Pidiendo a las peores artes de Circe
La figura cubierta por un amplio manto oscuro se desplazaba con seguridad por la senda que la dirigía al cruce. El claror de la luna llena alumbraba su camino bajo el cielo trasparente. Allí, ante la figura triple que presidía el lugar desde su pedestal abrazado por algunas zarzas impertinentes, se arrodilló. Grande era el trabajo encomendado, por lo que mayor debía ser el sacrificio otorgado a cambio por el devoto a la diosa nocturna.
La mujer escarbó un agujero ayudándose de una piedra aguzada que encontró a tientas y sacó de la cesta que llevaba bajo el manto, agarrándolo por las patas, un pequeño gallito cuyo negro plumaje mostraba brillos metalizados a la luz de la luna, igual que el gran cuchillo con el que le cortó el pescuezo de un tajo al tiempo que lo sujetaba contra la tierra. Alzó el cuerpo decapitado del suelo y lo agitó ante la estatua, procurando que quedara bien salpicada de la sangre que manaba. El heraldo de la luz inmolado a las tinieblas fue luego dejado delante del pedestal, donde todavía se debatió un instante entre inútiles aleteos, mientras la hechicera cogía del cesto una tosca figurilla humana de cera. En el pecho, un poco a la izquierda, tenía un hueco que había sido rellenado con cera nueva, donde había sido enterrado un mechón de cabello castaño que colgaba en parte sobre el torso. El chorro que brotara del cuello del ave había llenado el pequeño hoyo en la tierra y allí sumergió el muñeco la mujer, después de haberle grabado en la espalda con un clavo ciertas palabras.
Nubes repentinas ocultaron la luna y la maga se apresuró en dibujar en la tierra un círculo a su alrededor. Ya más allá del surco trazado, sabía ella que les sería infranqueable, brincaban sombras negras y aunque temblaba ante tales presencias, no tenía miedo. Por mucho que apenas pudiese mirar hacia los bultos informes que reptaban merodeando, no era la primera vez que se encaraba con el cortejo de Hécate.
Todo respondía a la petición de un cliente muy decidido. Un joven arrogante cegado por el amor que pocos días atrás se había presentado en su casa con tan insólita demanda. Dijo llamarse Políxeno y haber acudido al son de su merecida fama.
—Espero que vuestras habilidades sean ciertas, señora Circe— le dijo— porque estoy harto de encontrarme con farsantes. No quiero yo tampoco una venéfica experta en filtros, pociones y venenos, ni un lector ambulante de sueños.
—Jovencito, mis ancestros cuidaban serpientes sagradas en Tracia alimentadas con libaciones de sangre, leche y miel, pues eran los sacerdotes de un poderoso oráculo. Conozco la magia de los nudos, fabrico tablitas de defixión, adivino el porvenir en el agua de los cuencos y en el bronce de los espejos. A mis clientes les pido discreción, pero a través de mí siempre han obtenido lo que buscaban.
—Me han hablado de ti como si de un Apolonio de Tiana femenino se tratara ¿Cómo pudo ser que hasta ahora desconociera que la solución a mi desgracia se encontraba en mi propia ciudad? He perdido el tiempo en viajes inútiles, gastando tiempo y paciencia con embaucadores más o menos hábiles, como ya te he dicho. Cantores de sortilegios sin sentido, cocedoras de hierbas, astrólogos que se dicen egipcios o caldeos con sus libros de horóscopos, serán útiles para los deseos simples de la plebe pero yo no quiero conocer el rumbo de mis días futuros, ni atraer dinero hasta mí bolsa ni fortuna para mis negocios, tampoco hacer caer la desgracia sobre la cabeza del rival ni avivar el fuego del amor en el corazón del deseado…
—El misterio es para mí como una cerradura que salta al simple roce de mi mano aunque la modestia refrene mi lengua, jovencito. ¿Qué buscáis entonces en concreto?
La codicia revoloteaba en las pupilas de la mujer mientras calibraba para sus adentros al que tenía delante. Las finas ropas, los caros ungüentos que perfumaban su piel tersa y los brillantes rizos negros de la pulcra cabellera que caía sobre sus hombros así como su acento y vocabulario, le hablaban a las claras de un joven culto de elevada posición social. No todos los días llegaba hasta su ventana un pajarito tan reluciente.
—Los frutos que solo se pueden recolectar del árbol de la nigromancia.
—Ahhh, entiendo. Soy también hortelana en esos jardines, Políxeno, pero es un trabajo caro.
—Lo suponía, el dinero no es problema alguno, lo único que te pido es que no emplees mentiras conmigo, ni trucos ni patrañas…
—No soy una vulgar ventrílocua, las sombras de los muertos acuden en verdad a mi llamada ¿Es eso lo que quieres? ¿Convocar desde el remoto Érebo a alguien que ya mora en él?
—Mucho más que eso, señora Circe, mucho más. No solo hacer regresar al espíritu, sino volver a encadenarlo a su cuerpo mortal y hacerle levantarse del seno frío de la tierra, con su integridad recobrada.
—¿Queréis que resucite a un muerto?
—A una muerta. Mi esposa rompió la promesa que nos hicimos de no separarnos nunca y morir juntos. A la semana de la boda nuestra dicha se truncó de improviso del modo más cruel, cuando, sin el menor aviso, ella cayó fulminada cuando cruzaba el atrio ligera como una alada victoria. ¿A qué celosa divinidad ofendimos para merecer semejante castigo? No puedo vivir sin ella. Tráemela de vuelta. Nos marcharemos lejos a aprovechar esa segunda oportunidad. He renunciado a mi parentela y a mi fortuna para, lejos de murmuraciones, formar juntos una nueva.
—No os voy a negar que es la petición más extraña que he recibido pues la mayoría de la gente se conforma con su destino, asumiendo la inevitable mortalidad.
—Yo no soy como los demás, no temo asumir riesgos. Sí hay un resquicio para la esperanza, lo agrandaré para mis propósitos. ¿Puedes ayudarme con tu poder? ¿Puedes engañar a la naturaleza?
—Debías de querer mucho a esa muchacha…
—Sin ella no hay para mí ni luz ni alegría, desespero recordando su voz y desfallezco al sentir los ecos de sus caricias, solo quiero, Circe, que me la devuelvas solo para mí. Guíame como Orfeo hasta Eurídice.
—Lo haré, Políxeno, pero no será barato, los cuerpos pesan más que las sombras.
Con un gesto elegante, el joven tiró sobre la mesa la voluminosa bolsa. La mujer abrió más los ojos, encantada con el tintineo que acompañó al golpe.
Circe envió a su vieja sirvienta Cloris tras el carro del joven, conducido por un esclavo fornido con un puñal al cinto, mientras ella abría el armario y sacaba de la balda más alta un viejo manuscrito cifrado cuyas tapas de cuero aparecían muy gastadas. No le había mentido sobre ella y los conjuros más secretos de la familia estaban allí escritos, a la vista, pero solo legibles para el que supiera la clave de aquellos signos en apariencia sin sentido. Tal secreto había pasado de madres a hijas de manera que para la maga era como leer un libro cualquiera y así pasó con cuidado página tras página hasta encontrar lo que necesitaba. Una sapiencia tan oculta como su verdadero nombre. Cogió también las tablillas enceradas y el punzón y se puso a escribir anotaciones y cuentas. Más tarde Cloris regresó de su cometido y le informó de donde venía el tal Políxeno. Como Circe suponía, su apariencia también había sido sincera. Vivía en una amplia mansión en el barrio de las dos colinas, el más rico de la ciudad.
A la mañana siguiente volvió a mandar a Cloris con una carta para el cliente donde explicaba a Políxeno que debería realizar en su nombre el especial sacrificio el primer día de plenilunio, para lo cual necesitaría un objeto o tela que hubiese permanecido mucho tiempo en contacto con la dama, siempre que no conservase una parte de ella misma, cabello, uñas, sangre, lo cual aumentaría la eficacia del conjuro.
El joven acompañó a Cloris de regreso para entregarle en persona a Circe una cajita donde, envuelto en un paño de fina seda oriental, guardaba un mechón de pelo castaño, el cual olió y besó antes de entregárselo:
—Antes de cerrarse el ataúd, yo mismo se lo corté, es lo único que me queda de ella. Sabiendo que nuestra reunión se acerca, que agonía tener que esperar a que la luna se ilumine por completo… diez días me rendirán como toda una vida.
—Tranquilo, jovencito, pronto podrás seguir gozando de los placeres conyugales con esa excepcional muchacha, bendecidos por Afrodita y Hécate.
—Las diosas te oigan.
—Perdona que tenga que mencionarlo, pero necesitaré ciertas hierbas poco comunes para el baño de la dama, pues el cuerpo tendrá que recuperar el calor perdido y despojarse de las impurezas producidas durante la putrefacción.
Circe se arrepintió un instante de haberle dibujado un panorama de corrupción y desagradable limo cadavérico mientras el joven le lanzaba una mirada entre furiosa y ofendida, igual de efímera:
—¿Podrás encontrarlas a tiempo o tendremos que esperar al siguiente mes?
—Creo que mi proveedor de confianza, un honesto comerciante de Éfeso, tendrá la suficiente cantidad en su trastienda, pero el problema es que son muy raras y por tanto, caras.
Políxeno esbozó un mohín de contrariedad mientras metía la mano bajo la clámide y la sacaba con algunas monedas más, que Circe recogió de la mesa con obvia satisfacción.
Seis noches más tarde espiaba la llegada de su huésped desde detrás de la celosía del balcón, viéndole bajar del carromato, cubierto con un toldo, ayudado por el robusto esclavo que velaba por la seguridad de su amo. Gracias a la lucerna que colgaba de la cercha de arqueado mimbre, pudo entrever el equipaje, un arca y varias sacas, que portaba dentro el vehículo lo mismo que las pesadas capas con capucha que lucían tanto el amo como el esclavo, síntomas de ir a afrontar un largo viaje. Cerró los paneles interiores de madera y se retiró a la intimidad de su alcoba, hasta donde llegaba la estridencia de los grillos veraniegos pues su casa se situaba a las afueras, a un lado de la carretera. Estaba agotada pero exultante pensando en la ganancia que le había reportado el trabajo. Abrió la puerta y entró en la antecámara, dejando sobre el velador la lamparita de bronce antes de esperar sentada tras la mesa central a que Cloris condujera al huésped hasta allí.
Políxeno entró paseando la mirada por la habitación, como esperando que su amada surgiese de la penumbra a su encuentro:
—¿Dónde está?— preguntó deteniendo la vista en el muñeco de cera que había sobre el tablero de mármol con las patas de bronce simulando harpías, a juego con la silla donde reposaba la mujer. Al lado había ahora también un brasero humeando un perfume espeso y con un toque áspero. Los dedos cubiertos de ostentosos anillos se cerraron sobre la figurita, que tenía un profundo hueco vacío en el pecho. Políxeno no era capaz de apartar los ojos del curioso objeto. —¿Para qué sirve esa muñeca?
—Tú esposa está en camino, la figurita la llama.
Como si se hubiese roto el encantamiento, el recién llegado pudo mirar atrás, por encima del hombro, a la oscura hoja de la puerta.
—¿Es ella de verdad? ¿Ha podido cruzar de vuelta el umbral del Hades?
—Sí, pero aún no ha recuperado la humanidad.
—¿Qué significa eso?
—Los muertos desean la vida de los que todavía caminan por la tierra. Hay que apaciguar su espíritu y devolverle los sentimientos perdidos, si no lo único que encontrarás entre tus brazos será a una Furia sedienta de sangre.
Políxeno palideció hasta el punto de que incluso sus labios perdieron color. Circe imaginó que en su corazón, por un momento detenido, todo el calor del amor y el deseo había sido apagado por la súbita escarcha del miedo. Sonrió ante ello, pues podía aprovecharlo para plantearle la solución.
—No temas muchacho, mi arte es eficaz en ambos mundos y si se tercia, conozco como lidiar con los revinientes.
—¿Qué podemos hacer, poderosa Circe? Te suplico que me la entregues viva y consciente de su nuevo ser.
—No debes dudar de mí, Políxeno, nunca he roto un trato. La recién llegada debe escuchar unas palabras, una fórmula que la hará despertar a la luz de la razón perdida.
—Dímelas.
—Los secretos familiares arcanos también tienen un precio.
—¡Maldita sea! Sí ya vas cubierta de oro.
—Y estoy siendo generosa, jovencito, porque en realidad sería impagable.
—No pienso gastar más contigo, ya te he pagado de sobra.
—El conjuro y los ingredientes sí, pero no las palabras mágicas.
—Todo junto y en cantidad suficiente lo pagué, y un extra que añadiste luego vieja codiciosa. Estamos en paz, dime esa fórmula.
—Págamela y hablaremos.
—Ya lo pagué.
—No seas testarudo, Políxeno, tú esposa se acerca y te aseguro que preferirás verla con todas sus facultades despiertas que como viene arrastrándose desde el sepulcro.
—Vieja bruja, profanadora de cementerios— el joven, tan enfadado como asustado, rodeó la mesa para sujetar a la mujer, que se había levantado de la silla, por los hombros y zarandearla— Dime las palabras.
—Suéltame, desgraciado, por las malas no vas a conseguir nada— Circe le agarró de las muñecas, clavándole las uñas. Llevado por el dolor y la ira, el joven lanzó a la delgada mujer lejos de sí con todas sus fuerzas, estrellándola al fondo contra la afilada arista del armario. Se acercó al ver que no se levantaba tras quedar arrodillada, apoyada contra el mueble con la cabeza caída sobre el pecho. Había un reguero de sangre desde el lugar del impacto hacia abajo. Se inclinó y sujetándola de la redecilla que le recogía el cabello le ladeó el rostro, contemplando con horror la sanguinolenta brecha vertical abriéndole la sien hasta el hueso, donde el licor rojo brotaba entre grumos blanquecinos para resbalar sobre la mejilla y el cuello, manchando también la oreja y el pendiente.
Políxeno palpó entre los pliegues de la túnica, pero no llevaba ningún papel encima. Ya no oía la cantinela de los grillos y el perfume del brasero inundaba el cuarto provocándole un pesado sopor. Se alzó preguntándose dónde estaría la llave de aquel armario. La fórmula tenía que estar por allí. No podía perder tiempo.
Un grito inhumano rasgó entonces el silencio haciéndole mirar hacia la puerta con los ojos desorbitados. Había sido el fiel Eumenes y no pudo apenas concebir lo que debía haber arrancado semejante grito de pavor de la garganta de un hombre que había sido gladiador antes de verse liberto y ponerse al servicio de él y su padre. Un hombre sin miedo porque se había enfrentado muchas veces a la muerte.
Con la respiración agitada por el temor y la premura, escudriñó la habitación con la mirada a un lado y a otro, mientras percibía ahora el traqueteo de las ruedas y los cascos del caballo al incorporarse el vehículo desbocado sobre las losas de la carretera. Pronto se alejó el sonido para dejarlo de nuevo a solas con la noche y los muertos.
Desesperado, comprobó que la otra puerta a la izquierda estaba cerrada. Entonces reparó en el muñeco de cera sobre la mesa y vio que asomaba por debajo de él un trocito de pergamino. Con inmenso alivio se acercó a cogerlo. Pero al instante regresó el terror al comprobar que no entendía aquellos signos, garabatos a los que no podía asignar ningún sonido articulado. Un portazo le hizo estremecer.
—¡Mi señora, mi señora!— graznaba una voz cascada acercándose. Era la vieja sirvienta de la bruja corriendo por el pasillo. Pudo imaginar el cuerpo arrugado chocando con brutalidad contra la puerta de la estancia al sentir el terrible golpe.
Políxeno ya temblaba como una vara al notar aquella respiración enfermiza, dificultosa, tras la madera mientras sus ojos se aplicaban en taladrar los símbolos del pergamino intentando encontrar en ellos un sentido.
A pesar del aroma procedente del brasero una pútrida pestilencia invadió el cuarto desde detrás de la puerta y dos manos huesudas empezaron a rascar en ella con avidez. Políxeno se rindió a las náuseas y el mareo mientras rompía la salvífica nota anegado por la frustración. Su grito de inmenso pavor resonó por toda la casa al ver saltar los goznes de la hoja de madera, reventada por una fuerza descomunal que procedía de una figura pequeña y desgreñada, lívida en la oscuridad, de pie sobre el cadáver descoyuntado de la anciana.
Como la compañera tiene un problema con el copi-paste, lo cuelgo con mi cuenta para que s epueda empezar a valorar.
En cuanto Patapalo regreso, lo pondrá a nombre d esu autora y tooodos contentos ^^