—Señor Marçal, ha vuelto a suceder.
—Está bien, André. Cierre la sala y no permita entrar a nadie. Enseguida iré.
—Sí, señor.
Maurice Marçal retomó la carta. Endureció el tono, prescindió de formalismos y se lanzó hacia un genuino ataque. Sin más súplicas, directo a los corazones de piedra del comité, pisoteó la arrogancia que destilaban sus respuestas; y sin rodeos, con frases certeras y mordaces, planeando otras hirientes por si fueran necesarias, cargó la pluma con reproches y amenazó.
Y sobre el papel ya se apreciaba el cambio de estrategia: letra más nerviosa y vibrante, trazo firme, surcos profundos hasta casi rasgar la hoja. Envalentonado, exaltado también, llegó a las últimas líneas con la pluma mellada y la tinta encharcando la hoja. Remató violentamente con una rúbrica engrandecida, angulosa y cortante; dos grandes emes atravesando una firma ilegible.
Dejó la pluma en el tintero. Tomó la carta y la leyó. Demasiado colérica, pensó; Russó nunca la aprobaría. Tuvo la tentación de romperla, de escribir otra más comedida; de olvidarlo todo. La dejó sobre la mesa, entre otros documentos. La revisaré más tarde, se dijo, más sereno. Antes se ocuparía de André y el problema en la sala de la momia.
Salió del despacho hacia el pasillo y el ala de antigüedades egipcias donde le aguardaba André. Al verle llegar, el vigilante giró la llave, abrió la puerta y dejó que Maurice entrara primero. Cuando pasó a su lado las chaquetas se engancharon. El vigilante tiró de la suya y dos botones de Maurice cayeron al suelo como canicas. Se agachó a recogerlos, y junto a los botones encontró al culpable del desgarro: un medallón con la imagen de un candelabro de siete brazos.
—¿Esto es suyo, André?
—Sí, señor.
—¿Qué es?
—Un amuleto para los malos espíritus.
—Sus tonterías han arruinado mi chaqueta —dijo Maurice, malhumorado—. ¿No le valía un crucifijo como a todo el mundo?
—A mí sí, señor Marçal, pero a él —y señaló el sarcófago con la momia dentro—. Su pueblo es anterior a la Cruz y no la conoce; pero sí reconoce al pueblo de Moisés, y le teme. El amuleto es hebreo, me lo presta Dreyfuss cuando tengo que entrar en la sala egipcia. No ofendo a la Iglesia, señor —se defendió André—. Todo está en el Antiguo Testamento, que también es palabra de Dios.
—Guárdese eso y no lo saque más. Bastantes problemas tengo para aguantar supersticiones.
—Perdón, señor —avergonzado se quitó la medalla y la guardó en el bolsillo. Luego señaló un bulto en el suelo—. Ahí lo tiene, en el mismo lugar que el de ayer.
A los pies del pedestal de Anubis, entre la vitrina de las piezas cerámicas y la de los papiros, había un ratón muerto. Como al anterior le habían arrancado la cabeza. La tenía separada unos centímetros del cuerpo, cerca de la estatuilla del dios chacal, sin más herida que esa. Sin mordiscos ni arañazos. Muerto por el simple placer de matar.
—Cerré con llave, como usted ordenó —se justificó André—; y ha vuelto a suceder. Cosa de...
El vigilante calló, se echó la mano al cuello y notó que le faltaba algo. Miró a la momia de reojo.
Maurice golpeó con el bastón la base de la vitrina devolviéndole un eco grave. Se agachó y repasó el zócalo con la mano.
—Está hueco. Hay un nido en la sala, eso es todo. Tenemos una plaga de ratones —dijo—. Recoja el animal y tírelo. Límpielo todo. Después abra la sala y quédese vigilando. Y esté atento, si aparece otro ratón eche a todo el mundo sin alarmarles y cierre la sala.
Maurice se limpió la mano en un pañuelo y salió al pasillo.
—Una cosa más, André; consiga un gato. Enciérrelo esta noche en la sala. Así acabaremos con los ratones.
Sebastián Russó siempre aparecía sin avisar y habitualmente además de manera inoportuna, por eso Maurice no se sorprendió al verle en su despacho, sentado en su silla con un habano en la mano y esparciendo la ceniza en el escritorio con indiferencia.
Maurice se detuvo bajo el umbral de la puerta, tras un momento de duda, se dirigió a la mesa y se apoyó en la silla libre, sin llegar a sentarse. Dejó la chaqueta sobre el escritorio, cubriendo los documentos y la carta al comité.
—Enhorabuena, Maurice —dijo Russó—. El comité le dará mil francos más.
—Es una cantidad modesta, no podremos competir en las subastas .
—No es para subastas sino para arreglar el museo —señaló Russó—. ¿Sigue teniendo la momia del faraón desprotegida? Compre una vitrina y así los niños dejarán de tocarla.
—Los niños no entran en la sala egipcia —dijo Maurice—, les da miedo. Además es un sacerdote, no un faraón. Una momia menor, y no muy bien conservada. Con más dinero tendríamos una mejor.
Russó se levantó de la silla para dejársela a su verdadero dueño. Caminó hacia la ventana y echó un vistazo a la calle, exhaló el humo hacia el exterior. Luego se volvió hacia Maurice.
—Agradezca lo que le den. Ayer mismo mendigaba dinero y hoy ya lo tiene. Hace solo unos días hasta yo me oponía a dárselo.
—Y logré convencerlo.
—No lo hizo. Desperté con el impulso de ayudarle, y eso hago. Yo también me beneficio, recuerde que voy a comisión. Si quiere más dinero deberá colaborar conmigo para conseguirlo.
—No está entre mis funciones —protestó Maurice—; tampoco entre mis virtudes.
—Es sencillo, vaya a misa de vez en cuando. Y no, no me mire con esos ojos, sé cuáles son sus creencias; pero a la iglesia no se va solo por motivos religiosos. Allí he conseguido las donaciones más importantes. Es donde abundan los mecenas. Simplemente hay que esperar a la salida y convencerlos. Usted es joven, Maurice. Un hombre apuesto es lo que más predispone a las solteronas y viudas. Ocúpese de ellas y déjeme a mí las rencillas familiares, que es mi especialidad.
—No parece un comportamiento muy católico.
—En la iglesia hay un confesionario si tiene tantos escrúpulos. No los ha tenido para pedir dinero a la Sociedad ni mostró curiosidad por saber de dónde lo sacábamos para venir ahora con tantos remilgos —Russó avanzó hacia la puerta—. Mil francos es lo que he conseguido en un día. No desespere. Meta a la momia en una vitrina; en confidencia, es horriblemente fea, mejor mantenerla encerrada. Y más adelante, ya veremos.
—Muchas gracias, señor Russó. Adiós, señor Russó.
Esperó a que cerrara la puerta y a solas sacudió la ceniza de encima del escritorio. Mil francos eran una cantidad insuficiente. Buscó la carta y releyó las primeras líneas. Arrugó la frente, luego la carta y la tiró a la basura. Tomó otra hoja y la posó sobre el escritorio con exquisita dulzura, la misma que iba a necesitar para dirigirse al comité y agradecerle la limosna.
Por la mañana, Maurice encontró en su escritorio una nota firmada por Russó con un escueto: “Le Lyonnais, página 12”. Abrió el diario por el lugar indicado. Inmediatamente encontró la información a la que se refería Russó, y era una noticia excelente.
La viuda de Rochelle había donado cien mil francos a la Sociedad Francesa de Egiptología. Lo esperanzador de la noticia no era la cantidad, aunque importante no era astronómica, sino la cláusula introducida por la viuda donde expresaba su deseo de favorecer a la región del Ródano, la suya.
Siempre había sido París quien, con su posición preeminente, había acaparado el grueso de las donaciones y apenas había dejado unas migajas a los museos provinciales. Toulouse, Lille y Lyon se veían obligados a competir por piezas poco importantes y mobiliario antiguo desechado por la capital. Ahora, al menos, Lyon se adelantaría al resto de provincias e incluso podría disputar con la mismísima París las piezas de la próxima tumba subastada. O financiar su propia expedición, un sueño inalcanzable para Maurice hasta el momento.
Lamentablemente el trabajo aún no estaba hecho; la viuda de Rochelle, más allá de su intención, no había dado órdenes concretas y todo quedaba al criterio del comité de la Sociedad. Habría que negociar, y ahí debía confiar en las dotes de Russó.
Ensimismado, Maurice no oyó los golpes en la puerta ni la vio abrirse, solo reparó en André cuando la figura del hombre ensombreció el escritorio. El vigilante se plantó a su lado, estrujando nervioso la gorra con una mano mientras con la otra señalaba hacia la puerta.
—Señor Marçal... Señor, el gato...
—¿Qué le pasa al gato?
—Lo mismo que a los ratones. Está muerto.
En la misma posición que los roedores, ocupando más espacio por ser una bestia más grande, le habían separado la cabeza del cuerpo violentamente y la habían dejado a los pies de la estatuilla de Anubis, exactamente igual que a los ratones. Sin mordiscos, ni arañazos. Sin motivo. El mismo misterio.
—Es la maldición —dijo el vigilante—. La maldición de la momia.
—No siga, André, y déjeme pensar. Encontraré una respuesta. Ahora deshágase del gato y cierre la sala. Si alguien pregunta diga que estamos reformándola.
El vigilante asintió pero no acabó de entrar en la sala. Miraba al gato y a la momia y por todos los rincones sin moverse del umbral.
—Póngase el amuleto si así trabaja con más ánimo —cedió Maurice—, pero no olvide quitárselo al acabar. No quiero verle con él por el museo; y esta tarde, al finalizar su turno, pásese por mi despacho y hablaremos del asunto.
Maurice regresó al despacho solo para tomar la chaqueta y el bastón. Salió del museo hacia los jardines. Allí comenzó el paseo y pronto se vio en las calles, donde el bullicio de la vida le ayudaría a abrir la mente; y lo necesitaba porque no era lo mismo unos ratones que un gato muerto.
El paseo le condujo hasta la Universidad y acabó en el despacho de su antiguo mentor: el viejo profesor Roux. Pasó la tarde con él, hablando de tiempos pasados, pasiones comunes y, al final, le planteó el problema de los animales. Regresó al museo a última hora de la tarde con una posible solución.
Maurice adivinó que Russó estaba en su despacho al ver el rastro de ceniza. Lo encontró como esperaba, sentado en su silla, fumando y mirando distraído el escritorio sin reparar en nada concreto.
—¿Ha leído la noticia?
Maurice asintió.
—Es un asunto delicado —dijo Russó—. París ha enviado a un representante para convencer a la viuda. Partimos con ventaja, por supuesto, pero no podemos descuidarnos; no olvide que lo parisino hechiza a las mujeres. Deberá involucrarse usted también, Maurice. Hable con ella. Cuéntele lo maravilloso que sería tener una pieza de primer nivel en el museo. Pero modérese, no le aburra como hizo conmigo con su charla sobre la traducción del papiro.
—Entonces no conocía su desinterés por la arqueología —dijo Maurice sin esconder su enfado.
—No se ofenda. Estoy acostumbrado a charlas aburridas. Soy capaz de soportarlas, pero la viuda de Rochelle no. A ella historias bonitas, si quiere esos cien mil francos.
—Lo tendré en cuenta.
Russó se levantó de la silla y se dirigió a la puerta. Esta se abrió antes de que llegara a tocarla y apareció André que, sin pretenderlo, le bloqueó la salida.
—¿Qué sucede, André? —preguntó Russó—. Trae mala cara.
—Es el gato, señor Russó. Y los ratones.
—Nada importante —interrumpió Maurice—. Un problema que solucionaremos hoy mismo. Esta noche montaremos guardia en la sala egipcia.
El vigilante palideció al oírlo.
—¿Usted y yo?
—Sí —respondió Maurice—. ¿Tiene miedo?
—¡Oh! Sí, señor. No me avergüenza reconocerlo. Me aterra pensar que debo pasar la noche junto a la momia —pasó su mano por el cuello y tragó saliva—. No quiero acabar como los animales.
—¿No siente curiosidad por el misterio?
—La curiosidad mató al gato.
—Yo puedo quedarme con ustedes —se ofreció Russó—. A mayor compañía menor es el miedo.
Abrieron la sala egipcia y encendieron las luces. André trajo dos sillas más de las salas adyacentes y cada uno tomó la suya. El vigilante se quedó junto a la puerta, alejado de la momia. Maurice y Russó, uno junto al otro, en la pared opuesta, donde colgaban unos murales explicativos. Maurice dejó su bastón apoyado contra la pared y tomó un libro. Russó se echó una manta por encima.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Russó.
—Esperar a que el animal aparezca.
—¿Buscamos un animal? ¿De qué tipo?
—Una serpiente, en Egipto abundan. Mi teoría es que entró en el museo junto a alguna de las piezas, tal vez en forma de huevo. Eclosionó, hizo su nido y ahora el animal ha crecido.
—Confío en que no demasiado. No me habría ofrecido a acompañarles si hubiera sabido que era una serpiente —dijo Russó—. ¿Qué hará cuándo la encuentre?
—Para eso he traído el bastón.
—Me quedo más tranquilo.
Russó se levantó de la silla y paseó por la sala. Se detuvo frente a la vitrina de los papiros.
—Este fue el que tradujo, ¿verdad?
—Me sorprende que lo recuerde.
—No sea rencoroso, Maurice. Yo siempre presto atención y lo que contó, aunque aburrido, fue muy interesante. Recuerdo que dijo algo sobre un pasaje del Libro de los Muertos nunca antes traducido.
—Mal traducido, en realidad —matizó Maurice.
—Sí. Una plegaria, si la memoria no me falla. ¿Qué decía exactamente?
—A ti, Anubis, Señor de la Muerte....
—Te ofrecemos este sacrificio a través del durmiente. Ten compasión de tus siervos. Esparce en ellos tus dones —completó Russó—. Ve, fui un buen alumno.
—Es una oración pidiendo favores a cambio de un sacrificio.
Russó echó mano al bolsillo y no encontró lo que buscaba.
—He olvidado el tabaco en la chaqueta —dijo—. ¿Podría ir a buscármela, André? Estará en el despacho del señor Marçal.
—Sí, señor.
André salió agradecido de poder abandonar la sala aunque fuera solo unos minutos.
—A ti, Anubis, Señor de la Muerte. Te ofrecemos este sacrificio a través del durmiente. Ten compasión de tus siervos Esparce en ellos tus dones —repitió Russó—. En su pronunciación original tiene una musicalidad especial, y además la plegaria funciona. Mil por los ratones, cien mil por el gato. Siento curiosidad por conocer el valor de un sacrificio humano —y con voz alta y clara Russó recitó la letanía en su lengua arcaica.
Tras un crujido, los brazos de la momia comenzaron a despegarse del cuerpo. Russó se retiró hacia un lado, repitiendo la letanía, y señaló a Maurice. La momia dio un paso al frente, salió del sarcófago y avanzó hacia el conservador del museo.
Maurice quedó paralizado. No reaccionó hasta tenerlo delante. Entonces, presintiendo la maldad, dio un paso atrás y tropezó con el pedestal. La estatuilla de Anubis se balanceó sobre la base; sus ojos muertos revivieron en un rojo incandescente.
Quiso huir pero era tarde. Los dedos ennegrecidos de la momia le agarraron por el cuello. Arrastraron a la víctima a los pies de Anubis y le obligaron a arrodillarse. Sin soltarle, las manos aumentaron la presión. Maurice se ahogaba, la piel se amorató y cedía. Los dedos se incrustaron en la carne aumentando el dolor; las primeras gotas de sangre resbalaron por el cuello, la lengua colgando de la boca.
Intentó resistirse; golpeó el pecho de la momia sin conseguir soltarse. Russó avanzó hasta colocarse delante de Maurice, luego se volvió hacia Anubis y en posición orante repitió:
—Ten compasión de tus siervos. Esparce en ellos tus dones.
Maurice bajó los brazos y cerró los ojos. Se dejó llevar.
Al entrar y ver la escena, André tiró la chaqueta, sacó el amuleto y lo exhibió ante la momia por puro instinto, sin entender realmente lo que sucedía.
El monstruo aflojó los dedos, se irguió y retrocedió lentamente hacia el sarcófago conforme el vigilante avanzaba. Maurice, liberado, gateó hasta las vitrinas y se refugió tras ellas. Respiró hondo.
Russó enmudeció sin comprender; cuando lo hizo, corrió hacia el bastón, lo tomó y golpeó con él al vigilante. André gritó de dolor, perdió el amuleto y cayó al suelo. Le llovieron bastonazos hasta hacerle perder el sentido.
Russó retomó la letanía. La momia revivió. Avanzó hacia Anubis y tomó por el cuello a la primera vida con la que se cruzó. La dejó a los pies del Señor de la Muerte para luego comenzar a estrangularle. André retomó la consciencia al sentir que perdía la vida.
Maurice localizó el amuleto, gateó hacia él. Russó lo advirtió. Alzó el bastón y golpeó a Maurice en la espalda. El joven aguantó el castigo, la vista fija en el amuleto. Estiró la mano y lo agarró. Empujó a Russó hacia atrás. Se plantó ante la momia y le mostró el amuleto con más fe de la que había tenido nunca.
El monstruo soltó a André, Maurice tomó al vigilante por el brazo y lo arrastró fuera de la sala. Russó alzó la voz y retomó la plegaria señalando hacia los que huían. La momia avanzó y agarró a la única vida que encontró. Russó no pudo gritar, fijó su mirada en la puerta y oyó como le abandonaban encerrándole en la sala.
La momia le obligó a arrodillarse ante su dios. Envolvió el cuello con sus manos y presionó. Los dedos atravesaron la piel primero, luego la carne ya bañados en sangre, cada vez más hundidos en ella. Siguió apretando hasta cercenar el cuello; la cabeza cayó al suelo. La agarró por el cabello y la depositó a los pies de la estatuilla. Se postró antes Anubis y regresó al sarcófago.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.