Diego Novoa había tenido otra pesadilla. Desde la noche del viernes se levantaba en mitad de la oscuridad sobre la húmeda silueta de su cuerpo, asustado, sin recordar nada de lo que había soñado. El insomnio lo había acompañado desde el accidente de coche que había tenido en el camino comarcal, volviendo de casa de sus padres. Era ridículo pensar que podía tener algún tipo de hemorragia interna, apenas había recibido un golpe en la cabeza y no había sentido molestias al respecto en todo el fin de semana; excepto por las pesadillas. Tomó otra aspirina del cajón y fue al lavabo a beber un sorbo de agua.
Recorrió con los dedos la pequeña cicatriz de su frente mirándose en el espejo, la luz de la lámpara resaltaba las ojeras que le oscurecían el rostro. Se pasaría por el médico esa misma tarde sin falta pero no diría nada del accidente en el colegio, no quería tener problemas con la directora, y menos ahora que faltaba poco para las vacaciones.
Tenía los pies hinchados, aflojó los cordones de los zapatos y se pesó en la báscula: ochenta kilos. Sonrió. No había engordado, incluso había perdido algo de peso. Terminó de vestirse y llamó a la clínica para pedir cita, recordó que su coche estaría aún en el taller, así que pidió que le dieran número para la última hora de la tarde.
Mientras bajaba en el ascensor miró su reflejo demacrado por el cansancio. El fluorescente tembló con un eco eléctrico. En ese parpadeo Diego creyó ver por un segundo tres siluetas en el espejo. La imagen volvió a esfumarse. Había tenido la misma impresión el día anterior al salir de la ducha, tres figuras encorvadas, borrosas. Sabía que era un fragmento de la pesadilla, una imagen que se escurría hasta encarnarse en lo más profundo del inconsciente. El ascensor llegó a la planta baja.
Era lunes y amenazaba lluvia, los repartidores recorrían la ciudad aún en la penumbra del amanecer. Las nubes arañaban el horizonte dejando huellas torcidas y oleosas sobre los edificios. Desayunaría después de recoger a los niños, hoy le tocaba hacer el recorrido hasta la casa de los Barral, en As Quintáns, y quería cambiar las gomas de los limpiaparabrisas antes de que le cogiera la tormenta. Los lunes la señora Barral no podía llevar a su hijo a la escuela y Diego recorría casi el doble de su trayecto diario para recogerlo. Llamó a un taxi.
El primer taxista que se acercó era extranjero, lo miró con desconfianza y, sin detenerse, aceleró dejando a Diego con la mano extendida sobre el borde de la acera. El segundo taxista era un hombre mayor, este sí se detuvo sin ni siquiera dar los buenos días.
En el interior del taxi, sobre el cristal protector que separaba la cabina de los pasajeros, Diego vio de nuevo el espejismo. Eran tres mujeres, de eso no cabía duda. Tres ancianas encorvadas que lo miraban con ojos lechosos, como cefalópodos ciegos bajo un turbio océano de sombras. Las tres mujeres se sacudían apoyadas una contra otra desafiando la anquilosada forma de sus cuerpos. Una lengua de hielo enfrió sus articulaciones desde la nuca. Necesitaba un café. Se arrebujó bajo el abrigo, mirando sus zapatos abultados, y cerró los ojos hasta llegar a la escuela.
Diego Novoa se ocupaba de recoger a los alumnos del Colegio Público Nuestra Señora de Gracia, llevaba diez años haciendo ese trabajo y tras sus espaldas habían viajado varias generaciones de niños de las aldeas más alejadas. El recorrido, entre los valles de la comarca meridional del Salnés, era una lucha perpetua contra el fuerte viento de la costa Atlántica y los caminos comarcales que atravesaban la umbrosa región. Normalmente le acompañaba un tutor o un profesor asignado por la directora, pero las bajas por gripe hacían difícil cubrir la plantilla en los meses de invierno. Llevaba un par de semanas haciendo el trayecto solo, bajo la autorización de los padres que se veían imposibilitados de llevar a sus hijos de otra manera.
El accidente que había tenido el viernes por la noche podía crear mella en la confianza depositada en el chófer, incluso darse de baja por el insomnio era un riesgo que no podía correr. Diego vivía solo en la ciudad, agradecido de la oportunidad de tener un trabajo alejado de la dura vida en la costa. Su padre, el señor Novoa, era demasiado mayor para dedicarse a otra cosa que no fuese el cuidado del pequeño huerto de atrás de la casa, en Ponte Arnelas. Su madre, por otro lado, era la que sacaba las castañas del fuego haciendo arreglos de costura para una tienda del centro. No podía perder el trabajo.
El pequeño autobús, aparcado dentro del garaje colindante al pabellón de gimnasia, estaba preparado para partir. El conductor repasó como cada mañana el recorrido de las paradas mientras, en la desierta sala de profesores, daba los últimos sorbos de café. Los pasillos de la escuela se encontraban silenciosos, vacíos del alboroto que en pocas horas sacudirían las aulas. Siempre había notado que en lugares donde la presencia de vida era constante, la ausencia de ella causaba la desagradable sensación de ser observado.
Tras hacer sus necesidades en el servicio del alumnado, Diego abrió el grifo del lavabo. El agua, a pesar de ser invierno, parecía templada en comparación con el insólito frío que se apoderaba de su cuerpo. Salpicó su rostro y se humedeció la nuca intentando ahuyentar ese halo de mal agüero que lo oprimía desde la última noche. La tormenta comenzaba a arreciar, no convenía ir con prisas. Cerró el grifo, el ruido de la cisterna al fondo del habitáculo enmudeció tras un susurro intermitente. Silencio. La luz pestañeó.
De nuevo se le apareció, en el espejo vio nítidamente a las tres mujeres de figura grotesca. Parecían irreales, como una película tras la pantalla, pero esta vez duró más tiempo. Se quedó magnetizado viendo como una de las viejas se acercaba hacia él sin traspasar el espejo. Sus ojos blanquecinos lo acechaban, ciegos, como lombrices bulbosas y serpentinas en el interior de una calavera. Las otras dos mujeres seguían observándolo desde fondo, al otro lado de una cortina de brumas. La más cercana aproximó sus labios hasta el límite del cristal que la apartaba y susurró una telaraña de palabras, atrapándolo como una mosca:
«Ojabhar Tutzha»
El mensaje, en un idioma desconocido para él, latió con un doloroso eco ascendente que le restalló en los tímpanos y le empujó a caer de rodillas, con las palmas de las manos taponándose los oídos. Algo dentro de él se desbordó. Un glacial recorrió sus venas. Rechinar de dientes.
Estaba aterrado, sin embargo sabía que las sombras del azogue eran irreales, retazos oníricos ocasionados por la falta de sueño o los primeros síntomas de la gripe. Una febril reminiscencia, pero el dolor era real.
Poco a poco, tumbado sobre el suelo, disminuyó el ensordecedor ruido. El confortable silencio lo arropó despertando de nuevo sus sentidos. Olía a desinfectante, las gotas de lluvia golpeaban la pequeña ventana de cristal esmerilado que daba al patio de recreo; todo volvía a la normalidad. Diego se levantó sin atreverse a mirar de nuevo al espejo. Se sentía abatido, quebrado, húmedo. Una mancha caliente y oscura le recorría la bragueta del pantalón resbalándole hasta la rodilla.
***
El fuerte viento de la costa sacudía el minibús cargado de niños. Solo faltaba llegar a As Quintáns, recoger al pequeño de los Barral e ir de vuelta al colegio antes de la hora de clase.
A pesar del contratiempo sufrido en los servicios, Diego Novoa no había fallado con el horario previsto. Ahora estaba convencido: seguramente las alucinaciones eran producto de una mala digestión o un ataque repentino de fiebre. En esos momentos el virus de la gripe debía de estar incubándose dentro de su cuerpo. Ese mes había sido implacable, los profesores y algunos alumnos se habían contagiado de igual manera. No era de extrañar que él, aun creyéndose ajeno al rudo clima de la costa, tuviera algunos síntomas de enfriamiento.
Tras una hora al volante se sentía mejor, aunque un poco avergonzado. En cuanto llegara al colegio hablaría con la directora y le pediría permiso para descansar un poco antes de llevar a los niños de vuelta a casa. Un par de horas en la cama, un buen desayuno y una aspirina era lo único que necesitaba para recuperarse.
El hogar de los Barral estaba a las afueras del pueblo. Una hermosa y vieja casa de piedra con un silo de doce pilares, rodeada de eucaliptos gigantes. El niño no se hizo esperar. La tormenta rugió arqueando los enormes árboles mientras el vehículo escolar ponía rumbo hacia la escuela, a través del bosque.
La tempestad cubrió con un manto velado y difuso la visibilidad de la carretera comarcal. Los embates del viento dibujaban pequeñas serpientes acuáticas bajo las ruedas del vehículo, sumergiéndose en la estela dejada a su camino. Un relámpago iluminó el bosque de robles y abedules, abriendo paso entre la umbría que se batía a ambos lados del trayecto. Diego aminoró un poco la velocidad. La foresta crecida por las lluvias y la oscuridad que cobijaba las nubes volvían el paisaje diferente, casi irreconocible para Diego a pesar de llevar tantos años recorriéndolo.
Mientras circulaba recordó lo que una vez le había dicho su padre: «Diguiño, el bosque está vivo. Todo es parte de un único ser, como las venas y los miembros de un cuerpo humano. Incluso nosotros, cuando estamos dentro de él, somos parte de ese organismo y a veces su propia enfermedad».
Diego sonrió, cuanta sabiduría recorría esas tierras. Leyendas y cuentos infantiles contenían más conocimiento que las materias dadas al otro lado de los pupitres. Él conocía muchas de esas historias y las compartía con sus jóvenes pasajeros en los primeros días de curso. Sin embargo había otras que eran demasiado escabrosas para los jóvenes. Demasiado terroríficas incluso para Diego.
La siguiente curva lo llevó a un túnel formado por ramas entrecruzadas en la cúpula, encendió la luz larga y las sombras se ensortijaron entre los troncos de la linde. Aquel trozo de vereda le era totalmente desconocido. Siguió adelante buscando alguna señal que le indicara su posición, pero tras varios kilómetros no encontró ningún indicio de recorrer el camino de vuelta a la escuela. Era imposible que se hubiera perdido en un desvío, llevaba tanto tiempo recorriendo el Salnés que lo hacía de forma automática. No podía perderse.
El asfalto de la calzada se transformó en tierra bajo las ruedas del minibús. Diego circulaba ahora por una vía cubierta de charcos y hondonadas que lo internaban más y más en el bosque. Nunca había pasado por allí. Giró el volante con suavidad y se detuvo en el arcén vedado de árboles. Los niños permanecían tranquilos, ajenos a la situación.
El conductor sacó su teléfono móvil e intentó conectar la señal del satélite de su GPS… Nada, ni siquiera tenía cobertura para llamar al colegio anunciando un posible retraso, no era de extrañar. Tendría que volver hasta As Quintáns y partir desde allí.
Maniobró hasta dar media vuelta. Algunos niños, todos demasiado jóvenes para sacar conclusiones, habían abandonado sus asientos y miraban con curiosidad hacia el exterior. Atento al retrovisor, Diego llamó la atención de aquellos que se habían levantado. Lo hizo sin elevar mucho la voz para no preocuparlos, pero a mitad del discurso la garganta se le quebró sin aliento. Una sombra encorvada se había deslizado entre los asientos del fondo, amenazadora. Algo se había agazapado más allá de la visión del espejo, una figura demasiado grande para ser la de un alumno. Detuvo de nuevo el vehículo.
Tras quitarse el cinturón de seguridad, el chófer recorrió el pasillo entre la fila de pasajeros, un tufo desagradable a animal muerto se le hizo presente a cada paso. Los niños, ahora cayados y sentados cada uno en su sitio, lo miraban esperando una reprimenda. Él siguió intentando mantener la calma.
Detrás de la última hilera había dos niñas, permanecían tranquilas con un cuaderno entre las manos y lápices de colores amontonados en el regazo. Allí no había nada más. Había sido otra alucinación o tal vez una rama había proyectado su sombra entre los cristales de las ventanas. Tenía que controlarse, todo aquello se le estaba yendo de las manos.
Antes de dar marcha atrás, algo en el interior del cuaderno llamó su atención: tres manchas negras dentro de un marco sobre el papel, y bajo las siluetas había una frase escrita en color rojo:
«OJABAR TUTZAH»
Diego Novoa cogió la libreta y miró de cerca las sangrantes palabras escritas con letras infantiles. El mensaje estaba allí, no era ningún espejismo. Las niñas sonrieron y una de ellas, con un gesto tan natural como espeluznante, se acercó el dedo índice a los labios. «Shhh…».
Diego se sintió caer en una montaña rusa, el vértigo le desprendió de las manos el cuaderno, que golpeó el suelo, y dio unos pasos hacia atrás, aturdido. Luego recorrió el pasillo a toda prisa y puso en marcha el motor. Tenía que encontrar el camino de vuelta.
***
La galería tejida por el bosque no tenía fin. Aunque había retornado sobre sus pasos, la carretera de tierra lo encerraba de nuevo en la tupida vegetación de la arboleda, cada vez más profunda y tenebrosa. Dio otra vuelta, y otra vuelta más, pero la ruta nunca era la misma. «El bosque está vivo —un escalofrío le trajo de nuevo las palabras de su padre—. Somos parte de él».
Los niños se hallaban en silencio, al cabo de una hora de viaje habían caído dormidos con las cabezas ladeadas o apoyadas sobre las mochilas. Todo era extraño. Intentó de nuevo buscar señal con el teléfono, sin detenerse. Las bandas de cobertura telefónica permanecían invisibles sobre la pantalla. La lluvia caía sin dar tregua iluminada por los faros.
De repente vio algo diferente en el paisaje, una luz tras la empalizada de abedules que se levantaba a su derecha; parecía una cabaña.
Detuvo el vehículo en el centro de la calzada, cortando el paso y con las luces de emergencia lanzando ráfagas intermitentes. Tras echar un último vistazo a los niños dormidos, el chófer bajó y cerró de nuevo la puerta con llave. A toda prisa atravesó el fangal bajo la tormenta.
La choza, junto a un pozo, estaba construida por piedras amontonadas en sus cimientos y troncos apilados formaban sus paredes. Era antigua. El tejado, un chamizo de agujas de pino y paja seca, dejó escapar una bandada de cuervos asustados por la llegada del intruso.
Diego se acercó a la puerta sin resuello. Llamó. Localizó a sus espaldas los faros encendidos del minibús, a un tiro de piedra. No quería perder de vista a los niños en ningún momento, era su trabajo. Si les ocurriera algo, Diego sería el único responsable.
La puerta se abrió con un quejido herrumbroso y el conductor volvió la vista al umbral. La figura que tenía delante le hizo perder por completo la razón. El olor a podredumbre salía a oleadas del interior de la cabaña, el bullir de un líquido espeso sobre el hogar ralentizó el tiempo atrapándolo en arenas movedizas.
—Has hecho bien tu trabajo —dijo la anciana mostrando sus dientes torcidos y angulosos—. Ahora podrás descansar, pasa y caliéntate. Pronto estará la comida preparada.
Diego alzó los brazos intentando protegerse de tal abominación. Delante de él, salida de su propia pesadilla, se hallaba una de las mujeres que había visto en las alucinaciones. Arrugada, marchita, cimbrada y de mirada nublada e impía. Con su torcida mano tanteaba el aire, ciega, pero su afilada nariz apuntaba hacia Diego con cada temblor que daba su cuerpo. No podía estar ocurriendo, nada encajaba en la cabeza del conductor.
—¡No! —gritó Diego esperando despertar sobre su cama.
Una serie de contradicciones le asolaron la mente: tenía que volver con los niños, el recuerdo del accidente en medio del bosque, el frío, el miedo, la pesadilla, los pobres niños, los gritos que venían desde el autobús, los gritos, los gritos de terror de los niños…
Diego aulló impotente, paralizado por la locura, se derrumbó sobre el suelo mientras las frías gotas de lluvia lo hundían en el fango.
—No te preocupes —dijo la anciana con tono amable—. Mis hermanas se harán cargo de los polluelos, en el pozo hay sitio para todos. Ven y caliéntate, —Diego se tapó los oídos, pero las palabras de la vieja seguían sonando tras el espejo— ya has hecho tu trabajo…
No, no, no, seguía repitiéndose.
Buscó bajo la lluvia algo que lo sacara de aquel mal sueño, algo que le confirmara que todo era una alucinación, que no estaba ocurriendo. Al otro lado de la cabaña, entre unos matojos, vislumbró un destello metálico, algo familiar. Oculto bajo los árboles estaba su coche: la rueda delantera estaba en una posición extraña, torcida. El capó, destrozado, formaba una uve cuyo ángulo apuntaba hacia el interior de la cabina. Los cristales dibujaban una tela de araña cubierta de sangre.
La vieja abandonó su refugio y anduvo hasta él con tranquilidad. La tormenta deshilachaba su blanca melena sobre los hombros.
—Dentro de unos días tu cuerpo se descompondrá si no tenemos cuidado—susurró sin mover los labios. Los gritos de los niños apenas se escuchaban ya, abatidos por el viento—. Los muertos no tienen conciencia y nosotras tenemos que alimentarnos. Levántate, yo me ocuparé de ti.
El cuerpo inerte de Diego Novoa se estremeció al sentir las garras de la bruja, raíces secas y deformes que lo rodearon con ternura. Los árboles también se estremecieron bajo la tormenta, como si todo fuera parte de un mismo organismo. Un ser oscuro y retorcido cuyo corazón palpitaba en lo más profundo del bosque.
FIN
Relato admitido a concurso.