—Y para mi próximo número, necesitaré un voluntario.
El público ovacionó al famoso mago, que sonreía descaradamente mientras un mar de aplausos rompía la calidez de aquella sala. El mago saludó con la mano, expectante, pero el público estaba demasiado excitado cómo para poder continuar con su función. Y aún nadie se había ofrecido de voluntario. Dolido con lo que consideró un atentado contra su profesionalidad, el mago se llevó un dedo a sus labios, emitiendo un siseo apenas imperceptible por su audiencia. Justo cuando el mago quitó el dedo de sus labios, los espectadores más cercanos ya se habían calmado. El mago sonrió, triunfante, y se quitó su chistera pasada de moda. Una a una, como bajo los efectos de una ola, las mesas llenas de acomodados espectadores habían vuelto a la cama, sin emitir ningún sonido.
—Gracias, gracias. Pero aún necesito a un voluntario. ¡No me obliguéis a usar la magia para que aparezca uno!
Una risa floja y corta invadió la luminosa y recargada sala, pero pronto quedó el silencio. Y una figura masculina levantada bastante alejada del escenario.
—Ven, por favor. No seas tímido.
El hombre, de rasgos asiáticos y baja estatura, se acercó hacia el mago, animado por su familia y amigos. El mago le recibió con calidez y distinción, y se puso a su lado.
—Eres muy valiente. No toda la gente sirve para esto. Espero que tú puedas valerme.
El hombrecillo, algo nervioso, le contó en un imperfecto castellano su historia. Era un acaudalado hombre de negocios de Singapur, y estaba allí de vacaciones con su esposa y sus hijos. Era la primera vez que salían de su país, y el primer viaje en familia en mucho tiempo. El resto de espectadores se enternecían al oír la historia, porque todos habían sufrido en sus familias la presión de los negocios. Aunque el mago ignoraba a todos, porque estaba rebuscando algo en el bolsillo de su americana negra. Cuando por fin lo encontró, le pasó su brazo libre sobre los hombros del hombre de negocios asiático, agarrándole con fuerza.
—¡Tachán! —exclamó mientras mostraba una pequeña bola cristalina y transparente.
El hombre, sorprendido y curioso, comenzó a reír y a aplaudir mientras una pequeña luz dorada surgía del centro de la bola y provocaba extrañas formas relampagueantes. Algo excitado, buscó con la mirada de sus pequeños y rasgados ojos marrones a su querida familia, pero los afilados dedos del mago se clavaron sobre su hombro.
—No te preocupes —le susurró el mago.
El hombre sonrió, con amabilidad pero sin entender nada. El mago le devolvió la sonrisa, aunque lejos de tranquilizarle, el hombre de negocios sintió un pequeño escalofrío. En un repentino movimiento, el mago introdujo la pequeña bola de cristal en la boca del hombre, que se deslizó con rapidez hacia su garganta, atascándola. La audiencia reía, volvía a estar animada ante los cómicos aspavientos del hombre asiático, que se ahogaba y se llevó las manos al cuello. El mago retiró su mano del hombro, y se alejó un par de pasos.
—¡Tará! —el mago señaló con majestuosidad al hombre, que caía arrodillado en el escenario. —¡Este gran y humilde mago lo ha conseguido! ¡Ha logrado dominar la magia más difícil!
La audiencia dejó de reír, y la sala volvió a quedar en silencio. El hombre, aún arrodillado en el suelo, estiró sus brazos y alzó su cara hacia el techo de la sala. Una brillante luz salió de sus ojos y boca, y los gritos y caras de asombro comenzaron a multiplicarse en cada una de las mesas de los asistentes, que parecían maravillados por la luz que salía del hombre asiático. Imperceptible para la mayoría, a un gesto del mago los trabajadores del local cerraron con rapidez cada una de las salidas posibles que poseía la sala.
—El espectáculo no ha hecho más que empezar —les informó el mago. —Por favor, recuerden no levantarse de sus asientos.
Hubo algunas risas nerviosas entre el público, que todavía pensaba en el buen hacer del mago. Éste se giró hacia el voluntario, y alzó a la vez sus manos.
—¡Levantate! —le ordenó. —Y acércate, hijo mío.
Y el pobre voluntario se levantó, toscamente. Y comenzó a caminar hacia el mago, con movimientos lentos y poco apresurados. La cara del mago mostró una emoción retenida, una mezcla entre orgullo y satisfacción. El hombre asiático se abrazó al mago, que le recibió con un abrazo sincero, lleno de calor y amor.
—Un aplauso, ¿no? — exigió el mago. —No en todas las actuaciones he logrado traer a mi hijo de vuelta.
Pero nadie aplaudió, porque todo el mundo contemplaba el demacrado rostro del hombre asiático, cuyos ojos se habían evaporado por el efecto de la luz, y ahora solo quedaban dos rastros negros aún algo humeantes. El mago carraspeó, buscando la aprobación del público. Aunque en lugar de oír las exclamaciones a las que estaba acostumbrado, empezó a escuchar gritos de histeria y de asco.
Algunas de las personas se levantaron repugnadas, acercándose a las puertas de salida de la sala. Pero éstas no se abrían, y empezaron a forcejear. El mago, frustrado por la poca amabilidad de su audiencia, bramó.
—No saben apreciar lo que les ofrezco. No son dignos. Son solo una pandilla de ricachones egoístas. ¡Incultos!
Más y más gente comenzaba a arremolinarse en las puertas. Con otro gesto del mago, los trabajadores de la sala desenfundaron varias armas y dispararon al techo, consiguiendo que el público que había asistido a un caro entretenimiento se tirara al suelo fruto del miedo, excepto la familia del pobre voluntario, que se acercaba unida hacia el escenario. Fue la madre, que abrazaba a sus dos hijos como intentando protegerles, la primera que habló, dirigiéndose a su querido esposo en malayo.
—¿Pero qué dices? —le preguntó ofendido en un perfecto castellano.
La mujer seguía hablándole en malayo, sin entender porqué su marido la ignoraba o usaba una desconocida lengua para comunicarse con ella.
—Padre, ¿qué le pasa a esta señora? —el voluntario se dirigió hacia el mago.
—No lo sé, no sé que dice. Soy mago, no traductor —le respondió el padre. —Deberías robarles su dinero y sus joyas, y al resto del público también. Después de esta noche, por fin podremos retirarnos a vivir esa vida que tantas veces quisimos vivir.
—De acuerdo, padre.
El mago le dio una bolsa marrón, que recogió dócilmente. El hombre bajó con ella el escenario, deteniéndose delante de la que había sido su familia. Arrancó del cuello de la mujer un costoso collar de diamantes. La mujer seguía hablándole en ese incomprensible idioma, sin defenderse cuando le quitó el reloj de oro que llevaba. Dio la espalda a esa asustada madre con sus hijos que sollozaban, notando como poco a poco sus ojos iban aclarándose, viendo cada vez de forma más definida, sintiéndose cada vez más cómodo caminando.
Cuando acabo de robar a las últimas personas que seguían tiradas en el suelo, volvió a acercarse a su padre con el gran botín recogido, mostrándole un saco repleto de pequeñas fortunas. El mago sonrió, con mucho afecto. Y le miró a los ojos, que habían cambiado completamente hasta llegar a parecerse a los azules ojos de su hijo.
—Tengo el coche aparcado fuera —le informó. —Pero esta vez conduciré yo. No quiero que vuelvas a tener un accidente, ni tener que traerte otra vez del mundo de los muertos.
En cuanto a lo formal, y si al autor le parecen temas de su interés, algún dedazo por ahí como el de "cama" en lugar de "calma"; el uso desaforado en ciertos momentos de la "y" como elemento de enlace, el tic del relato por excelencia, que llega a ser incómodo; los gerundios y adverbios terminados en "-mente", que a ojos de este lector suelen impedir que la mano escriba con más pericia, en este caso añaden artificialidad al tono general por la forma en que están usados.
En cuanto al estilo, no fluye con facilidad y, en ocasiones las decisiones sintácticas, que aunque se entiendan son raras, contribuyen a la poca naturalidad de la narración.
En cuanto al fondo, hay posesión. De un tipo particular que recuerda a otras temáticas, pero está.
Mi calificación es 2,5 estrellas.
Ceterum censeo Carthaginem esse delendam... ;oP