Un sonido rasposo se escuchó al otro lado de la puerta; luego, unos golpes que sonaban extraños, como amortiguados. El hombre de la bata blanca levantó la mirada de los papeles que consultaba y se ajustó las gafas.
–Adelante –dijo con voz recia, muy profesional.
La manivela se movió, la puerta se abrió y alguien (por decir algo) penetró en la habitación. El doctor se quedó mirando a su visita de arriba a abajo y viceversa, es decir, de abajo a arriba.
–Buenos días –dijo al ver que el otro no soltaba prenda–, soy el doctor Ahn Alí Zador, psiquiatra. Usted dirá en qué puedo ayudarle.
–Alabado sea el majestuoso Ra, doctor –respondió aquel curioso personaje vendado de pies a la cabeza con vendas que por su aspecto deteriorado y mugriento parecían tener mil años por lo menos–. Siento haber venido sin pedir hora, pero con las manos vendadas no puedo teclear bien y su consulta es la que me pillaba más cerca aquí en El Cairo.
–No se preocupe. Ahora no tengo ningún paciente, algo lógico siendo las seis de la mañana. Pero adelante, siéntese.
El individuo pareció dudar y el doctor aprovechó entonces para examinarlo con mayor detenimiento. Sus agudas dotes deductivas, producto de más de tres décadas trabajando como psiquiatra y evaluando a centenares de individuos (e individuas), lo llevaron a la conclusión de que el tipo en cuestión era una momia. Algo inusual, pero pacientes más raros había tenido, se dijo.
El tipo que era una momia echó una mirada curiosa a su alrededor (se había abierto un hueco entre las vendas para poder ver) y tomó por fin asiento. Al hacerlo crujió su decrépito esqueleto, lo que arrojó al aire infinidad de partículas de polvo milenario que le hicieron estornudar. Cuando terminó, comenzó a hablar.
–Permítame que me presente. Nací como Halitosis II, aunque prefiero que me llamen Mumicio. Soy hijo de Halitosis I. Mi padre fue un auténtico abusón en la escuela y durante toda su vida. Podría decirse que era un maestro del hostigamiento, un experto del acoso, un especialista del atosigamiento; eso que hoy en día llaman, de manera ridícula, bullying. Por tales motivos cambió su nombre por el de Akhelmatón. Instauró el culto al fuerte en detrimento del débil, argumentando que sólo los fuertes sobreviven y que ellos serían los que harían un Egipto combativo e invencible, aunque de todo esto no ha quedado registro en la Historia, pues fue objeto de una damnatio memoriae.* ¡Uy! Perdón por el asterisco, ha sido sin querer. Lo que quería decir con este latinajo es que hicieron todo lo posible por borrar para la posterioridad su nombre y su efigie de cualquier lugar en donde apareciera.
–Interesante historia –dijo el doctor entrecruzando los dedos de las manos.
–Sí, bueno, el caso es que he venido a verle porque desde que llegué aquí tengo muchos problemas y necesito hablar con alguien.
–¿Qué clase de problemas? –preguntó el doctor descruzando los dedos de las manos.
–Pues mire usted, eminencia de la mente, yo estaba la mar de a gustito en mi tumba allá en el Valle de los Reyes, durmiendo el sueño eterno que me correspondí como faraón-dios que soy, cuando de pronto y por motivos que sólo Osiris conoce, me desperté.
–Así que afirma no saber por qué despertó, ¿eh? ¿Está seguro? –cuestionó entrecruzando los dedos de los pies.
–Del todo. No tengo ni idea. ¡Que me caigan encima toneladas de excremento de babuino si miento!
Zador se lo quedó mirando sin pronunciar palabra, aunque descruzó los dedos de los pies. De este modo se agujereó ambos calcetines con las uñas. Se contempló los pies, contrariado, después fijó su mirada en la cabeza de su paciente.
–Perdone la curiosidad, pero... ¿a qué se debe ese exceso de vendaje en la frente?
–Ni pregunte, doctor. Al despertar de nuevo tras milenios me asusté mucho, pues le tengo pánico a la oscuridad y a los espacios cerrados. Me incorporé de golpe y me di un ídem descomunal con la tapa del sarcófago. Qué daño me hice, por Anubis. Vi todas las estrellas y las constelaciones habidas y por haber, incluyendo Orión, por supuesto. Entonces me salió un chichón, enorme como la gran pirámide, pero sin su misterio, y tuve que vendarlo; re-vendarlo, más bien.
–Ajá, sorprendente. ¿Y qué me dice de ese exagerado abultamiento en la entrepierna?
–Ah, esto. Da la casualidad de que morí en pleno acto sexual –explicó–. Me picó un escorpión traicionero en todo el coxis, ¿sabe? Aunque antes recibí una coz de camello en la nuca, o eso me pareció. Me tuvieron que embalsamar con una erección de caballo. Ahora parece que llevo aquí metido un obelisco en miniatura –dijo entre risas polvorientas.
–Doy fe –aseveró el doctor con rostro serio, muy profesional.
–En fin, como le decía, desperté. Pasé unos minutos desesperados en los cuales creí que me asfixiaría, cosa imposible porque llevo muerto miles de años, pero en esos momentos de angustia no caí en ello y pensé que iba a morir. Vi pasar toda mi vida delante de mí en jeroglíficos, ¿sabe? El caso es que logré salir por fin del sarcófago, con una pericia y una agilidad envidiables para mi edad. Desorientado todavía por el golpe en la frente, tropecé con una caja que había allí mismo y que contenía unos botijos raros que se rompieron todos. Dentro tenían no sé qué cosa asquerosa y repugnante.
–Se refiere usted a los vasos canopos, donde se introducían las vísceras del embalsamado.
–Lo que sea, a mí me parecieron botijos. No estoy muy puesto en estas cosas del embalsamamiento, aunque suene raro. Como le decía, salí de allí, de aquella cámara, abandoné mi tumba y llegué al exterior. No se lo va a creer, pero había antorchas encendidas repartidas por todo el camino. ¡Que una familia de hienas de número indeterminado me mordisquee mis afamados y envidiados genitales si miento!
El doctor no comentó nada, pero supo mantener una actitud neutra, muy profesional. Mumicio prosiguió con su relato.
–Comencé a caminar por el desierto hasta llegar a un oasis que sació mi sed y aplacó mi calor. Ya no me acordaba de lo que calienta el sol aquí, ¡dátiles! En fin, allí estaba yo, dándome un atracón de agua cuando se acercó un hombre montado a camello. Era ciego, el hombre, no el camello, pero me detectó por el olor, según me dijo. Sería el de mi realeza, deduje yo. El ciego se detuvo y tras intercambiar unas palabras se ofreció a llevarme hasta la capital. Yo le dije que me parecía estupendo, pero que estaba a más de seiscientos kilómetros y que no quería abusar. Sorprendido me dijo: «¿Seguro que está tan lejos? Como soy ciego no he visto nunca ningún cartel indicativo y me daba la impresión de que quedaba más cerca. Con razón se me mueren los camellos por el camino», terminó diciendo.
»Al llegar a la ciudad me despedí del amable ciego y le di las gracias. Él me dijo adiós con la mano, pero como no veía ni torta lo hizo dándome la espalda, creyendo que yo estaba delante de él. Allí lo dejé, saludando a la nada, y cuando llevaba un rato caminando creí adivinar por qué había despertado: me faltaba uno de mis amuletos, un escarabeo que llevaba colgado del cuello y que sin duda me habían robado. Aunque soy de naturaleza pacífica, me dejé dominar por unas ganas enormes de hacer daño a todo bicho viviente, pues las maldiciones están para cumplirlas. Despotriqué contra aquella caterva de ladrones que yo daba por hecho que habían osado violentar mi tumba y seguí caminando, cabreado como un asno sin forraje, hasta llegar a un callejón de mala muerte. Allí me topé con dos vagabundos que hacían sus cosas de vagabundos. En qué mala hora me los encontré. Me abalancé sobre ellos aullando horribles amenazas, pero las vendas me tapaban la boca amortiguando mis palabras, de manera que lo que de ella salía semejaba un patético balbuceo. Pensaron que yo era un enfermo mental que les estaba suplicando ayuda y decidieron aprovecharse de mí. Ya no hay respeto, oiga. Me pegaron una paliza que me dejó peor que si me hubiera pateado el sagrado buey Apis. Pero lo peor fue que por poco me enculan, menos mal que no atinaron a quitarme las vendas porque iban borrachos. Salí de allí por patas. Aprendí la lección y me practiqué un agujero a la altura de la boca para que a partir de entonces mis palabras fueran entendidas con claridad.
–Su historia es fascinante, Mauricio.
–Momicio –corrigió con un gruñido malhumorado.
El doctor Zador hizo un gesto ambiguo con las manos, muy profesional.
–Con su permiso, continúo con mis tribulaciones –dijo la momia parlante–. Otro día, al pasar por delante de un hospital, dos camilleros que charlaban junto a una ambulancia me vieron y me llevaron dentro a toda prisa, creyendo que me había escapado de la unidad de quemados. Me escabullí como pude de la sección de Urgencias antes de que me inflaran a tranquilizantes. Tuve que emplear toda mi labia para convencerlos de que estaba muerto, pero más sano que ellos.
»La última noche de octubre, el día después del suceso con los camilleros, me pararon unos mocosos para felicitarme por no sé qué disfraz. Por mucho que les expliqué que yo no iba disfrazado como ellos y que era un poderoso faraón, hijo del abusón Halitosis I, no me hicieron ni caso. Terminaron burlándose de mí; me llamaron tarado, anormal y tonto del culo. Cegado por la rabia, les hice un abrupto corte de mangas que provocó que mi brazo momificado saliera disparado por el aire hasta impactar en el rostro de uno de ellos, con un sonido como de tortilla de patatas estampada contra un parabrisas.
–Una reacción muy lógica –comentó Zador.
–Eso pensé yo –dijo Mumicio–. Los chicos estallaron en cólera y me persiguieron como a un vulgar delincuente durante un buen rato. No me alcanzaron, pero al ver que me alejaba me lanzaron mi propio brazo, que llevaban encima como si fuera una reliquia sagrada mientras me perseguían, con tan mala fortuna que me trabó las piernas. Tropecé y fui a estamparme contra unos cubos de basura, revolcándome en ella. Viendo que me habían derribado, corrieron a acercarse, pero una pareja de guardias que había presenciado la escena se aproximó blandiendo sus porras y los ahuyentó. ¡Porras, debo huir!, me dije, y eso hice.
–Vaya, Mumicio, menuda odisea. Me deja usted de piedra, como momificado –dijo el doctor, que iba tomando notas de vez en cuando sobre la portada de una revista del ¡Hola!
–Pero sucedió todo tal cual le digo. ¡Que una bandada de buitres furibundos picotee con saña mis hirsutos y acogedores sobacos si miento!
–No será necesario. Continúe, por favor.
–Está bien. Me levanté del suelo hecho un asco, cogí mi brazo desmontable y eché a correr para despistar a los policías. Cuando lo hube logrado, aflojé el paso. La gente que se cruzaba conmigo me llamaba zarrapastroso, andrajoso, muerto de hambre y cosas peores. ¡A mí, que soy todo un rey de Egipto! Si no fuera porque detesto la violencia, los habría desmembrado con mis propias manos, luego habría troceado esas partes en otras más pequeñas y quemado sus restos sangrantes con una antorcha para luego apagarlos con mi propia orina.
–Es una reacción muy lógica –repitió el doctor con ese buen hacer suyo, muy profesional.
De repente Mumicio lanzó una mirada desconfiada alrededor, bajó el tono de voz y se aproximó a él como si quisiera hacerle una confidencia.
–Desde hace un tiempo creo que me siguen. Estoy seguro de que es alguna agencia secreta, tal vez la CIA. ¡Que mil áspides enardecidas hinquen sus colmillos en mis velludas y turgentes nalgas si miento!
– Le creo, pero… ¿qué iba a querer la CIA de una momia?
–¿Qué sabe usted de la «Operación Canela Fina», doctor?
–Nada en absoluto.
–Pues ya somos dos.
Zador arqueó sus cejas hasta límites insospechados. Mumicio, como si no hubiera dicho nada antes, volvió a dirigirse a él en tono confidencial.
–Creo que me siguen, doctor. Puede que sean de la NSA.
–¿La NSA?
–Como le digo. ¿Conoce usted el «Proyecto Bujarrón»?
–Ni idea.
–Pues ya somos dos.
El psiquiatra dibujó una asombrada «o» con la boca y Mumicio continuó con aquel tono conspirativo.
–No sé si se lo he dicho, pero creo que me siguen. Apostaría cien varoniles eunucos a que es el FBI.
–El FBI, claro –repitió el doctor con rostro hierático, muy profesional.
–Exacto. ¿Ha oído usted hablar del «Experimento Croqueta De Queso Filadelfia»?
–Jamás en la vida.
–Pues ya somos dos.
Estupefacto, el doctor Zador propuso hacer una pausa, pero Mumicio lo rechazó.
–Doctor, quiero contarle un sueño recurrente que me obsesiona.
–Adelante.
–Verá, en el sueño voy andando por la calle, con este porte distinguido que me caracteriza, cuando de repente aparece a mi lado un cachorro de perro labrador, muy mono, muy televisivo él. El pequeño granuja muerde un extremo de una de las vendas, que sobresale por encima de un tobillo, y sale huyendo tan alegre meneando su pequeña colita. Yo salgo tras él, corriendo desesperado, pidiéndole a grito pelado, y vendado, que se detenga.
–Comprendo. Continúe.
–De acuerdo. Pues eso, que le grito: «¡Párate, por Isis, maldito chucho del inframundo! ¡Que mil escorpiones ponzoñosos conviertan tu repugnante ano canino en un páramo de infinito dolor!» Pero el muy animal, que atiende al estúpido nombre de Escote, no obedece y sigue adelante.
–Interesante; prosiga.
–El indigno pariente lejano de Anubis corre con la venda atrapada entre sus pequeños dientes. Su trote cochinero consigue que me vaya despojando de mis vendajes sin que yo pueda hacer nada por evitarlo. Al final me deja casi completamente desnudo. Y entonces viene lo peor –Mumicio calló y bajó la cabeza, avergonzado.
–No se detenga ahora. Vamos. Suéltelo –una vez más, su voz es firme, aunque tranquilizadora, muy profesional.
Mumicio suspiró con fuerza y se lanzó al ruedo.
–Allá va: cuando me quedo desempaquetado como un vulgar regalo de Navidad me miro a mí mismo y compruebo que sobre mi escuálido, pero regio cuerpo, llevo puesta ¡ropa interior femenina! Y picante, además. La gente a mi alrededor me señala con el dedo y se carcajea a mandíbula batiente. A mí me entran ganas de arrojarlos a las aguas del Nilo para que sean pasto de los cocodrilos, pero en lugar de eso trato de explicarme, mientras cubro mis vergüenzas y señalo a Escote, que lleva en su boca un enorme gurruño de vendas sucias y cochambrosas.
»Logro arrebatárselas y me enrollo con ellas como puedo. Para cuando acabo ya no son vendas, sino que se han transformado en un traje de hombre rana que me viene demasiado pequeño y me aprieta la entrepierna como si la tuviera encajada en las mandíbulas de un hipopótamo. El traje comienza a encogerse, más y más a cada segundo que pasa, hasta que acaba estallando en medio de una faraónica explosión de confeti, purpurina y pistachos. Entonces me despierto, jadeante y sudoroso.
El doctor Zador lo miró por encima de la montura de sus gafas. Su mirada era escrutadora, analizadora, examinadora. Muy profesional.
–Eso que cuenta es muy, pero que muy interesante. Como diría mi amigo, el mecánico Zerrahd El Tayer: «Cada coche es un mundo, y cada momia, otro».
–Maravilloso, pero dígame, ¿le encuentra algún significado al sueño?
–Si lo tiene, que baje Alá y que lo vea.
–Ya veo. Ah, por cierto, doctor –dijo de pronto Mumicio–, voy a contarle un chiste de mi época, ¿vale? Se encuentran dos faraones y uno le dice al otro: «¿Oye, todos tus prisioneros son nubios?» Y el otro responde: «No, la mayoría son monenos»... ¿A que es bueno? ¿Eh? –preguntó entre risas.
–Hilarante –respondió el psiquiatra con expresión de enterrador.
–En fin. ¿Qué opina usted de todo lo que le he contado?
–Bien, es obvio que se encuentra incómodo en este nuevo mundo que ha descubierto, incomprensible y hostil para usted. Observo un cuadro agudo de ansiedad, Mumicio, pero sobre todo, lo que se conoce como «paranoia de la momia recién despertada». En mi opinión profesional, muy profesional, lo que usted necesita es aislamiento y recogimiento; paz y tranquilidad; sosiego y quietud. Como diría mi amigo, el pescadero Mohama Museka: «Pez con dos colas, no tiene ni pies ni cabeza».
–Comprendo, y eso significa… –esperó a que Zador terminara la frase.
–Ni idea, pero lo dice muy a menudo.
–Ya, bueno, ¿y entonces qué me recomienda?
–Muy sencillo. Que vuelva a su tumba y se meta de nuevo en su sarcófago para continuar su sueño eterno. Nada lo ata a este mundo, amigo momia. Aquí no encontrará más que infelicidad.
A Mumicio se le iluminó la mirada.
–¡Tiene razón, doctor! Eso es lo que haré. En cuanto salga de su consulta, alquilo un camello y me vuelvo de nuevo al Valle de los Reyes.
–Me congratula escuchar eso –dijo el psiquiatra.
–Adiós, doctor Zador, ha sido usted de gran ayuda. Gracias y que el esplendoroso Ra le colme de bendiciones y le consiga un par de calcetines nuevos.
–Que así sea.
Entonces se despidieron.
Tras abandonar la consulta, Mumicio volvió a su tumba montado en un camello de alquiler, tal como había dicho. Se introdujo en su sarcófago, momento en que advirtió que el supuesto escarabeo robado lo llevaba pegado en la espalda, y cerró la tapa, aunque antes tuvo la precaución de dejar colgado el cartel de «No molestar».
Cuando Ahn Alí Zador se quedó a solas en su despacho, suspiró aliviado y arrojó la revista ¡Hola! a la papelera con un medido rictus de desprecio, muy profesional. Luego se quitó los calcetines destrozados y contempló sus pies.
Como diría mi colega y compatriota, el afamado psiquiatra Habrid El Kokho, pensó, «Es hora de cortarse las uñas».
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.