PDA- Relatos de un adicto a la literatura

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FAGLAND
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Buenos días,

Tras dos años de participación en el certámen Monstruos de la razón, creo que va siendo hora de que participe en este foro. Aquí ire colgando relatos que tengo y otros que espero ir escribiendo.

Ni qué decir tiene que trataré de leer el mayor número de textos posible y dar mi opinión, ya que me encantaría que hicieran lo mismo con los míos. De hecho, es por las críticas constructivas del concurso que estoy realmente satisfecho, he hecho lo que he podido y a algunos les ha gustado.

En el siguiente mensaje dejo un relato que escribí hace tiempo; Es uno de los diez que he escrito sobre el protagonista hasta el momento. Me disculpo anticipadamente por la longitud, y espero que guste. ¡Un saludo!

 

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La llamada del pirata

1.

Dos pequeñas velas ardían en candelabros de marfil dibujando las sombras de dos hombres sobre las paredes rotas de una vieja habitación. Uno de ellos reposaba en un amplio sillón marrón rojizo, pensativo mientras palmeaba un pequeño cojín de seda bordado en oro. Era un hombre alto, robusto; su roído cinto carmesí sujetaba un rasgado pantalón negro, una camisa mal abrochada vestía su pecho ancho y sus brazos musculados. En su piel bronceada asomaban innumerables cicatrices y el tatuaje borroso de una ola adornaba su costado izquierdo.

Pasaba ya los cuarenta años y daba la impresión de haber viajado en cientos de barcos y de haber cruzado su espada con miles de guerreros. No estaba esto lejos de la verdad, pues él era Telmo O’Caran, un pirata temido y odiado en las costas de todo occidente, y respetado y apreciado en la isla Abrazamar. Él mismo había descubierto Abrazamar y le había dado nombre, apenas cien kilómetros cuadrados de firme superficie perdidos en algún lugar del océano. Allí se encontraba O’Caran ahora, en la primera casa que construyó en la isla y en la que pasaba el tiempo antes de hacerse a la mar.

- Dime chico, ¿Cómo pudiste llegar aquí? Donde no llegó jamás galeón o velero alguno sin mi auxilio, has llegado tú, un muchacho en un pequeño barco de pesca.

O’Caran hablaba con un joven que apenas pasaba la veintena, delgado y de media estatura. Calzaba botas de pescador y sus ropas harapientas denotaban que había pasado largo tiempo con ellas, un pequeño cuchillo colgaba de su roto cinto de cuero.

- Mi padre siempre me contaba las historias del gran pirata O’Caran y de su isla secreta Abrazamar. Él tenía su propia idea acerca de su emplazamiento, y es que es, o quizás era, un gran conocedor de los mares, si bien apenas se alejó de la costa para pescar. Puedo afirmar que su teoría era correcta, aunque no exacta, pues he vagado por el océano durante semanas y ya desfallecía cuando al fin pude ver tierra.

El veterano pirata le miró en silencio, sus profundos ojos verdes parecían dos grandes mares en calma. Sin embargo, estaba francamente sorprendido, y su mirada prudente no carecía de un cierto respeto y algo más de suspicacia.

- Y dime ahora, chico, ¿Cómo te llamas y por qué has venido hasta aquí? ¿Acaso has arriesgado tu vida para demostrar la teoría de tu padre?... ¿O quizá piensas delatarme a los daneses?

- No me habría presentado en tu casa si fuera a delatarte. Estoy aquí para hacerte una proposición. Quizá te suene extraña o fruto de la mente de un loco, pero te ruego que me dejes contarte toda mi historia y luego medites antes de tomar una decisión. Mi nombre es Zerraim Nebru y vengo de la pequeña ciudad de Ergiasdar.
“Como ya te he dicho, conozco tu historia por mi padre. Él me contó que has recorrido todo occidente, navegando desde el frío Norte hasta el Sur salvaje durante más de veinte años, que has sido un aventurero, forajido y perseguido durante todo este tiempo, y que gracias a la piratería has llegado a conseguir riquezas semejantes a las de los asentados gobernantes del norte.

Sin embargo, ni tú ni ningún otro hombre ha sido capaz de navegar más allá del mar, rumbo a oriente, donde aguardan tierras tan extensas como éstas que nosotros llamamos mundo. Sé que te resultará difícil de creer, pero te digo esto desde la más profunda convicción: a muchos días de navegación hacia el este se esconden grandes playas, bosques frondosos llenos de frutos y bestias desconocidas.

Pues bien, he venido a pedirte que navegues conmigo. Tú, que eres uno con el mar, podrías ayudarme en mi gran empresa y descubrir nuevas tierras, lugares inimaginables e incluso nuevas gentes. Sí, porque en las lindes de los bosques he visto pequeñas tribus salvajes, y quién sabe lo que hay más allá…”

Telmo O’Caran no daba crédito a lo que oía; sin embargo, notaba convicción en las palabras del joven. Echó a un lado el cojín de seda, se incorporó sentándose en la esquina del sillón, que emitió un crujido, y miró más de cerca al chico que le hablaba. No era un hombre corpulento, ni parecía un noble, ni mucho menos un capitán de barco. Era imposible que aquel joven corriente hubiera llegado donde nadie lo había hecho jamás.

-    No entiendo lo que dices, ¿Acaso quieres hacerme creer que tú ya has estado más allá del mar? ¿Quizá llegaste allí tú solo, en tu pequeña barca?

-    Nunca he estado allí y jamás podría llegar en una pequeña barca pesquera. Pero tú tienes grandes barcos y grandes marineros. Te preguntarás como sé entonces qué hay en el este. Lo sé porque lo he soñado. Sí, es difícil de creer, pero has de saber que desde mi niñez sueño con mi destino, con lugares y situaciones que al cabo de un tiempo terminan por suceder. Mis sueños son muy reales y en ellos siento y padezco como en la misma vida. Ellos determinan mis acciones y me empujan en la dirección adecuada. Fue por mis sueños que abandoné mi casa hace ya tiempo, y fue por ellos que vine hasta aquí a contarte mi historia, pues yo soñé con Abrazamar.

Telmo suspiró profundamente y bajó la cabeza.

-    Lo que dices no tiene sentido. Si ves el futuro en tus sueños sabrás que jamás me embarcaría en tamaña aventura, y menos aferrándome a los desvaríos de un loco. Estoy viejo, chico, apenas me hago a la mar para oír el salpicar de las olas y sentir el avance ondulante de mi barco. 

-    ¡Mis sueños no me cuentan nada!- replicó hoscamente- solo me muestran algunas cosas y casi siempre de forma fugaz y algo caótica. De hecho, cuando llegué aquí albergaba pocas esperanzas de que vinieras conmigo. Sin embargo, mi esperanza creció nada mas verte – por momentos la voz del chico aumentaba en convicción- y ahora estoy seguro de que vendrás. Tratas de disimular, pero he visto como brillaban tus ojos cuando te contaba mi historia, he visto como se movían inquietos, pues están hechos de la misma sustancia que el agua del mar. Dices estar viejo, pero te puede el ansia por navegar, tiemblas con el deseo de aventuras y sabes tan bien como yo que vendrás.

Zerraim Nebru acabó con una seguridad desbordante, su pasión se palpaba en la vieja y tranquila habitación de Abrazamar y Telmo O’Caran no pudo hacer más que contagiarse de ella. Seguía pensando que la idea era una locura, pero no deseaba otra cosa que formar parte de tamaña demencia.

-    Tienes razón, Zerraim Nebru, iré contigo. No tengo miedo a nada: si he de morir que sea en el mar, y si alguien ha de conquistar el Oriente, será Telmo O’Caran. ¡Una última proeza para el Rey del Mar!

2.

Hubo grandes murmullos en la plaza del Águila. Se habían reunido casi trescientas personas que formaban un grupo variopinto y singular: había duros mercenarios, avispados ladrones, soldados renegados y esclavos liberados. Todos ellos habían tripulado alguna vez con Telmo O’Caran y eran sus más fieles seguidores; hombres sin ley ni patria, que solo respondían ante el bravo pirata y que reconocían Abrazamar como su hogar.

Frente a la imponente escultura de bronce que adornaba la plaza, de penetrantes ojos negros de zafiro, había expuesto el gran pirata su intención de hacerse a la mar, sin ocultar las extrañas palabras del muchacho y sin hacer falsas promesas. Nunca fue un hombre de grandes discursos, pero siempre infundía confianza y la reafirmaba con hechos, consiguiendo grandes botines y grandes conquistas. Sin embargo, hacía ya tiempo de sus últimas hazañas. La memoria de aquellos que las presenciaron y la fe de aquellos que desde siempre le siguieron son frágiles.

Entre el murmullo que reinaba, había grades dudas sobre la conveniencia de una nueva aventura, y aún mas dudas del beneficio que les traería internarse en una travesía de la que nadie había vuelto jamás.

“¡Es un viaje a ciegas!”, “¡No hay beneficio al este, solo muerte en el mar!”, “Aquí tenemos todo lo que necesitamos”, “¡Ese muchacho nos tenderá una trampa!”. Estas y otras frases de rechazo se oyeron en la plaza del Águila, una tras otra, hasta que un hombre alto y robusto surgió de la marabunta y se acercó al lado de O’Caran. Levantó la mano pidiendo silencio y tomó la palabra. Su aspecto era imponente y rezumaba energía en cada movimiento, rondaba la treintena y tenía la terrible vitalidad del hombre de guerra; era como un gran león con su melena rubia y su voz atronadora.

-    “¡Jamás sentí más vergüenza que en este día! – Gritó, y todo el mundo cayó- ¡Perros desagradecidos! Aún recuerdo el día en que conocí al Gran Capitán, yo me hubiese podrido en una celda, rodeado de ratas e inmundicia, si él no hubiera llegado allí. Él nos liberó, gracias a él pasé de contar mis días en una angosta celda a navegar por todos los mares de medio mundo, llené mis manos de oro y ahora disfruto de toda clase de lujos y placeres. ¡Todos vosotros estáis en mi misma situación! Estos cinco últimos años hemos disfrutado de nuestras riquezas en calma, pero si Telmo O’Caran cree que hemos de partir, yo iré”.

Estas palabras pronunció Taar Lebriaar, y su respaldo era importante, porque sus hazañas con la espada eran muy conocidas y respetadas en la isla. Así pues, un centenar de hombres, mezcla de indecisos e incondicionales, estuvieron dispuestos ha embarcarse en la alocada aventura.

A las pocas horas de la formación de la tripulación los preparativos estuvieron muy avanzados. Todos los habitantes de Abrazamar contribuyeron de una u otra forma al viaje de su capitán; ya fuera aportando provisiones, armas, ropas o cualquier otro utensilio que les pudiera ser de utilidad en tamaña empresa.

Incluso los más críticos y desilusionados con la decisión de Telmo O’Caran se volcaron en su ayuda de forma desinteresada y generosa, pues tal era su sentimiento por el viejo lobo de los mares. Tan eficaz fue la colaboración de aquellos improvisados amigos del mar, que antes de que la noche cubriera el cielo y el océano con su manto de terciopelo, el legendario Libertador flotó dispuesto a la aventura en las blancas playas de Abrazamar.

Aquel barco era conocido en el mundo entero y sin embargo, a la simple vista ignorante de Zerraim, no era más que un viejo cascarón de mediano tamaño y carente de grandes adornos. Por el contrario, cualquier avezado marino se maravillaría con su hábil mixtura de elementos y conceptos de los diversos pueblos de las olas.

Su casco era casi plano y tan sólo la parte delantera se elevaba de forma ligera cubriendo en una caja de madera el pesado timón. A los lados llevaba decenas de remos y aún más abajo se escondían los compartimentos estancos que prevenían el hundimiento. Las velas se elevaban en tres mástiles poderosos, divididas ingeniosamente en franjas horizontales no demasiado ornamentales, pero extremadamente manejables a la hora del despliegue.

En la parte delantera, una curiosa estructura de metal acababa casi en punta como el pico de un águila, y varios refuerzos metálicos protegían los flancos cual plumajes de acero. Una caseta de madera gobernaba el centro del barco completando una estructura que aprovechaba el espacio al extremo. Cualquier hombre ducho en la creación de barcos no se habría atrevido a imaginar semejante concepto, ni mucho menos habría creído la agilidad de aquel barco.

Telmo O’Caran había trabajado y mejorado aquella embarcación durante toda su vida. Era su legado más importante, su único hijo, el único tesoro del que se sentía satisfecho. Su primer hogar en la juventud y el único motivo para abandonar la isla oculta en aquellos avanzados días de su larga vida.

Llegó la noche. El susurro relajante del mar acompañaba por costumbre los armoniosos sueños de la ciudad. Aquella vez no fue así para Telmo O’Caran, que se agitaba en su lecho de un lado a otro nervioso como un niño. Conocía el peligro de las aguas del lejano oriente y si bien no le preocupaba, le llenaba de ansia y anticipación.

En un pequeño cuarto, en la propia casa del capitán durmió Zerraim Nebru, y su mente descansó aquella noche como no lo había hecho durante semanas. Sus oníricos sueños parecían satisfechos con lo conseguido y le permitían descansar.   

3.

Los primeros destellos solares alumbraron la partida del Libertador. Su pico aquilino cortó las aguas y sus flancos alados se balancearon suavemente dejando tras de si una estela de ondas difusas. En el embarcadero, los familiares y amigos de la tripulación observaban la embarcación menguante en su camino a la mar.

Las flores y los vítores habían acompañado el paso firme del capitán por las calles empedradas y las playas blancas. La solemnidad y el festejo habían tomado la ciudad de manera excesiva, incomodando a un hombre austero y pragmático como era Telmo O’Caran. Sin embargo, no podía esperar una despedida menor. Ningún gobernador consigue el respeto de aquel que construye su pueblo.

El barco se perdió en el horizonte, el viento arrastró los pétalos caídos y la algarabía del festejo fue sustituida por los sonidos de la rutina. A bordo del Libertador, la frescura y el abandono del océano se convertían en los compañeros habituales de los veteranos marineros, y en un nuevo descubrimiento para el joven que los acompañaba.

La vida a bordo de un barco tan especial como el Libertador quedaría marcada en la mente de Zerraim para siempre. Él, que había pasado sus primeros días a flote en su barca de pesca y que se había embarcado furtivamente en la bodega de una galera, jamás había sentido la verdadera vida del marino, del pirata que se esconde en el mar y no sabe su destino.

Los primeros días fueron duros. La camaradería de aquellos compañeros de viaje le resultaba extraña, una amabilidad artificial y forzada. Sin embargo, el paso del tiempo y la compañía ininterrumpida de los marineros agilizó las conversaciones y destapó la verdadera personalidad de aquellos hombres. Las enormes borracheras de popa y las alocadas apuestas no fueron una ayuda menor. De hecho, las carcajadas y los exabruptos quedaron para siempre unidos al frescor de las olas y el crujir de las maderas, de modo que aquellos momentos eran siempre felices y relajados.

Pasaron las semanas y Zerraim tubo tiempo de conocer la apatía y la soledad. La vida del mar está llena de grandes tristezas y las noches eternas en el camarote le llenaban de pesadumbre, de melancolía y de la sensación familiar de no pertenencia que le había atormentado en su infancia.

La tercera semana, después de innumerables comidas saladas y alcohol dulce, el gran capitán ordenó virar a babor y toda la tripulación celebró jubilosa la llegada de la tierra firme.

El aire fresco y los granos de arena les saludaron al atracar en una pequeña isla bien conocida por el gran capitán. La playa se extendía a los flancos y una montaña austera y rocosa se erguía en el horizonte. Aquel pequeño peñasco carecía de los bosques fértiles y los ríos caudalosos de islas más atractivas, pero suponía un refugio seguro para los perseguidos, los desertores y los forajidos, un lugar donde ningún barco danés repostaría jamás.

-    Estás son aguas peligrosas- explicó O’Caran a la luz de la lumbre- Aguas danesas – agregó acercando sus manos al fuego - No habrá muchas oportunidades de pisar tierra firme, así que disfruta cuanto puedas.

-    ¿Sabes? Jamás pensé en tener un viaje como éste – Contestó Zerraim, que trataba de sincerarse- No soy un hombre del mar, lo he odiado toda mi vida, pero jamás lo odié y lo quise más que en estos días- Telmo O’Caran esbozó una sonrisa- Sois una gente increíble, jamás habría soñado con algo así.

-    La vida en el mar es muy diferente –añadió Telmo, y sus profundos ojos verdes chispearon con los recuerdos pasados.

-    Las historias de mi padre hablaban muchas veces de Abrazamar, de sus gentes, su camaradería, de innumerables aventuras. Yo no prestaba mucha atención, las descartaba como simples fabulaciones, pero ahora veo que todo eso tuvo que ser cierto – O’Caran suspiró.

-    Hay gran parte de verdad y también mucho de leyenda, pero ya tendremos tiempo de hablar de todo eso. Acabarás aburrido de las historias de este viejo marinero.

-    No, escribiremos una nueva historia- sentenció Zerraim con su ilógica convicción- y se añadirá con letras de oro a todas las leyendas...

-    Sí, tal vez sea así muchacho.

La madera terminó por consumirse y las brasas se apagaron. La noche profunda llenó el cielo infinito, libre de estrellas y abandonado por la Luna. En aquella playa perdida, Zerraim, tumbado en la arena, volvió a soñar.
El amanecer llegó acompañado de la niebla. No de la bruma matutina tan común en la costa, sino de una capa espesa, densa e inescrutable. O’Caran, a regañadientes, tuvo que retrasar la partida. Pasaron las horas muertas a la espera de una mejoría, pero aquel velo blanquecino no parecía dispuesto a desaparecer. Así que ansioso y decidido el capitán ordenó izar las velas y proseguir el camino.

El barco partió cual vaporoso fantasma y la invisibilidad lo acompañaba como un arma de doble filo. Atentos a cualquier movimiento o sonido, los tripulantes del barco se deslizaban por las aguas lentamente, mostrando su cautela. 

Los tenues susurros del viento no filtraban sonidos extraños, sólo el eterno rumor del océano y los leves crujidos de la madera acompañaban la respiración del capitán. El níveo paisaje no se alteraba y Zerraim tuvo la sensación de estar atravesando una nube que no parecía terminar. El Sol irradió furioso como señal de protesta y los marineros achinaron los ojos cegados por la claridad.

El viento comenzó a soplar con más fuerza y las precauciones de la tripulación se mostraron baldías. Navegaban ignorando cualquier obstáculo que se pudieran encontrar. Entonces, como despertando de un sueño, como si le entraran las prisas, la niebla se difuminó de repente. Los finos destellos Solares atravesaron la madeja vaporosa y el paisaje marino volvió a mostrar su rostro y desveló una sombra voluminosa que se erguía justo en frente del Libertador.

El destino les guardaba una broma macabra, o la casualidad mostraba su cara más letal. O’Caran, incrédulo, giró el timón con todas sus fuerzas y el barco viró ágilmente salvando el obstáculo repentino. Un grito de asombro brotó de la tripulación y un sonoro exabrupto dominó el aire desde las alturas.

-    ¡Pero qué diablos…! ¡Es el Libertador!

Desde el palo mayor de una enorme galera había surgido el grito ronco de un soldado danés. La sorpresa y la incredulidad dominaban la escena, los dos barcos se habían encontrado como dos granos de arena arrastrados por el viento. Un tigre blanco se balanceaba en una bandera escarlata, y su visión hizo encoger el corazón sufridor de Telmo O’Caran.

A su orden, la tripulación abandonó sus posiciones y se dirigió al almacén de la caseta. Los cuchillos y las espadas curvas centellearon al Sol. Zerraim, presa de los nervios, se quedó congelado, incapaz del menor movimiento.

La sombra de la galera ocultó el Sol a los ojos de los piratas, el choque de los barcos era inminente y la huida imposible. Así que el gran capitán apretó los dientes, giró el timón con todas sus fuerzas y lo aguantó como pudo mientras la embarcación danesa chocaba con el lateral del Libertador. El crujido de la madera fue ensordecedor y el terrible balanceó hizo caer a la mitad de la tripulación. El Libertador titubeó como un borracho y las plumas de acero se abollaron, pero no cedieron.

Zerraim Nebru dio con sus huesos en el suelo y su cara se arañó con las esquirlas de la tarima. El golpe resultó ser el bofetón que necesitaba, el aviso que le puso alerta y le arrancó el miedo de las venas. Corrió a por su arma como alma que escapa del infierno, como un tritón que necesita su lanza para enfrentar la lucha.
El casco elevado favorecía el ataque danés, su ejército de chaquetas rojas abarrotaba el flanco de la galera. Aquella contienda habría sido una carnicería si los soldados hubiesen dispuesto de sus flechas. Sin embargo, la vigilancia rutinaria en la que se encontraban no llamaba a peligros semejantes a aquel que iban a enfrentar.

Sin grandes titubeos, envalentonados por su superioridad numérica, que era de dos a uno, los enfurecidosdaneses abordaron el barco insignia de Abrazamar, y aquella contienda hablaba de revancha y de años de espera.

La lucha fue cuerpo a cuerpo, el ejército escarlata les cayó encima como las rocas en una avalancha. Algunos utilizaban escalinatas, otros usaban las cuerdas y los cabos de los mástiles cual lianas. Los más osados caían libremente sobre la tripulación, y de no ser por los uniformes, nadie habría distinguido soldados de piratas.
El caos y la desorganización convertían al renqueante barco en un monumento a la locura. Los hombres tropezaban y morían estúpidamente, acuchillados y pisoteados. Las espadas segaban miembros y trinchaban cuerpos en ambos bandos. La sangre rezumaba como la espuma de las olas.

Por fortuna para las gentes de Abrazamar, sus armas ligeras resultaban mucho más efectivas en las distancias cortas. Lejos de titubeos y estrategias, los piratas se abalanzaban contra sus enemigos cual perros de presa, cercenando sus gargantas tan de cerca que podían sentir el exabrupto del último aliento.

Zerraim temblaba como un niño, las filas de piratas iban cayendo y la contienda se acercaba. A babor pudo distinguir la melena leonina de Taar Lebriaar agitarse para todos los lados, el joven guerrero era un bárbaro, un león herido que afilaba su sable con los cuerpos de sus adversarios, los cadáveres se amontonaban a sus pies. A estribor se destacaba la figura del gran capitán. Sus mandobles se sucedían menos veloces pero igual de certeros; el viejo pirata luchaba con la técnica depurada del veterano, sus movimientos denotaban algo de cordura, si bien su dentadura se destacaba en un gesto de furia.

Los daneses se reagruparon, habían tomado un tercio del barco, pero sus muertos superaban con creces las bajas de los piratas. Su segunda acometida fue mucho más organizada. Guardaron en lo posible sus líneas y recogieron los frutos de su estrategia, pues su avance era incontenible. Desde el puente de mando de la galera resonaron las risotadas del general de los daneses.

-    ¡Matad al resto, pero quiero a O’Caran vivo! – gritó

Jaleados por su general y recobrada la confianza, los daneses caminaron con calma y procuraron guardar las distancias. Dos piratas cayeron a la vera de Zerraim, las piernas le temblaban y el sudor hacía resbalar el puñal en su mano derecha. El pánico le cegaba, tanto era así que en frente solo podía distinguir a los daneses como manchas rojas. Viéndose rodeado, se abalanzó contra las filas enemigas como un lobo acorralado. Su cuchillo se hundió en las tripas de un soldado y ambos cayeron al suelo y rodaron por la cubierta.

El miedo desapareció, pues su cordura ya no existía. La batalla se convirtió en algo irreal, en una pesadilla infernal de olor nauseabundo y ondas escarlata. Los piratas cedían poco a poco pero no se rendían. Las risotadas del maldito general resonaban entre los lamentos.

Telmo O’Caran se había apartado de la lucha. Bordeando el barco consiguió alcanzar una escala y trepó por ella con la habilidad de un gorila. El general vio sus intenciones pero no pudo llegar a la escala antes de que el gran capitán alcanzara el casco de la galera.

-    ¡Te estaba esperando! – Gritó entonces, pero sus actos no habían acompañado sus palabras - ¡Que ironía del destino! ¡Tanto tiempo buscándote, y caes en mis manos como un cervatillo indefenso! ¡Al fin te daré muerte, Telmo O’Caran!

El viejo pirata no respondió, sus energías las guardaba para el duelo de espadas. El acero restañó como ya lo había hecho antes, y como también había restañado el día que O’Caran dio muerte al padre del general. Las estocadas se sucedían sin tregua, pero ambos espadachines fintaban y se cubrían como grandes maestros de la esgrima. El duelo fue largo y se extendió sobre la galera, desde la proa a la popa, contrastando su contienda con el hormiguero de muerte que acontecía en el Libertador.

La fatiga comenzó a pasar factura en el Gran Capitán, el joven danés estaba fresco y sus golpes caían cada vez más letales y plomizos. Telmo sangraba por una docena de cortes y los músculos de su brazo se volvían cada vez más flácidos. Un terrible mandoble le dejó de rodillas, un brillo de triunfo destelló en los ojos del general. Sin embargo, su arremetida fue excesivamente ansiosa, mortalmente errónea. O’Caran contorsionó su cuerpo con la velocidad de un gato y arremetió con su sable en el costado del danés. La muerte vidrió los ojos del general y un suspiro brotó de los labios de Telmo O’Caran. De un tajo segó la cabeza del general y tras balancearla varias veces la lanzó al aire.

La testa cercenada crujió en su choque con la madera del Libertador, y un gritó de triunfo se elevó de entre la jauría de piratas. De nuevo cambiaron las tornas, los cuchillos volvieron a empaparse con alegría. Los piratas rompieron las líneas enemigas y los daneses se vieron rodeados, superados y desmoralizados. Sin embargo, no imploraron clemencia, ni la habrían tenido. Murieron todos, doscientos cadáveres que habrían de lanzar por la borda, un verdadero festín para los tiburones.

4.

Los días que siguieron a la batalla fueron tristes. Se habían desecho de los cadáveres daneses de forma poco ceremoniosa, lanzándolos por la borda, semidesnudos después de saquear los cuerpos. A modo de homenaje, habían agrupado los cadáveres de sus compañeros en el puente de mando de la galera, vestidos con sus mejores galas y empuñando las últimas armas que pudieron usar. Después izaron las velas y el barco danés partió a la deriva, conquistado por los caídos.

La tripulación del Libertador quedaba reducida a la mitad, y la algarabía tardó en volver a las tardes de popa. El cielo brilló claro y despejado durante semanas, pero el barco se deslizó por las aguas apático, como un náufrago en la inmensidad de un océano vacío. Sin embargo, el paso del tiempo despejó las mentes y acalló los lamentos, los piratas relamieron sus heridas y la vida volvió a la normalidad de alta mar.

Un día Zerraim se levantó extraordinariamente pálido. Él solía mostrarse cansado muchas mañanas, como si no hubiera pegado ojo, si bien a las pocas horas recuperaba el carácter amigable que le caracterizaba en el barco. Aquel día el aspecto lánguido y el comportamiento taciturno le duraron hasta el atardecer, y no fue hasta consumir una buena cantidad de vino que dirigió unas palabras al gran capitán.

-    Tengo miedo del futuro, amigo – dijo con voz suave, sin mirar a O’Caran a los ojos- He visto al diablo en mis sueños. No sé donde y no sé cuando, pero he mirado en sus ojos y he visto la muerte.

-    Es… es solo un sueño, Zerraim- el gran pirata trató de calmarle, pero la preocupación se mostró en su tono quebradizo.

-    Sucederá- afirmó el joven vaciando el vaso de un trago- Sólo espero que sea tarde y podamos acabar este viaje. Descubriremos un nuevo Mundo, y después, ¡Qué el diablo me lleve!

Zerraim solo pronunció estás fúnebres palabras y las horas pasaron muy lentas. La oscuridad llegó en silencio, mostrando aquella noche su cara más negra. En un cielo sin estrellas la Luna decidió permanecer oculta, como si quisiera acompañar con su ausencia los atribulados pensamientos del muchacho.

Navegaron muchísimos días, la tripulación ya había perdido la noción del tiempo cuando el gran capitán señaló las playas de la última isla conocida, el último bastión de occidente. Aquel era un punto remoto e impensable para la plana mayor de los marineros, si bien los frutos de sus bosques habían sido degustados por unos pocos intrépidos de los mares. Se encontraban ante la última parada programada por el capitán y la tripulación la disfrutó como si fuera un gran tesoro. Allí pudieron pescar, correr y disfrutar de aquellos simples placeres que sacrificaban en la larga travesía.

Se demoraron dos días y al partir abarrotaron el barco de frutos, pescado y agua potable. Por fortuna, las reservas de alcohol aguantaban, si bien la carne salada se había agotado hacía ya varios días.

Comenzó el trayecto por aguas inexploradas y resultó complejo desde el principio, pues las tormentas se sucedieron día tras día. Poco tiempo después, el viento se olvidó de soplar y los marineros tuvieron que hartarse a los remos.

El sufrimiento y la inquietud aumentaron a cada kilómetro y sin embargo, ni una sola palabra de reproche se oyó a bordo del Libertador. Las provisiones se agotaban y las tormentas, los vientos cambiantes y la niebla hacían imposible la orientación la mayoría del tiempo. A pesar de todos estos impedimentos, el gran capitán nunca dudaba a la hora de marcar el rumbo. El barco, aquel magnífico navegador del mar, aguantaba las embestidas más furiosas y dañinas.

En una atronadora protesta del mar, las olas llenaron de agua la cubierta del barco y resquebrajaron el palo mayor. En un impensable ciclón de viento las aguas se levantaron y el barco se elevó y una cámara del casco quebró y se inundó. Maltratado como nunca, el valeroso Libertador se mantuvo a flote hasta el final, y los desfallecidos piratas mostraron su mismo coraje.

Llegó el día en que un pirata desesperado anunció el avistamiento de tierra y el júbilo explotó tan ruidoso como tamaña hazaña merecía. La tierra se extendía en el horizonte como una gran mancha, como una inmensidad escondida.

-    Ahí está - dijo Zerraim, y su tono serio y agotado no escondía su profunda satisfacción.

5.

Los días se sucedieron llenos de pequeños descubrimientos. Cosas tan simples como una fruta exótica o una montaña atisbada en la lejanía se convertían en todo un acontecimiento para los piratas. En momentos como aquellos, las penurias del camino se olvidan, o al menos se posponen para disfrutar de la satisfacción del momento.

La tranquilidad les regocijaba en aquel territorio liberado de la mano de occidente, salvaje y fértil como es la naturaleza en libertad. Pero aún en aquel paraíso soñado, un alma se revolvía inquieta. Los sueños del joven Zerraim se repetían cada vez con más insistencia, como un latigazo continuo del inconciente. La suavidad de la hierba y la frescura del agua no aplacaban su alma; las ramas de los árboles y el sonido del bosque, cosas que tanto adoraba, no le daban cobijo.

En el atardecer del quinto día, Zerraim decidió buscar la soledad adentrándose en el bosque. Los piratas se afanaban en reunir madera para reparar el barco, o se tumbaban perezosamente disfrutando de las últimas horas de Sol. Antes de perderse entre las ramas lo alcanzó Telmo O’Caran, preocupado desde hacía tiempo por la salud del muchacho.

-    ¿Adonde vas? – preguntó

-    Sólo quería dar un paseo, meditar. Eso es todo.

-    Deja que te acompañe- se ofreció el capitán- no es bueno que nadie ande solo.

El joven no puso impedimento. Estar al lado del veterano pirata le reconfortaba, al fin y al cabo le recordaba el éxito de su mutua misión.

-    Todavía tienes esa pesadilla, ¿no es así?

-    Así es – asintió Zerraim – se acerca el momento, puedo sentirlo.

-    Trata de olvidarlo, quizá no suceda. Hemos de disfrutar de… ¿Has visto eso?

El gran capitán se había detenido en seco. Su vista de águila había descubierto algo. Lejos al norte el Sol había destellado sobre un metal bien conocido por el capitán.

-    Oro. Hay oro, y está muy cerca.

-    ¿Estás seguro?- preguntó Zerraim sorprendido.

-    No confundiría ese brillo ni a un millón de kilómetros… - la duda le asaltó, los piratas habían rastreado una zona muy amplia y no lo habían visto. Ellos, en su paseo,  apenas se habían alejado de la costa.

-    Anochecerá pronto  – anunció Zerraim – podemos volver mañana y recogerlo.

-    ¡No! – contesto el capitán – está muy cerca, vayamos a verlo.

Telmo O’Caran se apresuró a avanzar en el camino correcto. El jamás perdía el rastro, era algo por todos conocido. El terreno boscoso era denso y se volvió muy oscuro. El Sol comenzaba su caída y las sombras poblaban la zona. Los dos amigos caminaron deprisa, la curiosidad agilizaba sus pasos. Al cabo de un tiempo se pararon, Telmo O’Caran se agachó para examinar el terreno.

-    Parecen las ruedas de un carruaje. Se alejan hacia el nordeste.

-    Estoy cansado, amigo, cae la noche y estamos muy lejos. Volvamos… - Zerraim comenzaba a tener un mal presentimiento.

-    Si, tal vez… ¡Mira! – gritó excitado. ¡He vuelto a verlo! Ahora mucho más nítido.

-    ¿Él qué? Yo no he visto nada.

-    Si, está cerca. Es un carro de oro – exclamó- Esto es todo un acontecimiento, Zerraim. ¡Vamos! Si nos apresuramos lo alcanzaremos.

Así comenzó una improvisada persecución. Irreal para el joven, que apenas podía captar aquellos destellos dorados. Telmo O’Caran los distinguía perfectamente. Avanzaba extasiado con la idea de dar alcance a aquel carruaje misterioso.

Siguieron alejándose de la costa. El terreno boscoso dio paso a una llanura poblada por escasos bosquecillos. Allí pudieron contemplar la Luna llena, que brillaba con su plateada sutileza. El cansancio agitó sus respiraciones y ablandó sus miembros, pero siguieron caminando con terquedad, con el gran pirata siempre a la cabeza.

Llegó un momento en que distinguieron claramente el brilló apagado del carruaje, y pudieron oír el traqueteo metálico de sus ruedas. Lo tenían muy cerca cuando el vehiculo viró y desapareció en una pequeña arboleda. Entonces, los dos perseguidores corrieron tras su pista, esquivando los troncos de los pinos. El ulular de un búho llenó la noche y el gran capitán O’Caran, en su frenética carrera, no cayó en la cuanta de que el traqueteo había cesado.

En un instante alcanzaron el extremo de la arboleda y se encontraron en un gran claro. Sorprendidos, contemplaron el brillante objeto de su deseo a apenas unos pasos. El  conductor se había detenido como si hubiese descubierto a los dos espías en la inmensidad de la noche.
En ese momento, la cordura volvió a la mente del gran pirata, que maldijo para sus adentros su comportamiento irracional. Había actuado como un novato y quién podía saber las consecuencias. Maldijo, sí, pero sus ojos seguían sin apartarse del dorado carruaje.

Un hombre muy extraño se bajó del vehículo y su sola visión provocó un grito histérico de la garganta de Zerraim.

-    ¡Es él! – esto fue todo lo que el muchacho logró articular.

La desesperación y el miedo le corrompían las entrañas, toda la agonía que llevaba acumulada en su corazón estalló a la vista de los ojos del extraño, que ardían como hogueras. El hombre se acercó y les enfrentó con la tranquilidad del mismísimo diablo, y Zerraim supo que no se marcharía hasta haberse cobrado sus vidas.
¡Qué visión tan terrible! Aquel hombre tenía un aura sobrehumana, sus diabólicos ojos rojos, su sonrisa cruel y carente de empatía. Su cuerpo escuálido estaba desnudo y sus manos alargadas sujetaban un látigo inflamado de llamas.       

Liberado de toda esperanza, Zerraim trató de atacarle blandiendo su daga. En aquel momento no pensaba en escapar de la muerte, sino en liberar al mundo de semejante insulto a la humanidad. Su ataque fue veloz como una el de una cobra, pero aquel ser infernal hondeó su látigo y lo extendió hacia el muchacho. Sus inconsumibles cuerdas abrazaron el cuerpo de Zerraim atrapándolo en una enredadera de llamas.

O’Caran tardó en reaccionar, pero su ataque se fortaleció con la rabia y las ganas de venganza. Su poderoso brazo sostenía un cuchillo muy viejo, que era para él una suerte de talismán. Su resolución no titubeaba, pues temblaba con el ansia de atravesar el corazón podrido de aquel hombre que lo enfrentaba desarmado y desnudo. Sin embargo, la mirada ardiente y consumidora del demonio se clavó en las profundas inmensidades marinas que eran los ojos del gran capitán. Los pasos de Telmo O’Caran se ralentizaron y su brazo pareció incapaz de sostener el arma. Aquella era una batalla de voluntades, y la mente humana del pirata parecía sucumbir a las negras artes del diablo. Sus ropas comenzaron a quemarse y su piel se abrasaba.

En el suelo, agonizante de dolor, Zerraim contemplaba la escena y lloraba de rabia, abrumado por la culpa, pues él había arrastrado a su amigo a compartir su calamitoso destino.
Sumido en el terrible combate, O’Caran se ahogaba con el humo que producía su propia carne quemada, pero el viejo lobo de los mares poseía el coraje y la fuerza de mil hombres, y ni el más poderoso emisario de infierno podía impedirle morir con dignidad, manchando su cuchillo de sangre antes de caer. Un paso más, nada más le quedaba. Su cuerpo seguía moviéndose pese a estar ya carbonizado, su vista se había nublado pero su voluntad era tan fuerte que sobrepasaba sus facultades vitales. Así, en un último espasmo de su brazo atravesó el pecho del diablo y cayó al suelo.

Un grito de ultratumba, desgarrador del alma, brotó de los labios rojos del diablo, que se consumió en cenizas. Con los ecos de su chillido reverberando en el aire, el carro de oro se puso en marcha y los dos amigos se quedaron solos, tirados en la hierba. Las llamas del látigo cesaron  las cuerdas quemadas cedieron ante los tirones desesperados del muchacho.
Zerraim, con el cuerpo marcado, se acercó al lado de su amigo moribundo y trató de incorporarlo, pero para él ya no había esperanza.

-    Zerraim – murmuró – he matado al diablo… Ahora podrás dormir tranquilo… A cambio, solo te pido… una cosa… Prométeme que saquearás ese carro de oro… y que sus riquezas… alumbrarán… la isla… de Abrazamar.

El pirata murió con estas últimas palabras. Los ojos del gran capitán se vidriaron, como si un océano se secara, y su respiración cesó. Sin embargo, el joven le contestó.

-    Te lo prometo, Telmo O’Caran, amigo. Aunque el camino me lleve a las puertas del infierno, no pararé, lo juro.

En aquel territorio extraño, Zerraim sintió la mayor pena de su vida. En sus manos moría un gran hombre, pero por siempre viviría su leyenda.

FIN
 

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