mis queridos enseres únicamente bajo la seguridad de aquella plancha de aglomerado que tenía por puerta, era demasiado. ¿A quién, entonces, dejar unas llaves para que pudiera pasarse de vez en cuando y que me informara de cualquier incidencia que pudiera darse? ¿A quién? Debería ser una persona a la que poder llamar de mes en mes, alguien merecedor de mi confianza. Y se me presentó al instante, para su desgracia y la mía, la imagen del peruano Wilson, un compañero de trabajo que desempeñaba, con enorme celo, las funciones de bedel en la sucursal donde un servidor trabajaba. En un inicio, a este respecto, yo tenía mis reservas; pero terminé convenciéndome de que ésta era la mejor opción. De esta forma, aquel pobre diablo, además de contarme todo lo que pudiera acontecer en mi apartamento, podría mantenerme informado si después de tanto concurso de méritos, con el gerente, la Tetas lograba conseguir su ansiado ascenso...

Y así, después de atar lo mejor que pude todos los cabos, como un romántico explorador del diecinueve partí a desentrañar los misterios que me aguardaban...

Pero aquel desafortunado año de peregrinación, año en el que subsistí chupando raspas de pescado congelado -entre hordas de malvados esquimales y neuróticos mongoles-, hubiera destrozado los nervios del hombre más templado y del expedicionario más intrépido. Los embriagadores paisajes y las noches estrelladas del cielo siberiano no impidieron que siguiera asaltándome cierta inquietud respecto al estado de mi pisito, allá en la distancia...

Recuerdo bien el miserable día de mi regreso. Allí estaba yo, frente a mi añorado portal, casi llorando de felicidad y de gratitud al mismo cielo por haberme permitido regresar, si no sano, sí a salvo de los muchos infortunios en los que me vi desde que dejé mi querido nido. <<¡Ay hogar, dulce hogar!>>, frasecilla tantas veces pronunciada y siempre cierta...

Saltando de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro los peldaños de la impoluta escalera comunitaria, llegué jadeando a la entrada de mi antigua vivienda. Me dejé caer reverencialmente de rodillas, como un cruzado que desembarca en las playas de su añorada patria, junto a la puerta de mi apartamento, la cual, que todo hay que decirlo, hallé en un estado de deterioro bastante lamentable.

Obviando en aquel momento este último detalle, y lleno de gozo, apoyé con suavidad las palmas de mis manos y la sudorosa frente en ese práctico sucedáneo de madera, regocijándome por el disfrute anticipado de esos pequeños placeres que sólo se nos brindan al amor del cálido hogar. Cuando en mitad de aquel ritual de reencuentro con mi casita, tan ansiosamente esperado en aquellas últimas semanas, llegó a mi sorprendida pituitaria un olorcillo de lo más extraño y desagradable, un olorcillo con el que hoy, desgraciadamente, estoy más que familiarizado... ¡Oh Dioses que proveéis de templanza a vuestros míseros siervos aquí en el mundo! ¿Acaso yo era indigno de vuestros providenciales favores? ¿Qué macabra sorpresita me aguardaba con aquel tufillo como pestilente avanzadilla de una desgracia que poco a poco iba perfilando sus contornos? Pues al incorporarme con el picaporte de mi puerta ejerciendo de bastón, y al girar el cuello en redondo para echar una rápida y escrutadora mirada al descansillo de la escalera y poder encontrar así la causa de aquellas desconcertantes emanaciones, desde el interior de mi vivienda se escaparon nos mugidos roncos, unos jar, jaarrr...     

   ¡¿Cómo no matarlo?! ¡Cómo!

   Estupefacto y en un primer instante de desconcierto, mi primera reacción fue levantar la vista a la parte superior del marco, buscando la desdibujada plaquita donde aparecían, aún bien visibles, aquellos  caracteres que de sobra me eran conocidos: 3º izq.  ¡Joder! ¡Claro que era mi casa!, ¿cuál sino? ¿Qué diablos estaba ocurriendo allí dentro? ¿Qué cojones había sucedido en mi lastimosa ausencia, sin duda con la complicidad del puñetero e irresponsable Wilson Manfredo?  No sin un agudo temor de encontrar cualquier estropicio en la que un día fue mi dulce morada, inserté la llave en la cerradura, cediendo el pestillo con una ligera resistencia...

            ¿Impresiones en la vida de un hombre que dejan huella? ¡Ja! Un golpe tambaleó los cimientos de mi cordura, acabando con los últimos retazos de tranquilidad que aún moraban en mi pecho sediento de paz... Pues al empujar la hoja de aquella puerta, con la prudencia de un hombre que sabe que ha de encontrar al otro lado todo aquello menos lo que espera,  mi pequeño espíritu burgués sufrió un terrible varapalo,  un varapalo del que todavía no se ha recuperado...

      Una masa pardusca, apelmazada, compacta, acumulada en el recibidor del que un día fue un pisito de lo más coqueto, impedía el recorrido natural del portón, taponando parte de la entrada como si fuera una barricada. ¡Aquello no era otra cosa sino mierda! Montones de excrementos se mostraban a mis ojos, por todas partes, como un baldón sobre mi ultrajada y en otros tiempos reconfortante muletilla de hogar, dulce hogar. Montones de heces, esparcidas a lo largo del pasillo, dejaban entrever a las claras que ese desdichado no había cumplido con la tarea que se le encomendó. ¡Maldito embustero! En aquellas tres ocasiones en las que, a pesar de mi insufrible situación, pude telefonear a Wilson, él juraba y perjuraba que todo iba la mar de bien. <<Sobre ruedas>>, me decía el muy ladino.

¡¿Cómo no matarlo?! ¡Cómo!

Intenté serenarme... Ufff… ¿Pero qué razones podría encontrar en el revoltijo de mi desconcierto para mitigar las llamaradas de ira que me subían desde el bajo vientre hasta mis sienes a pique de reventar? Y en ese justo y crítico instante, cuando pretendía hacer mía una explicación más o menos racional de lo sucedido en aquel lugar durante mi ausencia, fui sobresaltado, de nuevo, por aquellos irritantes mugidos que parecían provenir de mi antiguo cuarto de estudio: jar, jaarrr...

Buscando cualquier objeto contundente que tuviera a mano, allí en el vestíbulo, me armé con mi querido paraguas veneciano, que encontré lleno de mierda como todo lo demás.

De inmediato, me dispuse a disipar mis dudas respecto a las extrañas causas del destrozo de mi casa y de mis propósitos de descanso. Llenándome de excrementos hasta las rodillas, fui avanzando a lo largo del pasillo, poco a poco, con la misma maña que me daba caminando entre la nieve por aquellos inhóspitos parajes a los que nunca tuve que haber ido.

Cuando por fin llegué a la entrada de mi estudio, de mi viejo y añorado oasis, la primera y vacía ojeada que eché al interior de aquella habitación apenas me hizo comprender: en mi cuarto, allí, donde con tantas horas gratas de tranquilidad y de regocijo había disfrutado en mis años felices, Wilson Manfredo, provisto de una maquinilla eléctrica y de una soltura sin igual, esquilaba, como si tal cosa, a un animal lanudo, un animal que pataleaba secundado por tres bichos más que saltaban de la cómoda al sofá, del sofá a... ¡Llamas! ¡Qué me aspen si entendía! Un rebaño de estúpidas llamas pululaba por mi piso,  saltando de mueble en mueble, rememorando sin duda sus mejores días entre los lejanos peñascos de los Andes. Un rebaño de estúpidas llamas con sus enervantes mugidos, con sus jar, jaarrr... cagando sin ninguna consideración hacia mi moqueta y... ¡Y pastando tranquilamente, deshojados entre el estiércol, mis facsímiles envejecidos de La Divina Comedia y del Amadís de Gaula!

Ese maldito Wilson, lejos de turbarse o de intentar buscar cualquier absurda justificación, soltó una carcajada que todavía llevo como un sello de fuego en mi alma:

— ¡¡Je!! Mi pata, ¡qué bueno verte! Pero ¿no has llegado antes de lo previsto?

Con la punta de mi paraguas veneciano, tomando impulso y dejándome caer sobre ese descendiente de los mismísimos incas, atravesé su pequeño corazón que dejó de reír para siempre.

¡¿Cómo no matarlo?! ¡Cómo!

¿Adónde partir? ¿Dónde terminar mis días sin la sombra siempre presente de esas rejas que tanto me obsesionaban? ¿Dónde? ¿Cómo soltar el lastre que encapotaba mi conciencia hasta la locura? ¡Cómo!

 Honrando la memoria del pobre Wilson Manfredo, e intentando subsanar, en la medida de lo posible, el terrible error que cometí presa de aquel frenético arrebato allá en mi apartamento, me escondí en aquella altiplanicie quechua, consagrándome al pastoreo de rebaños de camélidos... ¡Dígame, señor Juez!, ¿no es suficiente castigo el mío?

 Sé que he pagado ya con creces mi deuda con la justicia divina, cuando en aquellas noches limpias, a los pies del Machu Picchu, me torturaban sin descanso aquellos jar, jaarr...

 

 

 

 

 

 

 

 

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jane eyre
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